El alquimista, Josh y Shakespeare observaron cómo Perenelle empezaba a asentir… y de repente, la imagen se disolvió en millones de píxeles, justo en el mismo instante en que vislumbraron la imagen de unas garras retorcidas. De forma instintiva, le fres se alejaron bruscamente de las pantallas.
—¿Qué… qué ha ocurrido? —preguntó Josh, confundido. La pantalla de la izquierda estaba completamente legra, pero la derecha aún mostraba unos puntos brillante de color rojo y verde.
Flamel cerró fuertemente la mano izquierda formando un puño. En el interior se hallaba el brazalete de plata. Un hilo de fuego verde con aroma a menta empezó a danzar alrededor del metal mientras él deslizaba las yemas de los dedos sobre el monitor. El cristal líquido de la pantalla empezó a crear un arcoíris de colores y, acto seguido, unas diez líneas muy finas de colorines iluminaron la negrura de la otra pantalla formando una especie de hilos verticales que reflejaban una vaga imagen de un pasillo vacío al otro lado del mundo. Pero no había rastro de Perenelle.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Josh. Shakespeare sacudió la cabeza.
—No tengo la menor idea.
Entonces el Bardo formó una especie de pinza con los dedos y se acercó peligrosamente a la pantalla. Cinco de los finísimos hilos de colores coincidieron con sus cinco dedos.
—Algo se ha abalanzado sobre Madame Perenelle y le ha rasgado. Tiene que haberla atacado a través de la telaraña —informó mientras daba suaves golpecitos con la uña sobre el cristal—. Al parecer, aún conservamos la conexión a través de la humedad de la telaraña. Puedo volver a intentarlo.
—¿Está… está bien? —preguntó Josh algo preocupado. Hacía unos segundos se había percatado de que el brazalete de plata estaba partido por la mitad; el centro se había fundido y convertido en dos lágrimas de plata—. ¿Nicolas?
Flamel no musitó palabra. Estaba temblando. Le daba la sensación de que no le corría sangre por las venas y, de hecho, tenía los labios azulados. La palabra «Perenelle» se le formó en los labios, pero no fue capaz de articularla en voz alta.
La imagen de la pantalla ondeó… Y justo en ese momento, vieron a Perenelle.
La Hechicera estaba alejándose de la telaraña con las manos extendidas, mostrando así su afán por protegerse. Un rasguño le recorría el hombro y le llegaba hasta el brazo, dejando al descubierto su carne roja.
—Perenelle —murmuró Flamel, aunque se asemejó más a un sonido que se escapaba de un grito sofocado.
Y entonces la vieron. Una criatura se deslizaba poco a poco por el pasillo de piedra, aproximándose a la Hechicera. Josh jamás había contemplado algo como aquello en toda su vida: se trataba de una bestia hermosa a la par que espantosa. La criatura debía de medir su misma altura, pero mientras su rostro de mejillas sonrojadas parecía el de un joven, el cuerpo tenía un aspecto esquelético. Josh podía distinguir claramente cada hueso y costilla a través de su piel grisácea. Las garras, que eran una mezcla entre un pie humano y una garra de pájaro, chasqueaban en el suelo produciendo un ruido seco y, aunque sus manos eran claramente humanas, lucía unas uñas extreMadamente largas, negras y muy afiladas, como si pertenecieran a un felino. Unas gigantescas alas de murciélago le crecían desde su huesuda columna vertical. Eran tan largas que incluso barrían el suelo a su paso.
Y entonces apareció una segunda silueta, la de una mujer. Lucía un cabello oscuro y fino que le encuadraba su precioso y delicado rostro. Pero lo que más le llamó la atención es que el cuerpo de aquella criatura se asemejaba más al de un chico. Tenía unas alas rasgadas y húmedas. La criatura deslizó su pierna izquierda hacia atrás.
—Vétala —murmuró Flamel horrorizado—. Bebedores de sangre, carnívoros.
Otra silueta apareció ante Perenelle Flamel. Vaga y frágil, esta bestia tenía aspecto humano y masculino. Tenía los puños cerrados en gesto amenazante y parecía gemir algo completamente incomprensible.
El aura del Alquimista resplandeció de color esmeralda alrededor de su cuerpo y el agradable aroma a menta se intensificó.
—Tengo que ayudarla —dijo completamente desesperado.
De forma inesperada, Palamedes irrumpió por la puerta de la cabaña.
—¡Tu aura! ¡Sofócala! —ordenó. Con los ojos como platos, Sophie llegó tras el caballero seguida de los perros de mirada bermeja, que se amontonaron en la puerta de entrada y empezaron a ladrar y a gruñir.
—Perenelle tiene problemas —explicó Josh mirando a su hermana. Sabía perfectamente que Sophie sentía mucha simpatía por aquella mujer.
—¡Flamel, detente! —exclamó Palamedes. Pero el Alquimista lo ignoró por completo. Colocó las dos mitades de la pulsera de plata sobre la palma de su mano izquierda. Dobló los dedos, cerró la mano y una luz cegadora de color esperanza sepultó su puño. Entonces deslizó su mano derecha sobre la pantalla LCD y presionó.
—¡Perenelle! —llamó.
El olor a menta se cubrió completamente por el cálido aroma de la especia de clavos, que apareció en el mismo momento en que el Caballero Sarraceno posó sus manos sobre los hombros del Alquimista.
—Tienes que parar, Nicolas. ¡Traerás la destrucción sobre todos nosotros!
De forma repentina, el aura del Alquimista resplandeció aún más, emitiendo una luz todavía más intensa; al principio fue de un verde esmeralda brillante, que rápidamente pasó a tomar el matiz de un jade luminiscente para, finalmente, teñirse de un verde oliva oscuro. El caballero salió disparado hacia atrás lejos de Nicolas. En ese preciso instante, cuando se desplomaba contra una pared metálica con tal fuerza que la abolló, una armadura de malla se formó alrededor de su cuerpo. Unas llamas verdosas emergieron entre cada nudo de su armadura.
—¡Will, detenle! —gritó Palamedes con voz sofocada y temerosa—. ¡Rompe la conexión!
—Maestro, por favor… —pidió Shakespeare mientras agarraba la manga del Alquimista y tiraba de ella. Unas diminutas llamas verdes brotaron de inmediato desde su hombro; cuando el Bardo notó el fuego glacial, se apartó de un salto de Nicolas.
Josh se agachó junto al Alquimista sin apartar la mirada de la pantalla.
—¿Qué estás intentando hacer? —preguntó.
—Fortalecer el aura de Perenelle con la mía —respondió el Alquimista con una voz que dejaba entrever su desespero—. Los Vétala la destrozarán. Pero me temo que no tengo fuerza suficiente —finalizó aterrorizado.
Josh alzó la vista para mirar a su hermana, vio cómo ésta hacía un leve movimiento de cabeza y volvió a girarse hacia Nicolas.
—Déjame que te ayude —dijo.
—Déjanos ayudarte —añadió Sophie.
Los mellizos tomaron posiciones a cada lado del Alquimista, Sophie a su derecha y Josh a su izquierda, y ambos posaron una mano sobre el hombro de Nicolas. Josh miró a su hermana y preguntó:
—¿Qué hacemos ahora?
La mezcla de esencias de la sala se hizo apabullante, incluso casi nauseabunda: naranjas y vainilla, clavo y menta, todas ellas mezcladas con los olores de comida frita, de cuerpo rancio tras días sin ducharse y de perro húmedo.
El Caballero Sarraceno gritó, pero las palabras se perdieron en el mismo instante en que los mellizos resplandecieron sus auras alrededor de ellos. Las auras, doradas y plateadas, chisporroteaban y crepitaban al acariciar el aura del Alquimista, que había cobrado un color más intenso y, con el contacto, de inmediato cobró fuerza y brillo, centelleando motas doradas e hilos plateados.
—¡Alquimista! —exclamó Palamedes desesperadamente—. ¡Nos has condenado a todos!
—¡Perenelle! —gritó Nicolas con los dedos extendidos sobre la pantalla de ordenador. Unos zarcillos serpenteantes de color verde, amarillo y plateado emergieron desde su brazo y se deslizaron hacia abajo, envolviendo cada dedo y desapareciendo en la superficie de la pantalla.
En la pantalla derecha se produjo una grieta justo en el centro y un humillo negruzco empezó a brotar. Entonces se escuchó la voz de Perenelle, débil y aguda, pero claramente audible.
—¡Nicolas! ¡Para! ¡Para ahora! —Perenelle parecía estar aterrorizada.
En la pantalla de la izquierda todos contemplaron cómo su aura cobraba existencia a su alrededor y emitía un resplandor blanco níveo. Pero entonces, de forma abrupta, el aura parpadeó y desapareció.
—¡Nicolas! —chilló Perenelle—. ¡Me has matado!
Y entonces la pantalla se derritió formando un charco pestilente de plástico burbujeando y cristal fundido.