Incluso sin la guía y la ayuda de Ayala, el aroma a menta hubiera conducido a Perenelle a las profundidades de Alcatraz, donde yacían todas las celdas. Fresco y limpio, tapaba el nauseabundo olor del edificio en estado de putrefacción y el hedor siempre presente de sal marina. Ahora se distinguía otra esencia en la isla de Alcatraz: el olor a zoológico, a muchos animales juntos.
De Ayala se detuvo ante la entrada de una celda y se hizo a un lado, dejando ver a Perenelle una gigantesca e intrincada telaraña que cubría toda la apertura. La telaraña circular desprendía un brillo blanco y de ella goteaba un líquido tembloroso. La esencia a menta era más intensa en ese preciso lugar.
—¿Nicolas? —susurró Perenelle, desconcertada. No cabía duda, era el familiar e inconfundible aroma del aura de su marido… Pero ¿qué estaba haciendo él ahí? Alargó el cuello para intentar ver a través de la telaraña el interior de la celda—. ¿Nicolas? —susurró otra vez.
De repente, cada gota que contenía la telaraña titiló y todas ellas se unieron. En cuestión de segundos la telaraña adoptó una superficie reflectante, como si la Hechicera estuviera observando un espejo. Después esa consistencia se desvaneció y la telaraña se tiñó de color negro, dejando al descubierto el complicado patrón que había debajo. Un hilo verde se enroscó en cada hebra de la telaraña y, sin dudar ni un segundo, reconoció la voz de Nicolas. «Siempre decía que había una parte de ella en la pulsera». La telaraña volvió a cobrar vida y a iluminarse y tres rostros con expresión de asombro aparecieron de entre las sombras.
—¡Nicolas! —exclamó Perenelle en un suspiro rasgado.
Intentaba con todas sus fuerzas impedir que su aura resplandeciera. Aquello era imposible, al menos en el mundo en que ella vivía. De forma instintiva supo que era una forma de adivinación que utilizaba el líquido de la telaraña como fuente de visión… y supo, también, que su marido no habría sido capaz de hacer esto solo; jamás había llegado a dominar este arte en particular. Pero Nicolas siempre la sorprendía, incluso después de más de seiscientos años de matrimonio.
—Nicolas —murmuró—. ¡Eres tú!
—¡Perenelle! ¡Oh, Perenelle!
La alegría que se desprendía de la voz de Nicolas la dejó sin respiración. La Hechicera parpadeó para deshacerse de las lágrimas y después centró toda su atención en su marido, examinándole con todo detalle. Las arrugas de la frente eran más profundas, tenía nuevas líneas de expresión alrededor de los ojos y la nariz, las ojeras habían cobrado un tono más amoratado y oscuro y el cabello parecía tener un color plateado. Pero no le importaba: estaba vivo. Sintió cómo algo en su interior se estremecía y se tranquilizaba. La esfinge se había mofado de ella diciéndole que Nicolas estaba condenado a la muerte; Morrigan había dicho que Nidhogg andaba suelto por la ciudad de París. Perenelle temía incluso pensar en su marido y en aquello que podría haberle sucedido. Pero ahí estaba: con aspecto mayor, evidentemente; cansado, desde luego, ¡pero vivo!
El chico, Josh, también estaba ahí, justo detrás de Nicolas. Él también parecía agotado. Tenía la frente manchada y el cabello despeinado, pero por lo demás parecía estar sano y salvo. No veía a Sophie por ningún lado. ¿Y dónde estaba Scathach? Perenelle mantuvo su rostro impasible y desvió la mirada para observar al hombre que estaba sentado junto a su marido. Le resultaba algo familiar.
—Te he echado de menos —dijo Nicolas. El Alquimista levantó la mano derecha y extendió los dedos. Miles de kilómetros les separaban, pero Perenelle, inconscientemente, imitó el gesto, uniendo sus dedos con los de su marido. Intentó, con sumo cuidado, no rozar la telaraña, pues sabía perfectamente que podía romper la conexión.
—¿Estás bien? —murmuró Nicolas. La voz se oía lejana y, en ese momento, la imagen parpadeó y una brisa que soplaba desde el otro lado del pasillo, donde había una puerta abierta, ondeó la telaraña.
—Estoy bien e ilesa —respondió Perenelle.
—Rápido, Perry, no tenemos mucho tiempo. ¿Dónde estás?
—No estoy lejos de casa; estoy en Alcatraz. ¿Y tú?
—Me temo que estoy más lejos de casa que tú. Estoy en Londres.
—¡Londres! Morrigan me dijo que estabas en París. Nicolas sonrió.
Ah, pero eso era ayer; hoy estamos en Londres, pero no por mucho tiempo. ¿Puedes abandonar la isla?
—Desafortunadamente, no —respondió Perenelle con una triste sonrisa—. Esta isla pertenece a Dee. Hay una esfinge que anda suelta en los pasillos de la cárcel, las reídas están repletas de monstruos y el mar está controlado por Nereidas.
—Quédate a salvo: iré a por ti —prometió Nicolas. Perenelle asintió. No le cabía la menor duda de que el Alquimista intentaría llegar a ella; que lo hiciera a tiempo era otro asunto.
—Sabes que lo haré —dijo Nicolas. Habían vivido juntos durante muchos años y, durante el último siglo, habían compartido una vida cómoda y en la sombra, alejados de las criaturas Inmemoriales y de la Última Generación. De hecho, habían tenido tan poco contacto con ese mundo que a veces olvidaba que la sabiduría de su marido era incalculable.
—¿Tienes un plan?
—En París recuperé nuestro viejo mapa de las líneas telúricas del mundo —explicó rápidamente y con una mirada traviesa—. Hay una línea en algún lugar de la llanura de Salisbury que nos conducirá directamente al monte Tamalpais. Iremos hacia allí cuando… —vaciló. Perenelle enseguida se percató de la duda y empezó a preocuparse.
—¿Cuándo? ¿Qué te traes entre manos, Nicolas?
—Primero hay algo que tengo que hacer en Londres —respondió—. Quiero que los mellizos conozcan a alguien.
A Perenelle inmediatamente se le ocurrieron docenas de nombres, pero ninguno de ellos bueno.
—¿Quién?
—Gilgamés.
Perenelle hizo ademán de abrir la boca para protestar pero la mirada glacial de su marido la frenó. Abrió los ojos de par en par y Nicolas hizo un movimiento casi imperceptible hacia Josh con la cabeza.
—Voy a pedirle que enseñe a los mellizos la Magia de Agua.
—Gilgamés —repitió—, el Rey. —Con una sonrisa más que forzada, añadió—: Dale recuerdos de mi parte.
—Lo haré —dijo Nicolas—. Estoy seguro de que se acuerda de ti. Y espero que nos conduzca hasta la línea telúrica que nos lleve a casa.
—Rápido, Nicolas, dime, ¿está todo bien? ¿Los niños están a salvo?
—Sí. Los mellizos están aquí, conmigo —respondió Nicolas—. Los dos han sido Despertados y Sophie ha recibido formación tanto en la Magia del Aire como en la Magia del Fuego. Desgraciadamente, Josh aún no ha recibido ninguna enseñanza.
Perenelle observaba a Josh mientras su marido le relataba lo sucedido. Incluso con esa imagen ondeada Perenelle sintió, aunque no vio, la decepción en el joven.
—Tengo muchas cosas que contarte —continuó Flamel.
—Por supuesto. Pero Nicolas, te estás olvidando de tus modales —reprendió Perenelle—. No me has presentado a… —Entonces, en ese preciso instante, la Hechicera reconoció al personaje—. ¿Ése de ahí es el Maestro Shakespeare?
El hombre sentado junto a Nicolas realizó una elegante reverencia tal y como pudo desde su posición.
—A su servicio, Madame.
Perenelle permaneció en silencio. Sintió una punzada en el hombro, justo en el lugar donde había recibido el impacto de bala cuando les atacaron tras la traición de Shakespeare. Sin embargo, a diferencia de Nicolas, ella jamás había guardado rencor a aquel chico. Sabía el poder de persuasión que tenía Dee. Al final, inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Maestro Will. Tienes buen aspecto.
—Gracias, Madame. Hace casi cuatrocientos años escribí un verso en tu honor: La edad no puede marchitarla, ni la costumbre hace rancia. Al parecer, ese verso todavía es cierto —dijo. Después respiró hondo y añadió—: Te debo una disculpa, Madame. Por culpa de lo que hice casi mueres. Cometí un error.
—Escogiste el bando equivocado, Will.
—Lo sé, Madame. —La tristeza y el pesar que se reflejaron en la voz del inmortal eran casi palpables.
—Pero tú no cometiste un error: el error hubiera sido permanecer en ese lado, ¿no crees? —preguntó Perenelle con tono más divertido.
El Bardo sonrió e inclinó la cabeza, agradeciéndole, en silencio, el comentario.
—Perry, me equivoqué con el señor Shakespeare. No es un aliado del Mago —informó Nicolas mientras hacía un movimiento con la mano—. Él ha hecho que esta comunicación sea posible.
Perenelle inclinó la cabeza.
—Gracias, Will. No te imaginas cómo agradezco ver a Nicolas sano y salvo.
Las mejillas de Shakespeare se sonrojaron ligeramente y lo mismo ocurrió en la calvicie que se asomaba en su cabeza.
—Es un placer, Madame.
—Y tú, Josh, ¿cómo estás? El chico asintió.
—Bien, supongo. Muy bien.
—¿Y Sophie?
—Genial. Aprendió el Fuego y el Aire. Deberías haber visto lo que les hicimos a las gárgolas de Notre Dame.
Perenelle apartó su mirada verde hacia Nicolas y alzó las cejas a modo de pregunta silenciosa.
—Como te he dicho, tengo muchas cosas que contarte —dijo Flamel. Se inclinó hacia delante. Empezó a hablar en inglés, pero, sin darse cuenta, cambió de idioma y se expresó en el francés de su juventud—. Estábamos atrapados y rodeados por los Guardianes de la ciudad. El chico alimentó el aura de su hermana con la suya propia, plata y oro unidos. Su poder fue increíble: vencieron las magias de Dee y Maquiavelo. Perenelle, los tenemos; finalmente, ¡tenemos a los mellizos de la leyenda!
La telaraña se meció cuando una repentina y nauseabunda ráfaga de viento barrió todo el pasillo. La imagen de Nicolas se disolvió en un millón de rostros; cada gota de líquido reflejaba el rostro del Alquimista. Entonces las gotas volvieron a unirse y la superficie reflectante volvió a aparecer.
—Madame… —susurró De Ayala con tono alarmante—. Algo se acerca.
—Nicolas —dijo rápidamente Perenelle—. Tengo que irme.
—Iré a por ti lo antes posible —respondió su marido.
—Sé que lo harás. Pero ten cuidado, Nicolas. Puedo ver el envejecimiento en tu rostro.
—Perry, una última palabra de consejo, por favor —añadió Nicolas—. El señor Shakespeare cree que tenemos que enfrentarnos y luchar, pero estamos en el corazón de Londres, dominio de Dee, y claramente nos superan en número. ¿Qué crees que deberíamos hacer?
—Oh, Nicolas —dijo en voz baja Perenelle. Utilizó un dialecto bretón ya olvidado que solía hablar en su perdida juventud. Se produjo un sutil cambio en los ángulos y huesos de su rostro. Su mirada verde se tornó glacial y, cambiando al inglés, añadió—: Hay momentos para huir y momentos para enfrentarse y luchar. Durante medio milenio has acumulado suficiente sabiduría alquímica, que puedes utilizar para combatir a Dee y a sus Oscuros Inmemoriales, pero siempre me has dicho que no podías porque esperabas encontrar a los mellizos. Bien, ahora ya los tienes. Y tú mismo me has dicho que son muy poderosos. Utilízalos. Aséstale un golpe al corazón del imperio de Dee, déjale ver que no estás indefenso. Ha llegado el momento, Nicolas, el momento de enfrentarse y luchar.
El Alquimista asintió.
—¿Y tú? ¿Estarás a salvo hasta que vaya a por ti?
Perenelle había empezado a decir que sí con la cabeza cuando el mismo horror saltó a través de la telaraña, con las garras completamente extendidas hacia su rostro.