Perenelle Flamel permanecía en pie bajo el arco de la entrada y contemplaba la oscuridad que se abría ante ella Antaño, allí mismo, se había alzado una puerta metálica muy pesada que tapaba esa apertura; ahora, la puerta yacía en el suelo tras la Hechicera, abollada, retorcida y sin bisagra alguna a causa del peso de las arañas que habían ascendido como una oleada oscura de las celdas de abajo. Con Areop-Enap retirada y refugiada en su propio capullo, los pocos arácnidos que habían sobrevivido habían desaparecido y todo lo que quedaba sobre la superficie de Alcatraz eran cascarillas secas de moscas muertas y cuerpos de arañas. Perenelle se preguntaba quién, o qué, había enviado las moscas. Se trataba, sin duda alguna, de alguien poderoso; alguien que, probablemente, en ese mismo instante estaba planeando su siguiente movimiento.
Perenelle ladeó ligeramente la cabeza y deslizó su larga cabellera negra detrás de la oreja, cerró los ojos y escuchó. Su sentido del oído era preciso, pero no lograba percibir ningún movimiento. Sin embargo, la Hechicera sabía que las celdas no estaban vacías. La cárcel de la isla estaba repleta de bebedores de sangre y carnívoros, vetalas, minotauros, windigos y onis, troles y cluriclauns y, por supuesto, la letal esfinge. Los rayos de sol habían recargado el aura de Perenelle y sabía que podría enfrentarse a las criaturas más inofensivas, aunque los minotauros y los windigos podrían darle algún que otro problema. No obstante, era completamente consciente de que no podría vencer a la esfinge. El león con alas de águila se alimentaba de energía mágica; el simple hecho de estar cerca de aquella criatura le desgastaría el aura, dejándola así indefensa y vulnerable.
Perenelle se colocó la mano en el estómago, que no había parado de rugirle. Tenía hambre. En contadas ocasiones la Hechicera necesitaba alimentos, pero era innegable que estaba consumiendo mucha energía y necesitaba calorías para recuperarse. Si Nicolas estuviera allí, eso no supondría un problema; muchas veces, en sus viajes, su marido había utilizado sus capacidades alquímicas para transmutar piedras en pan y agua en sopa. Conocía un par de encantamientos con cuernos de la abundancia que había aprendido en Grecia y que podrían proporcionarle suficientes alimentos, pero para ello necesitaría hacer uso de su aura, lo que atraería rápidamente a la esfinge hacia ella.
No había encontrado ningún ser humano sobre la isla y, de hecho, dudaba de que alguno hubiera podido sobrevivir una sola noche en Alcatraz manteniendo su cuerpo y su cordura intactos. En ese instante se acordó de un artículo de periódico que había leído recientemente, hacía alrededor de seis meses. En él se decía que una empresa privada había adquirido Alcatraz y que, a partir de ahora, estaría cerrada al público y transformarían el parque público en un museo de historia multimedia. Ahora que sabía que Dee era el verdadero propietario de la isla, supuso que aquello no era verdad, con lo cual, si ningún ser humano había pisado esa isla durante, al menos, los seis últimos meses, resultaría casi imposible encontrar algo comestible. No sería la primera vez que, a lo largo de su vida, Perenelle había tenido hambre.
El Mago había reunido un ejército en las celdas, criaturas sacadas de cada cultura mundial y mitos de todas las razas. Sin excepción, se trataba de monstruos que habían sido el origen de las pesadillas humanas durante milenios. Y si había un ejército, eso sólo podía significar que se acercaba una guerra. Los labios de la Hechicera formaron una sonrisa irónica. Al parecer, ella era el único ser humano en Alcatraz… junto con una serie de bestias míticas, monstruos terribles, vampiros y criaturas mitad hombre mitad animal. Las Nereidas nadaban en el océano que rodeaba la isla, una Diosa con ganas de venganza la había encerrado en una celda en las profundidades de la isla y algún ser increíblemente poderoso, o bien Inmemorial o bien de la Última Generación, la atacaba desde algún lugar de tierra firme.
La sonrisa de Perenelle se desvaneció; estaba completamente segura de que había estado en situaciones peores en algún momento del pasado, pero en ese preciso instante no lograba recordar ninguna. Y siempre había tenido a Nicolas junto a ella. Juntos eran invencibles.
Una suave brisa emergió desde abajo, erizándole el cabello. Al mismo tiempo, unas diminutas motas de polvo se arremolinaron en el aire y, en la oscuridad, se visualizó el contorno de una silueta. Perenelle abandonó el oscuro interior para recibir los rayos de sol que tanto la fortalecían. Dudaba de que fuera la esfinge; hubiera percibido su inconfundible aroma, una mezcla del olor almizclado de león, pájaro y serpiente.
La figura se materializó bajo el arco de la entrada, tomando profundidad y sustancia a medida que se acercaba a la luz. La silueta parecía contener partículas de óxido rojo y pedazos de telaraña brillante: era el fantasma de Juan Manuel de Ayala, el descubridor y Guardián de Alcatraz. El espectro realizó una reverencia.
—Me complace verte fuerte como un roble, Madame —dijo en un español arcaico y formal.
Perenelle sonrió.
—¿Por qué? ¿Creías que volverías a verme en forma de espíritu, como tú?
Un De Ayala casi transparente flotó por el aire y consideró cuidadosamente la pregunta; después negó con la cabeza.
—Sabía que si perecías en esta isla, tu espíritu no se quedaría aquí, sino que se habría marchado.
Perenelle asintió con la cabeza y la mirada se le nubló de pena.
—Hubiera ido en busca de Nicolas.
La dentadura perfecta que el marinero fantasma jamás había tenido durante su vida quedó al descubierto cuando éste esbozó una sonrisa.
—Acompáñame, Madame, acompáñame: creo que hay algo que deberías ver.
Se giró y se deslizó flotando hacia las escaleras. Perenelle vaciló; confiaba plenamente en De Ayala, pero sabía que los fantasmas no eran las criaturas más brillantes en términos de inteligencia y que se les podía engañar fácilmente. Y en ese momento, de una forma casi imperceptible, Perenelle reconoció la esencia de menta en la atmósfera salada y húmeda. Sin pensárselo dos veces, la Hechicera siguió al fantasma hacia las sombras.