Desde el exterior, la majestuosa estructura metálica que se alzaba en el centro del claro pantanoso parecía estar muy deteriorada y en ruinas pero, al igual que ocurría con todo lo demás del desguace, era sólo una fachada. El interior de la casucha estaba impecable, limpio, sin una mota de polvo. Uno de los extremos de la sala principal se utilizaba para cocinar y comer; contenía un fregadero, una nevera, unos fogones para cocinar y una mesa. En la sección central de la cabaña se distinguía un escritorio donde se apoyaba un ordenador de mesa y dos pantallas idénticas. Al otro extremo de la choza se podía vislumbrar una gigantesca televisión de pantalla plana delante de dos sofás de cuero. Un trío de torres metálicas aguardaba docenas de DVD.
Cuando los mellizos siguieron a Shakespeare hacia el interior de aquella casa aparentemente en ruinas, enseguida se percataron de que habían interrumpido una discusión entre Flamel y Palamedes, quienes estaban de pie a uno y otro lado de la mesa de madera de la cocina. El caballero tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las manos de Flamel estaban cerradas, convirtiéndose así en puños. La atmósfera había cobrado un aroma ácido por la mezcla de sus auras.
—Creo que deberíais esperar fuera —advirtió Nicolas mirando a ambos mellizos. Después desvió la mirada hacía el Caballero Sarraceno y añadió—: Acabaremos enseguida.
Sophie hizo el ademán de salir de la sala, pero Josh la empujó levemente para que ésta se introdujera aún más en la habitación.
—No. Creo que deberíamos esperar aquí —dijo Josh con firmeza. Observó a Palamedes y después al Alquimista—. Si tenéis algo que decir, deberíais hacerlo delante de nosotros. Después de todo, esto es por nosotros, ¿verdad? —preguntó echando un vistazo a su hermana—. Nosotros somos… ¿cuál es la palabra?
—El catalizador —facilitó Sophie.
Josh asintió con la cabeza.
—El catalizador —repitió, aunque ésa no era la palabra exacta que estaba buscando. Miró a su alrededor, fijándose sobre todo en el ordenador, y después se giró hacia su hermana—. Odio cuando los adultos te ordenan que salgas de una habitación cuando están hablando sobre ti. ¿No te ocurre lo mismo?
Sophie asintió.
—Lo odio.
—No estábamos hablando de vosotros —inquirió rápidamente Flamel—. De hecho, esto no tiene nada que ver con vosotros. Está relacionado con un asunto pendiente entre el señor Shakespeare y yo.
—En este momento —dijo Josh adentrándose todavía más en la sala y concentrándose para mantener su tono de voz firme—, todo lo que ocurra nos incumbe.
Josh Newman clavó la mirada en el Alquimista y prosiguió:
—Casi nos matas. Has cambiado nuestras vidas ir… irrev… irrvo…
—Irrevocablemente —corrigió Sophie.
—Irrevocablemente —repitió Josh—. Y si vosotros dos tenéis un problema, entonces se convierte en nuestro problema y debemos saber de qué se trató.
Sophie colocó la mano sobre el hombro de Josh y lo apretó, dándole ánimos. Palamedes sonrió y su blanca sonrisa pareció resplandecer durante un instante.
—El chico tiene carácter. Me gusta.
El rostro de Nicolas era una máscara impasible, pero sus ojos pálidos parecían estar nublados. Una vena, que se hinchó repentinamente en su frente, parecía incluso latir. Se cruzó de brazos y asintió a Palamedes.
—Entonces debes saber que no tengo ningún tipo de problema con el Caballero Sarraceno —anunció mientras giraba lentamente la cabeza, señalando así al hombrecillo con delantal mugriento que permanecía delante de la nevera abierta y sacaba bolsas llenas de fruta—. Tengo un problema con este hombre. Un serio problema.
Shakespeare lo ignoró.
—¿Qué queréis comer? —preguntó a los mellizos—. Sé que no queréis carne, pero tenemos cantidad de fruta fresca recolectada esta misma mañana. Y Palamedes ha comprado pescado en el mercado de Billingsgate.
Colocó varias bolsas repletas de fruta en el fregadero y después abrió el grifo. Un chorro de agua llenó el fregadero metálico.
—Sólo fruta —respondió Sophie.
Palamedes echó un rápido vistazo a los mellizos.
—Esta disputa no tiene nada que ver con vosotros —anunció—. Se remonta a siglos atrás. Pero sí, estoy de acuerdo con que os afecta. De hecho, nos afecta a todos —aclaró mientras desviaba la mirada hacia el Alquimista—. Si queremos sobrevivir debemos, todos nosotros, dejar de lado viejas disputas, viejas costumbres. Sin embargo, permitidme que sugiera que discutamos esto después de comer.
—Queremos tener respuestas ahora —dijo Josh—. listamos hartos de que nos tratéis como a niños.
El caballero inclinó la cabeza y miró al Alquimista.
—Tienen derecho a ciertas respuestas.
Nicolas Flamel se frotó el rostro con las manos. Tenía unas ojeras amoratadas bajo los ojos y las líneas de expresión de la frente eran claramente más profundas. Sophie se dio cuenta que la piel de las manos del Alquimista empezaba a mostrar unas diminutas manchas. El mismo les había dicho que envejecería a un ritmo de al menos un año por cada día que pasara. Sin embargo, en su opinión, el Alquimista aparentaba, al menos, diez años más que hacía una semana.
—Antes de seguir con esto —interrumpió Nicolas con un acento francés ahora más evidente por el cansancio—, debo admitir que me incomoda discutir este tipo de cosas delante de… —levantó la mano y miró a Shakespeare—, de ese hombre.
—Pero ¿por qué? —preguntó Sophie con frustración. Cogió una de las sillas de madera y se desplomó sobre ella. Josh tomó otra silla para sentarse al lado de su hermana. El caballero permaneció en pie unos momentos y seguidamente también se sentó. Sólo el Alquimista y el Bardo se quedaron de pie.
—Nos traicionó a mí y a Perenelle —empezó bruscamente Flamel—. Nos vendió a Dee.
Los mellizos se giraron para observar al Bardo, que en ese instante estaba colocando uvas, manzanas, peras y cerezas en un par de platos.
—Eso, en parte, es verdad —admitió.
—Por su culpa, Perenelle fue herida y estuvo a punto de morir —prosiguió Flamel.
Los mellizos volvieron a desviar la mirada hacia el Bardo. Éste asintió con la cabeza.
—Eso ocurrió en 1576 —informó Shakespeare en voz baja mientras apartaba la mirada de la mesa. Todos pudieron advertir que su mirada azul pálido se magnificaba tras los cristales y que de sus ojos salían dos gigantescas lágrimas.
Josh se apoyó en el respaldo, completamente perplejo.
—¿Estáis discutiendo sobre algo que ocurrió hace más de cuatrocientos años? —preguntó con voz incrédula el joven Newman.
Shakespeare se giró para dirigirse directamente a Sophie y Josh.
—Sólo tenía doce años. Yo era más joven que vosotros —les contó mientras esbozaba una tierna sonrisa, desvelando una dentadura amarillenta—. Cometí un error, un terrible error. Y he pasado siglos pagando por ello. —Se giró hacia Flamel—. Fui aprendiz del Alquimista. Él tenía una pequeña librería en Stratford, el lugar donde yo me crié. —Josh contempló a Nicolas—. No me trató bien.
Flamel alzó rápidamente la cabeza y abrió la boca para responder, pero Shakespeare siguió su discurso, impidiéndole así que le interrumpiera.
—Yo no era un analfabeto; había asistido a la Nueva Escuela del Rey y era capaz de leer y escribir inglés, latín y griego. Ya en aquel entonces, cuando tan sólo era un crío, sabía que quería ser escritor, así que convencí a mi padre para que me encontrara un puesto de trabajo en la librería del señor Fleming —continuó Shakespeare. El Bardo ahora tenía la mirada clavada en el Alquimista y su discurso cada vez resultaba más formal, casi arcaico—. Ansiaba leer y aprender y escribir; el señor Fleming se dedicó a ordenarme que fregara los suelos, que le hiciera los recados y que llevara paquetes con libros por toda la ciudad.
El Alquimista abrió otra vez la boca, pero enseguida la cerró, sin musitar palabra. Shakespeare prosiguió:
—Y entonces el señor Dee apareció en Stratford. Deberíais saber que ya en aquella época era un personaje famoso. Había prestado sus servicios a dos reinas, María e Isabel, y había logrado mantener la cabeza sobre los hombros, lo cual no era habitual en aquel entonces. Era una persona muy cercana a la reina Isabel; de hecho, se decía que él había escogido la fecha para su coronación. Su reputación decía que poseía la mayor biblioteca de toda Inglaterra, así que me pareció completamente normal que entrara en la librería de los Fleming. Sorprendentemente, el matrimonio Fleming, que casi nunca salía de su establecimiento y jamás se aventuraba más allá de la ciudad, no estaba en casa ese día. La tienda estaba a cargo de uno de sus ayudantes, un hombre con cara de caballo cuyo nombre no he sido capaz de recordar.
—Sebastian —informó Flamel en voz baja.
Shakespeare fijó su mirada húmeda en el Alquimista y afirmó con la cabeza.
—Ah, sí, Sebastian. Pero Dee no tenía interés alguno en él. Habló directamente conmigo; primero en inglés, después en latín y por último en griego. Me pidió que le recomendara un libro, así que le sugerí Medea, de Ovidio, lo compró y luego me preguntó si estaba contento en ese lugar de trabajo. —La mirada pálida de Shakespeare no se apartó de Flamel—. Le dije que no. Así que me ofreció un aprendizaje; me dio la oportunidad de escoger entre un puesto de asistente de librero y un aprendizaje junto con uno de los hombres más poderosos de Inglaterra. ¿Cómo podía rechazar tal oportunidad? —Josh hizo un gesto con la cabeza, dando a entender que comprendía su elección. Él hubiera hecho exactamente lo mismo—. Así que me convertí en el aprendiz de Dee. Quizás incluso más que eso: llegué a creer que él me consideraba como un hijo propio. Pero lo que es innegable es que él fue quien me creó.
Sophie se inclinó hacia delante, acercándose a la mesa y mostrándose algo confusa.
—¿A qué te refieres cuando dices que él te creó?
La tristeza nubló la mirada de Shakespeare.
—Dee vio algo en mí, un ansia por vivir sensaciones, un anhelo por experimentar aventuras, y me ofreció formarme y educarme de una forma que el matrimonio Fleming, Flamel, jamás haría o podría hacer. Él me mostró mundos más allá del entendimiento, alimentó mi imaginación y me permitió el acceso a su increíble biblioteca, lo cual me otorgó el lenguaje suficiente para dar forma y describir los mundos que había descubierto. Gracias al doctor John Dee me convertí en William Shakespeare, el escritor.
—Te has dejado la parte en que te pidió que te adentraras en nuestra casa a altas horas de la noche y robaras el Códex —añadió Flamel con frialdad—. Y como fracasaste en tu misión, él nos acusó de ser espías españoles. Cincuenta hombres de la Reina rodearon la librería y nos atacaron sin previo aviso. Malhirieron a Sebastian y Perenelle recibió una bala de mosquete en el hombro, lo cual casi acaba con su vida.
Shakespeare escuchaba las palabras y asentía con la cabeza, indicando así que contaba la verdad.
—Dee y yo no estábamos en Stratford cuando aquello sucedió y sólo lo supe más tarde, mucho más tarde —añadió con un susurro—. Y para entonces ya era demasiado larde, por supuesto. Estaba bajo un hechizo de Dee: me había convencido de que podía llegar a ser el escritor que quería. Aunque entonces parecía imposible, yo le creí. Mi padre fabricaba guantes y comerciaba con lanas; en mi familia no había escritores, ni poetas, ni dramaturgos, ni siquiera actores. —Sacudió ligeramente la cabeza y añadió—: Quizá debería haber seguido los pasos de mi padre e introducirme en el negocio familiar.
—El mundo habría sido un lugar mucho más pobre —consoló Palamedes.
El Caballero Sarraceno observaba de cerca tanto a Shakespeare como al Alquimista.
—Me casé, tuve hijos —continuó el Bardo. Ahora articulaba las palabras con más lentitud y centraba toda su atención en Flamel—. Primero una hija, mi preciosa Susanna, y después, dos años más tarde, los gemelos, Hamnet y Judith.
Sophie y Josh se pusieron derechos enseguida y se entrecruzaron rápidamente las miradas. Era la primera vez que oían que Shakespeare había tenido mellizos.
Se produjo un largo silencio hasta que, finalmente, el Bardo inmortal lo rompió con un profundo suspiro. Extendió los dedos de las manos sobre la mesa de madera y les miró fijamente.
—Fue entonces cuando descubrí el verdadero interés que Dee tenía en mí. De alguna forma él sabía que yo tendría mellizos. Creía que serían los mellizos legendarios de la profecía del Códex. En 1596 ya me había mudado a Londres y no vivía en Stratford. Dee hizo una visita a mi esposa y le ofreció educar a los mellizos. Ella estuvo conforme con la oferta, aunque; ya en aquel entonces corrían malos rumores sobre el doctor. Unos días más tarde, intentó Despertar a Hamnet. El acontecimiento acabó con su vida —finalizó—. Mi hijo sólo tenía once años.
Nadie habló durante el largo silencio que se produjo a continuación. Sólo se percibía la lluvia cayendo sobre el techo metálico.
Finalmente, Shakespeare alzó la mirada y observó a Flamel. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Rodeó la mesa y se colocó directamente enfrente del Alquimista.
—Un niño insensato te traicionó por su ignorancia y estupidez. En última instancia, pagué por aquello con la vida de mi hijo. Nicolas, no soy tu enemigo; odio a Dee de una forma que no puedes ni siquiera imaginar —Shakespeare agarró a Flamel por el brazo y añadió—: He esperado mucho tiempo para volver a verte. Entre tú y yo sabemos más sobre el Mago que cualquier otra persona de este planeta. Estoy harto de huir y esconderme; ha llegado el momento de poner en común nuestro conocimiento, de trabajar codo con codo, ría llegado el momento de luchar contra Dee y sus Oscuros Inmemoriales. ¿Qué me dices? —preguntó.
—Es una buena estrategia —irrumpió Josh antes de que Flamel pudiera responder. El joven sabía, incluso mientras pronunciaba las palabras, que no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo. Era Marte quien hablaba por él—. Te has pasado toda una vida huyendo; Dee no esperará que cambies tu táctica.
Palamedes apoyó los antebrazos sobre la mesa.
—El chico tiene razón —dijo—. Efectivamente, el Mago te ha atrapado aquí, en Londres. Si huyes, te capturará.
—Y si nos quedamos aquí nos capturará a todos —añadió rápidamente Josh.
Nicolas Flamel miró a su alrededor. Evidentemente, estaba algo abrumado por lo que acababa de escuchar.
—No estoy seguro… —dijo finalmente—. Si pudiera hablar con Perenelle… ella sabría qué hacer.
Shakespeare sonrió por primera vez desde que habían llegado, mostrando así su satisfacción.
—Creo que podemos solucionar eso.