En lo más profundo de las catacumbas de la ciudad de París, el doctor John Dee se sacudía un tanto fastidiado el polvo de las mangas de su traje. Se arregló los puños de la chaqueta y se estiró la corbata. El Mago chasqueó los dedos y una bola de color amarillo apareció frente a él, flotando a la altura de su cabeza. Desprendía un olor a huevos podridos, pero el olor le resultaba tan familiar a Dee que ya ni siquiera le parecía nauseabundo. Una luz amarillenta iluminó las dos columnas arqueadas de huesos pulidos que habían sido talladas para imitar el marco de una puerta. Más allá de aquella abertura sólo había oscuridad. Dee se adentró en una cámara subterránea para enfrentarse a un dios congelado.
A lo largo de su vida, el Mago había contemplado maravillas. Había llegado a aceptar lo extraordinario como algo normal y corriente, y lo extraño y maravilloso como algo común. Dee había sido testigo de cómo fábulas de Las mil y una noches cobraban vida; había luchado con monstruos sacados de mitos griegos y babilonios; había viajado por reinos que se creían producto de la imaginación, mentiras contadas por Marco Polo e Ibn Battuta. Sabía que las leyendas de los celtas y los romanos, los galos y los mongoles, los rusos y los vikingos, incluso las historias los mayas estaban basadas en hechos reales. Los dioses de Grecia y Egipto, los espíritus de las llanuras norteamericanas, los tótems de las junglas y los Myoo (Reyes de la Sabiduría) japoneses habían habitado esta tierra. Ahora sólo eran recordados como fragmentos de mitos o partes de una leyenda, pero John Dee sabía que, en tiempos remotos, habían caminado por este planeta. Formaban parte de una raza Inmemorial que había gobernado el mundo durante milenios.
Uno de los Inmemoriales más extraordinarios era Marte, y hacía menos de veinticuatro horas Dee lo había sepultado en una tumba de hueso sólido.
El Mago entró en una cámara circular gigantesca pero de techo bajo cuyas paredes eran del mismo color que la mantequilla, amarillo apagado. Miró alrededor de la cámara. Aunque había conocido su ubicación durante décadas, jamás había tenido una razón de peso para aventurarse hasta allí abajo para enfrentarse al Dios durmiente. Y el día anterior, todo había ocurrido tan rápido que no había tenido la oportunidad de examinar el sepulcro. Con la mano, recorrió una parte de la suave pared que había junto a la puerta. Sus conocimientos científicos le ayudaron a reconocer los materiales: fibra de colágeno y fosfato de calcio. Las paredes no eran de piedra, sino de hueso. Dee vislumbró dos hendiduras en la pared. Entre ellas distinguió dos depresiones, como si fueran dos hoyuelos, y de repente el Mago supo qué estaba viendo y dónde estaba. Estaba mirando dos ojos y una nariz. Aquella sala no había sido tallada a partir de una única pieza de hueso, tal y como él creía, sino que estaba en el interior de una gigantesca calavera. Y lo más aterrador de todo es que parecía ser una calavera humana. Dee sintió un escalofrío que le recorrió la espalda; jamás los había visto con sus propios ojos, pero había escuchado historias de Mundos de Sombras donde habitaban gigantes caníbales. El día anterior, la superficie de los muros era suave y estaba pulida; hoy, en cambio, parecía tener el aspecto de una vela cuando se acerca demasiado al fuego. Unas estalactitas alargadas y congeladas parecían gotear un caramelo pegajoso desde el techo; unas gigantescas burbujas habían quedado inmortalizadas en el mismo instante en que se disponían a explotar; unos hilos de líquido espeso se enroscaban creando formas decorativas.
En el centro de la cámara se hallaba un pedestal de piedra rectangular salpicado de lo que, a primera vista, parecía cera amarilla. La pesada losa estaba partida en dos. Y, sobre el suelo, justo delante del pedestal, se distinguía una estatua grisácea cuya mitad estaba sepultada en algo de color amarillo. Representaba a un corpulento hombre que se apoyaba en el suelo sobre sus rodillas y sus manos. Había quedado petrificado en el mismo momento que intentaba ponerse en pie. La figura iba vestida con los atuendos típicos de un guerrero: lucía una armadura de metal y de cuero de tiempos remotos. Tenía el brazo izquierdo estirado, con los dedos completamente separados; en cambio, la mano derecha estaba enterrada en el suelo hasta la altura de la muñeca. Su cuerpo, desde la cintura hasta los pies, también se mezclaba con el propio suelo. Sobre la espalda de la escultura, dos espantosas criaturas de pequeño tamaño también estaban petrificadas. Su postura indicaba que querían saltar hacia delante para atacar con sus pezuñas de cabra. Se podía detallar cada hueso de las criaturas, pues su piel debía de ser extreMadamente fina, y tenían las bocas abiertas de par en par, lo cual dejó al descubierto unas mandíbulas repletas de dientes puntiagudos. Las zarpas delanteras, completamente extendidas, tenían unas garras afiladas como dagas.
Dobló el abrigo para que éste no rozara el suelo y se subió ligeramente el bajo de los pantalones. Después, Dee se agachó para echar un vistazo a las estatuas. La pieza parecía haber salido de un museo, como si se tratara de una escultura clásica de Miguel Ángel o de Bernini, quizá. Pero eran Fobos y Deimos sobre la espalda de Marte Ultor. Dee hizo un movimiento con la mano y la bola de luz fluyó por encima de las cabezas de los sátiros. Los detalles eran verdaderamente increíbles; cada cabello se había preservado, y las babas que emergían de sus bocas, e incluso uno de ellos, Fobos, creyó Dee, tenía una uña rota. Pero no eran estatuas; el día anterior habían sido criaturas salvajes y Marte las había librado para que le atacaran. Hubiera sido una muerte terrible. Los sátiros se alimentan del pánico y del miedo… y a lo largo de los siglos el doctor John Dee había aprendido que había muchas cosas a las que temer. El hecho de saber qué podrían hacer los Inmemoriales con él siempre le había causado un pinchazo en el estómago. Fobos y Deimos se hubieran dado un festín durante varios meses.
El Mago se inclinó hacia delante para observar el casco que cubría completamente la cabeza de Marte. Bajo la capa amarillenta de hueso, la piedra gris aún era visible. Centelleaba como el granito, pero no era una piedra natural. Durante un instante, Dee sintió algo parecido a lástima por el Oscuro Inmemorial. La Bruja de Endor había provocado que su aura se hiciera visible y, por lo tanto, se endureciera a su alrededor hasta tener la misma consistencia que la piedra. De esta forma, lo atrapó en una corteza imposible. Si el Vengador intentaba arrancarse esa capa de piedra, su aura burbujearía como lava y se endurecería de inmediato. Marte, que antaño había vagado por el mundo y había sido venerado como un dios por docenas de civilizaciones que le denominaban de forma diferente, había permanecido prácticamente inmóvil durante milenios. Dee se preguntaba qué crimen había cometido el Dios de la Guerra para ofender de tal forma a la Bruja, para que ésta le condenara a este calvario. Sin duda alguna, debía de tratarse de un crimen terrible. Entonces los labios del Mago se retorcieron formando una sonrisa. Se le había ocurrido algo. Se acercó a la silueta y dio unos golpecitos sobre el casco con los nudillos. En aquella sala cubierta de hueso, el sonido se amortiguó.
—Sé que puedes escucharme —dijo Dee en tono conversador—. Estaba pensando que éste parece ser tu destino. Primero la Bruja te atrapa en tu propia aura y, después, yo te atrapo en hueso sólido.
Unos zarcillos de humo negro emergieron repentinamente del casco del Oscuro Inmemorial.
—Ah, perfecto —murmuró Dee—. Por un momento pensé que te había perdido.
Unos ojos color carmesí resplandecieron en lo más profundo del casco.
—No soy tan fácil de matar —dijo Marte con una voz cortante y grave cuyo acento era indefinible.
Dee se enderezó y se sacudió el polvo de las rodillas.
—¿Sabes una cosa? Cada Inmemorial que he matado ha dicho eso. Pero hay sangre en tus venas, y todo ser vivo puede morir —amenazó con una diminuta sonrisa—. Sin embargo, debo admitir que eres difícil, de hecho extreMadamente difícil, de matar, pero no es imposible. Sé hacerlo. Ya lo hice. Hace menos de una semana asesiné a Hécate.
El interior del casco se iluminó con un resplandor del mismo color que la sangre durante un instante; después se desvaneció. Encerrado entre granito y hueso, Marte no se podía mover. No obstante, Dee sentía claramente la mirada del Inmemorial clavada en él. Unos hilos de humo negro volvieron a brotar del casco de Marte y, en lugar de ojos, el Mago pudo distinguir dos bolas rojas con diminutas motas azules.
—¿Has venido a regodearte, Mago?
—No es ésa mi intención —contestó Dee. El Mago caminó hasta colocarse tras el trío de estatuas, desde donde podía examinar cada ángulo—. Pero ya que estoy aquí, también puedo regodearme de todas formas.
Recorrió el hombro del Inmemorial con las manos y Dee sintió cómo su propia aura parpadeaba cuando un casi imperceptible zumbido de energía crujió de la estatua. Incluso enterrada bajo un caparazón de piedra y hueso, el aura del Inmemorial tenía poder.
—Cuando escape de aquí —retumbó la voz de Marte—, y ten por seguro que lo haré, tú serás mi prioridad. Incluso antes de descubrir el paradero de la Bruja de Endor, daré contigo y, créeme, mi venganza será terrible.
—Qué miedo —dijo Dee con tono sarcástico—. La Bruja te ha mantenido aquí encerrado durante milenios. Aún no has logrado despojarte de esa maldición, y tú sabes perfectamente que si le ocurre algo a la Bruja el hechizo morirá con ella, dejándote a ti atrapado para siempre —recordó el Mago mientras se colocaba frente al Inmemorial otra vez—. Quizá debería haber matado a la Bruja. De ese modo, tú jamás podrías escapar.
Se produjo un sonido muy peculiar en el interior del casco. El Mago tardó varios segundos en percatarse de que el Inmemorial estaba carcajeándose.
—¡Tú! ¿Matar a la Bruja? Me llamaban el Dios de la Guerra; mis poderes eran terribles. Y aun así no fui capaz de matarla. Si te enfrentas a ella, Mago, te hará algo horrible y se asegurará de que tu agonía perdure a lo largo de los milenios. Una vez, hace mucho tiempo, redujo a toda una legión romana a figuras del tamaño de una uña y las ensartó en un alambre plateado para poderlas llevar como si fuera un collar. Ha mantenido con vida a esa legión durante siglos —explicó el Inmemorial entre risas—. Coleccionaba pisapapeles de ámbar en cuyo interior había una persona que la había ofendido. Así que, ¡corre y ataca a la Bruja! Estoy seguro de que será particularmente creativa con tu castigo.
Dee se agachó para ponerse a la misma altura del Inmemorial y mirarle a la cara. Entrelazó los dedos de las manos y miró fijamente al interior humeante y oscuro del casco de piedra. Dos puntos carmesí le observaban. El Mago hizo unos movimientos con los dedos y la bola de luz descendió hasta quedarse flotando tras su cabeza. Esperaba que la potente luz cegara a Marte, pero aquellas dos órbitas ni siquiera pestañearon. Con un giro de muñeca, Dee alejó la luz enviándola hacia el techo, donde se suavizó hasta apagarse. En ese instante la cámara se tiñó de color sepia.
—He venido aquí a hacerte una oferta —dijo Dee después de un largo momento de silencio.
—No hay nada que puedas ofrecerme.
—Hay una cosa —dijo Dee con tono confiado.
—¿Has venido por decisión propia o te han enviado tus maestros? —preguntó Marte.
—Nadie sabe que estoy aquí.
—¿Ni siquiera el italiano?
Dee se encogió de hombros.
—Sospecha algo, pero no puede hacer nada.
Entonces Dee se quedó completamente callado y esperó. Dee era partidario del silencio. Según su experiencia, muchas personas suelen hablar sólo para llenar el silencio.
—¿Qué quieres? —preguntó finalmente Marte.
El Mago agachó ligeramente la cabeza para esconder una sonrisa. Con esa sencilla pregunta, Dee supo que el Inmemorial le otorgaría exactamente lo que había venido a buscar. El doctor John Dee siempre se había enorgullecido de su imaginación, ya que, gracias a ella, se había convertido en uno de los magos y nigromantes más poderosos del mundo. Sin embargo, no lograba hacerse una idea de cómo se sentiría si estuviera atrapado durante siglos en un caparazón de piedra. Había percibido la desesperación en la voz del Dios de la Guerra justamente el día anterior, cuando había suplicado a Sophie que invirtiera la maldición, lo cual le había dado una idea.
—Sabes que soy un hombre de palabra —empezó Dee. Marte no musitó nada—. De acuerdo, he mentido, engañado, robado y asesinado; pero todo ello con una única intención: hacer posible el regreso de los Inmemoriales a este mundo.
—El fin justifica los medios —gruñó Marte.
—Exactamente. Y sabes que si te doy mi palabra, mi juramento, cumpliré mi promesa. Ayer dijiste que podías leer mis intenciones claramente.
—Sé que, a pesar de tus defectos, o posiblemente gracias a ellos, eres un hombre honorable, aunque es una definición de honor un tanto peculiar —añadió Marte—. Pero sí, si me das tu palabra, te creeré.
Dee se levantó y empezó a caminar alrededor de la estatua hasta colocarse tras ella, de forma que Marte no pudiera observar el gesto triunfante que tenía en el rostro.
—La Bruja de Endor jamás invertirá tu maldición, ¿verdad?
Marte Ultor permaneció en silencio durante un buen rato, pero Dee no hizo ningún movimiento para romper el silencio. Quería darle tiempo al Inmemorial para que reflexionara sobre lo que acababa de decir; necesitaba que el Vengador reconociera que estaba condenado a llevar esa cascara de piel durante toda una eternidad.
—No —admitió el dios con un espantoso susurro—. No lo hará.
—Quizás algún día conozca exactamente lo que hiciste para ganarte tal castigo.
—Quizá. Pero no por mí.
—Así que estás atrapado… o puede que no.
—Explícate, Mago.
Dee empezó a caminar siguiendo el sentido de las agujas del reloj alrededor del petrificado Inmemorial. No quiso alzar la voz ni mostrar ningún tipo de emoción mientras describía su plan.
—Ayer tú despertaste a Josh, el mellizo de aura dorada. Tú le tocaste; estás conectado con él.
—Sí, existe una conexión —acordó Marte.
—La Bruja tocó a la melliza de aura plateada y la formó en la Magia del Aire. Además, también le transmitió todo su compendio de sabiduría —continuó Dee—. Ayer tú dijiste que la chica tiene que saber el hechizo que pueda librarte de esta pesadilla.
—Y ella dijo que lo sabía —murmuró Marte.
Dee le dio una palmadita en la espalda a la estatua antes de sentarse frente a ella. Una energía eléctrica iluminó La sala.
—¡Y ella se negó! Pero ¿se negaría a hacerlo si la vida de su hermano, o mejor aún, la vida de sus padres, estuviera en peligro? ¿Se negaría? ¿Podría negarse?
El humo que brotaba desde el visor del casco del Inmemorial se tornó blanco y después grisáceo.
—Incluso conociéndome, sabiendo lo que soy, lo que hice y de lo que soy capaz, la joven se atrevió a enfrentarse a mí con tal de salvar a su hermano —dijo Marte en voz baja—. Estoy seguro de que haría cualquier cosa para salvar a su hermano y a su familia.
—He aquí mi juramento, mi promesa —continuó Dee—: Encuentra al chico y te juro que traeré a la chica, a su hermano y a sus padres aquí, ante ti. Cuando vea que están al borde de la muerte, te garantizo que ella te librará de esta terrible maldición.