Sin pensárselo dos veces, Josh sacó el tubo de cartón del hombro y extrajo rápidamente la espada. Se asentó fácilmente en su mano y con los dedos envolvió la empuñadura de cuero teñido. Dio un paso hacia delante, colocándose así entre Shakespeare y su hermana.
El inmortal ni siquiera les miró. Giró la llameante sartén y sacudió el contenido. Lo que parecía media docena de salchichas quemadas se desplomó sobre el suelo fangoso. Produjeron un sonido chirriante y sibilante mientras seguían cociéndose y echando chispas al aire. Uno de los perros de ojos rojos se abrió paso entre las sombras de la casucha y una lengua serpentina salió disparada como una flecha de su boca para agarrar un pedazo de carne, aún ardiente, que un instante más tarde engulló. Las llamas hacían que su mirada fuera aún más intensa y, cuando se relamió el hocico, unos zarcillos de humo grisáceo se le escabulleron por la comisura de los labios.
Shakespeare se inclinó y acarició suavemente la cabeza del animal. La luz del atardecer se reflejaba en los gruesos cristales de sus gafas y los convertía en espejos plateados.
—Ha habido un pequeño contratiempo con nuestra cena —anunció con una sonrisa que dejó al descubierto su dentadura mugrienta.
—No pasa nada. No teníamos tanta hambre —repuso Sophie rápidamente—. Además, estoy intentando dejar de comer carne.
—¿Vegetarianos? —preguntó Shakespeare.
—Algo así —respondió Sophie al mismo tiempo que su hermano afirmaba con la cabeza.
—Quizás haya algo de ensalada dentro —comentó el inmortal de forma distraída—. Ni Palamedes ni yo somos vegetarianos. Aunque hay fruta —añadió—, un montón de fruta.
Josh asintió.
—Un poco de fruta nos iría bien —comentó Josh. La idea de comer carne le revolvía el estómago.
Aparentemente, Shakespeare no se había percatado de la presencia de la espada en la mano de Josh.
—Mantén siempre tus espadas brillantes —murmuró.
Entonces dio un paso hacia delante y sacó un trapo de cocina sorprendentemente limpio. Se quitó las gafas y empezó a limpiar los cristales con el trapo. Sin aquellas gafas tan gruesas, Sophie pudo darse cuenta de que, en realidad, se parecía mucho a la imagen del famoso dramaturgo que había observado en sus libros de texto. Se volvió a colocar las gafas y miró a Josh.
—¿Es Clarent?
Josh dijo que sí con un gesto de cabeza. Podía notar cómo la espada temblaba ligeramente entre sus manos y cómo cierta calidez se apoderaba de su cuerpo. El inmortal se inclinó ligeramente. Tan sólo unos pocos centímetros separaban su estrecha y alargada nariz de la punta de la espada. Pero no hizo el ademán de tocarla.
—He visto a su gemela muchas veces —dijo como si estuviera hablando solo—. Las hojas son idénticas, pero las empuñaduras son ligeramente diferentes.
—¿Viste a Excalibur cuando estabas con Dee? —preguntó Sophie sagazmente.
Shakespeare asintió.
—Cuando estaba con el doctor —explicó. Alargó el brazo y, con cierta indecisión, rozó la punta de la hoja de la espada con su dedo índice. La espada de piedra centelleó, se produjo un murmullo y una estela de color amarillo pálido descendió desde el arma, como si alguien hubiera vertido líquido sobre la espada. Entonces, el aire se cubrió de la fragancia del limón. Seguidamente, Shakespeare continuó—: Dee heredó Excalibur de su predecesor, Roger Bacon, pero ésta era la espada que realmente quería encontrar. Las espadas gemelas son más antiguas que los mismos Inmemoriales y fueron creadas antes de que Danu Talis emergiera de los mares. De forma individual, cada una de las espadas es poderosa, pero la leyenda relata que juntas amasan el poder suficiente para destruir la propia tierra.
—Me sorprende que Dee no la encontrara —interrumpió Josh un tanto desconcertado. Podía sentir cómo la espada vibraba entre sus manos y unas extrañas imágenes empezaron a fluir por su consciencia. De algún modo u otro, Josh sabía que se trataba de los recuerdos de Shakespeare.
Un edificio circular en llamas…
Una diminuta y lamentable tumba, una joven que estaba frente a ella, lanzando un puñado de tierra…
Y Dee. Un tanto más joven de lo que Josh recordaba; tenía el rostro sin arrugas y el cabello oscuro y poblado. Sólo la barba contenía algún que otro cabello blanco.
—El Mago siempre creyó que la espada se había perdido en las profundidades de un lago de las montañas galesas —continuó Shakespeare—. Se pasó décadas intentando dar con ella.
—Flamel la encontró en Andorra —dijo Sophie—. Confiaba en que Carlomagno la hubiera depositado ahí en el siglo XIX.
Shakespeare sonrió.
—Así que el Mago estaba equivocado. Resulta gratificante saber que el doctor no siempre está en lo cierto.
Sophie, que hasta ahora permanecía detrás de su hermano, se colocó junto a él y le bajó el brazo. Cuando la brisa rozaba la espada parecía que ésta gimiera.
—¿Eres realmente… realmente William Shakespeare? ¿El Bardo? —preguntó. Después de todo lo que había visto y vivido durante los últimos días, la idea de que ese hombre pudiera ser el verdadero dramaturgo le resultaba sobrecogedora.
El hombrecillo dio un paso hacia atrás y ejecutó una reverencia sorprendentemente elegante, con las piernas estiradas y la cabeza inclinada casi a la altura de la cintura.
—A su servicio, milady.
El efecto se vio un tanto arruinado por el hedor que desprendía el dramaturgo.
—Por favor, llamadme Will.
Sophie no sabía cómo debía reaccionar.
—Jamás había conocido a alguien famoso… —empezó. Pero se detuvo al percatarse de lo que estaba diciendo.
Shakespeare se irguió. Josh tosió y se alejó un poco mientras se secaba las lágrimas de los ojos.
—Has conocido a Nicolas y Perenelle Flamel —dijo Shakespeare con su inglés preciso—; también al doctor John Dee, al conde de Saint-Germain y, por supuesto, a Nicolás Maquiavelo —continuó—. Y corrígeme si me equivoco pero también has conocido a la encantadora Juana de Arco.
—Así es —respondió Sophie con una tímida sonrisa—. Les hemos conocido a todos. Pero ninguno era tan lamoso como tú.
William Shakespeare se tomó unos instantes para considerar el comentario y después asintió con la cabeza.
—Estoy seguro de que Maquiavelo y, desde luego, Dee, discreparían. Pero sí, tienes razón, por supuesto. Ninguno de ellos tiene mi —hizo una pausa—, mi perfil. Mi obra ha prosperado y sobrevivido, pero la suya no es tan popular.
—¿Realmente estuviste al servicio de Dee? —preguntó repentinamente Josh. Se había dado cuenta de que era la oportunidad perfecta para conseguir algunas respuestas.
La sonrisa de Shakespeare se desvaneció.
—Pasé veinte años al servicio de Dee.
—¿Por qué? —inquirió Josh.
—¿Le has conocido alguna vez? —replicó Shakespeare. Josh respondió afirmando con la cabeza—. Entonces sabrás que Dee es uno de los enemigos más peligrosos: está convencido de que lo que está haciendo es lo correcto.
—Es lo mismo que dijo Palamedes —murmuró Josh.
—Y es la verdad. Dee es un mentiroso, pero al final comprendí que realmente se cree sus propias mentiras. Porque quiere creerlas, necesita creerlas.
De forma inesperada empezó a caer una llovizna sobre el desguace de coches y cada una de las gotas chocaba contra las planchas abolladas.
—Pero ¿tiene razón? —preguntó rápidamente Josh mientras corría a refugiarse de la lluvia bajo uno de los costados de la casa metálica. Alargó el brazo y agarró a Shakespeare. En ese mismo instante su aura resplandeció, emitiendo una luz brillante y naranja, al mismo tiempo que un aura de color amarillo pálido se formaba alrededor de la silueta del dramaturgo. El aroma a limón y a naranja se entremezcló y, aunque ambos olores hubieran resultado agradables, el hedor corporal de Shakespeare teñía cualquier buen aroma.
Dee, mucho más joven, sin arrugas en el rostro y con el cabello y la barba oscuros. Estaba mirando fijamente un enorme cristal. A su lado, un joven William Shakespeare con los ojos abiertos de par en par.
Imágenes en el cristal…
Campos exuberantes y verdes…
Huertos repletos de frutas…
Mares llenos de peces…
—Espera. ¿Crees que Dee debería hacer que los Inmemoriales regresaran a este mundo?
Shakespeare empezó a subir las escaleras.
—Sí —respondió sin tan siquiera girarse—. Mis propias investigaciones me conducen a creer que, probablemente, ésa sea la decisión correcta.
—¿Por qué? —rogaron los mellizos al unísono.
El Bardo les rodeó.
—La mayoría de Inmemoriales han abandonado este mundo. Los seres de la Última Generación juguetean con los humanos y utilizan la tierra como patio de recreo y campo de batalla. Pero los más peligrosos son los humanos. Estamos destruyendo este mundo. Considero que el regreso de los Oscuros Inmemoriales podría salvar la tierra de nuestra propia destrucción.
Perplejos, los mellizos se miraron el uno al otro. Ahora estaban completamente confundidos. Josh fue quien habló primero.
—Pero Nicolas dijo que los Oscuros Inmemoriales quieren a los humanos para alimentarse.
—Algunos sí. Pero no todos los Inmemoriales comen Carne; algunos se alimentan de recuerdos y emociones. Al parecer, es un pequeño precio que hay que pagar para conseguir un paraíso sin hambruna, sin enfermedades.
—¿Por qué necesitamos a los Oscuros Inmemoriales? —preguntó Sophie—. Entre el Alquimista y Dee, junto con otros como ellos, amasan el poder y la sabiduría suficientes para salvar el mundo.
—Yo no lo creo.
—Pero Dee es muy poderoso… —empezó Josh.
—No puedes preguntarme nada sobre Dee; no tengo respuestas.
—Pasaste veinte años a su lado; debes de conocerlo mejor que cualquier otra persona de este mundo —protestó Sophie.
—Nadie conoce verdaderamente al Mago. Le quise como a un padre, como a un hermano mayor. Él era a quien admiraba, a quien quería parecerme.
Una única lágrima apareció bajo los gruesos cristales del inmortal y le recorrió la mejilla.
—Y entonces me traicionó y asesinó a mi hijo.