Bajo el marco de la puerta principal de su impresionante mansión, Nicolás Maquiavelo observó cómo el doctor John Dee se introducía en su lustrosa limusina negra. El conductor, elegantemente vestido, cerró la puerta y, con un gesto de cabeza, se despidió de Maquiavelo. Acto seguido, se acomodó en el asiento del conductor. Cuando el automóvil desapareció tras una curva, tal y como se había imaginado el italiano, Dee ni se giró ni se despidió con un movimiento de mano. La mirada grisácea de Maquiavelo siguió el rastro del coche hasta que éste se sumergió en el tráfico nocturno. Un momento después de que la limusina saliera de la Place du Canadá, un Renault anónimo siguió su paso. Tres coches les distanciaban. Maquiavelo sabía que el Renault seguiría la limusina de Dee durante tres manzanas y, después, un segundo y un tercer coche lo sustituirían. Las videocámaras que se apilaban sobre el tablero de mandos le mostrarían imágenes en vivo y en directo en el ordenador de Maquiavelo. Mientras estuviera en París, el italiano controlaría todos y cada uno de sus movimientos. Su instinto, perfeccionado a lo largo de siglos de supervivencia, le advertían de que Dee tramaba algo. El Mago inglés se había mostrado demasiado predispuesto a partir y había rechazado el ofrecimiento de Maquiavelo a pasar la noche en su casa. Se había justificado diciendo que tenía que llegar a Inglaterra lo antes posible para reanudar la búsqueda de Flamel.
Le costó cierto esfuerzo cerrar la gigantesca puerta de entrada, con cristales a prueba de bala incrustados, y fue en ese momento, con ese pequeño detalle, cuando se dio cuenta de cuánto echaba de menos a Dagon.
Dagon había permanecido a su lado durante casi cuatrocientos años, desde el mismo momento en que lo encontró, herido y al borde de la muerte, en Grotta Azzurra, en la isla de Capri. Había cuidado de Dagon hasta que él hubo recuperado la salud. A cambio, la criatura se convirtió en su sirviente y secretario, su guardaespaldas y, a la larga, en su amigo. Habían viajado por todo el mundo e incluso se habían aventurado juntos en algunos Mundos de Sombras. Dagon le había mostrado maravillas y él, a cambio, había introducido a la criatura en el mundo del arte y la música. Pese a su aspecto bruto, Dagon poseía una voz extraordinariamente bella y pura. Fue a finales de la primera mitad del siglo XX, un día en que Maquiavelo escuchó las evocadoras notas de cantos de ballena, cuando reconoció los sonidos que aquella criatura era capaz de crear.
Durante casi cinco siglos, Maquiavelo no permitió a nadie que se acercara a él. Cuando tenía treinta y pocos años, contrajo matrimonio con Marietta Corsini, en 1502 y, a lo largo de los siguientes veinticinco años tuvieron seis hijos. Pero cuando se hizo inmortal, se vio en la obligación de «morir» para ocultar el secreto de su eterna juventud. El Oscuro Inmemorial que le había entregado el don de la inmortalidad no le confesó, en aquel momento, que aquella artimaña sería necesaria un día u otro. Abandonar a Marietta y a los críos fue uno de los tragos más duros por los que había pasado. Sin embargo, estuvo pendiente de ellos durante el resto de sus vidas. Vio cómo en vejecían, enfermaban y perecían: ése era el lado oscuro del don de la inmortalidad. Cuando Marietta falleció, asistió a su funeral disfrazado y después, en mitad de la noche, se dirigió a su tumba para mostrar sus últimos respetos. Allí juró que siempre veneraría los votos matrimoniales y que jamás, bajo ningún concepto, volvería a casarse. Y esa promesa la había cumplido.
Maquiavelo cruzó a zancadas un pasillo de madera posó la mano sobre un busto de bronce, ubicado encima de una diminuta mesa circular, que representaba la cabeza de Cesare Borgia.
—Dell’arte della guerra —dijo en voz alta. Su voz re sonó en el desierto pasillo. Se produjo un chasquido y una parte de la pared se deslizó, descubriendo así la oficina privada de Maquiavelo. Cuando entró en el despacho, la puerta se cerró con un silbido y las bombillas de luz indirecta se encendieron. Había tenido una sala como ésta, privada y secreta, en cada una de las casas que había habitado. Era su territorio. Durante su vida conjunta, Marietta jamás había tenido acceso a sus aposentos privados en ninguna de sus casas y, a lo largo de los siglos, ni siquiera Dagon había conocido una sola oficina secreta. En épocas pasadas, para acceder a la sala había tenido que construir pasadizos secretos y protegerla con trampas afiladas; más tarde, las había custodiado con miles de cerraduras que sólo podían abrir un conjunto de llaves hechas a mano. Ahora, en el siglo XXI, mantenía a salvo su despacho con un revestimiento a prueba de bombas y una tecnología de reconocimiento de mano y voz.
La sala era un cubo perfectamente insonorizado. No tenía ventanas y dos de las paredes estaban recubiertas de libros que había coleccionado con el paso de los siglos. Las cubiertas de piel se acumulaban junto a manuscritos polvorientos y ligeramente amarillos, todos ellos colocados cuidadosamente en estanterías. Pergaminos enrollados y atados con un lazo se escondían junto a revistas actuales de colores vivos. De algún modo u otro, todos los libros estaban relacionados con los Oscuros Inmemoriales. Con un gesto distraído, alcanzó una placa de origen acadio de más de cuatro mil años de antigüedad y la colocó sobre una impresión que había descargado de una página sobre mitología. Si bien Nicolas Flamel estaba obsesionado con evitar que los Oscuros Inmemoriales regresaran a este mundo y Dee pretendía devolvérselo a sus maestros, Maquiavelo sentía un gran interés en descubrir la verdad que se escondía tras los enigmáticos gobernadores de tiempos ancestrales. Una de las lecciones que había aprendido en la corte de los Medici fue que el poder procedía del conocimiento, así que estaba decidido a descubrir los secretos de los Inmemoriales.
La pared situada enfrente de la puerta estaba completamente cubierta de una colección de pantallas de ordenador. Maquiavelo pulsó un botón y cada una de ellas se encendió mostrando imágenes diferentes. Se distinguían diversas ubicaciones parisinas además de instantáneas de, al menos, una docena de capitales mundiales. En cuatro pantallas aparecían las últimas noticias, tanto a nivel nacional como internacional. Una pantalla, más grande que el resto, mostraba una imagen grisácea y granulosa. El italiano se acomodó en una silla de cuero de respaldo alto y miró atentamente la pantalla, intentando así darle sentido a lo que estaba viendo.
Era una cinta que grababa en directo el coche que perseguía a Dee.
Maquiavelo ignoró la limusina negra que aparecía en el centro de la imagen y fijó su atención en las calles. ¿Dónde iba el Mago?
El doctor John Dee le había dicho que se dirigía hacia el aeropuerto, donde le esperaba su jet privado que, en esos momentos, estaban cargando de combustible. Se disponía a volar hasta Inglaterra para reanudar la búsqueda y captura del Alquimista. Maquiavelo no pudo evitar dibujar una sonrisa. Evidentemente, Dee no se estaba dirigiendo al aeropuerto; se dirigía al centro de la ciudad. El sexto sentido del italiano no le había fallado: el Mago tramaba algo.
Sin apartar la mirada de la pantalla, Maquiavelo abrió la tapa de su ordenador portátil, lo encendió y recorrió su dedo índice por el lector digital integrado. El aparato completó la secuencia de arranque. Si hubiera utilizado cualquier otro dedo para iniciar el sistema, un virus destructivo hubiera borrado toda la información que contenía el disco duro.
Rápidamente, echó un rápido vistazo a una serie de correos electrónicos encriptados que sus espías y agentes con base en Londres le habían enviado. Desdibujó otra sonrisa irónica; no eran buenas noticias. A pesar de todo lo que había hecho Dee, Flamel y los mellizos habían desaparecido y el trío de Genii Cucullati que el Mago había enviado tras ellos había sido descubierto en un callejón cercano a la estación ferroviaria. Todos se hallaban en un estado de coma profundo y, según las sospechas del italiano, no despertarían hasta dentro de 366 días. Al parecer, el doctor inglés había subestimado al Alquimista una vez más.
Maquiavelo se apoyó cómodamente en la silla y entrelazó los dedos de las manos, casi adoptando una postura de oración. Presionó las yemas de ambos dedos índice contra sus labios. Siempre había sabido que la imagen de Nicolas Flamel, la de un viejo loco y torpe, de aspecto distraído y vagamente excéntrico, era como una cortina de humo. Nicolas y Perenelle siempre habían sobrevivido a todo aquello que los Oscuros Inmemoriales y Dee les habían lanzado a lo largo de los siglos. Lo habían logrado gracias a una destreza astuta, una sabiduría arcana y una buena dosis de suerte. Maquiavelo consideraba a Flamel como alguien inteligente, peligroso y absolutamente despiadado.
No obstante, si bien Nicolas era astuto, tenía que admitir que Perenelle era mucho más lista que su marido. La sonrisa del italiano se desvaneció: ésa era la mujer que tenía que matar, la mujer que su propio maestro Inmemorial había descrito como un ser infinitamente más peligroso que el Alquimista. Maquiavelo suspiró. Asesinar a alguien tan poderoso como la Hechicera no iba a ser tarea fácil. Pero no le cabía la menor duda de que podía hacerlo. Había fracasado una vez, hacía mucho tiempo. Había cometido el mismo error que Dee acababa de cometer: había subestimado a su enemigo.
Pero esta vez Maquiavelo estaría preparado para enfrentarse a la Hechicera. Esta vez acabaría con ella.
Primero tenía que llegar a Norteamérica. Maquiavelo recorrió los dedos sobre el teclado de su ordenador y escribió la dirección de una página de viajes. A diferencia de Dee, que prefería utilizar su jet privado, Maquiavelo había decidido viajar en un vuelo comercial a Norteamérica. Hubiera podido utilizar uno de los jets del gobierno francés, pero eso llamaría la atención y, desde siempre, el italiano prefería trabajar entre bastidores.
Necesitaba conseguir un vuelo directo a San Francisco. Sus opciones eran limitadas, pero había un vuelo directo desde París a las 10.15 de la mañana del día siguiente. El vuelo duraba alrededor de once horas, pero las nueve horas de diferencia horaria significaba que llegaría a la costa oeste sobre las 12.30 del mediodía, hora local.
El vuelo de Air France no ofrecía asientos en primera clase, así que reservó un asiento en la clase definida como espace affaires, clase de negocios. Era más que apropiado; este viaje, después de todo, era de negocios. Maquiavelo siguió las instrucciones de la página web para obtener el billete y, finalmente, escogió el asiento 4A. Estaba situado en la parte trasera de la cabina de la clase de negocios, pero cuando el avión aterrizara y las compuertas se abrieran, él sería el primero en bajar. Cuando el correo electrónico de confirmación se asomó por la bandeja de entrada, reenvió una copia de los detalles de su vuelo al agente principal de los Oscuros Inmemoriales en la costa oeste de Norteamérica: el humano inmortal Henry McCarty.
El italiano inmortal había investigado sobre aquel hombre. Durante su corta vida, McCarty había sido conocido como William H. Bonney o Billy el Niño. Nació en 1859 y murió, según los libros de historia, a los veintidós años, edad en que consiguió su inmortalidad. Era muy poco habitual que un humano se convirtiera en inmortal a una edad tan temprana; la mayoría de inmortales que había conocido a lo largo de los siglos eran mayores. Después de décadas de investigación, Maquiavelo aún no tenía la menor idea de por qué los Inmemoriales escogían a ciertas personas para entregarles el don de la inmortalidad. Tenía que haber un patrón o una razón, pero había conocido a reyes, príncipes, vagabundos y ladrones que nada tenían en común excepto que habían recibido la juventud eterna y, por lo tanto, estaban al servicio de los Inmemoriales. Podía contar con los dedos de una mano los inmortales que aparentaban menos de cuarenta años. Así pues, para haberle sido otorgada la inmortalidad a los veintidós años, Billy el Niño debía de ser muy especial.
Una estela de movimiento captó la atención de Maquiavelo y éste alzó la cabeza para observar la pantalla que seguía a Dee.
Los coches se habían detenido y, mientras Maquiavelo contemplaba atentamente, Dee se apeó de la limusina tan rápidamente que ni siquiera dio tiempo al conductor a que abriera la puerta en su lugar. El Mago emprendió su camino y se alejó del vehículo. De forma inesperada, se detuvo, se giró y clavó la mirada en el coche que había aparcado tras él. Justo en el instante en que Dee miró fijamente a la cámara, Maquiavelo se dio cuenta de que el Mago era consciente de que le habían seguido. El inglés sonrió y después desapareció del escenario. El italiano pulsó un botón de marcación rápida que le comunicaba directamente con el conductor del segundo coche.
—¿Estado? —preguntó sin miramientos. No era necesario que se identificara.
—Estamos parados, señor. El sujeto acaba de salir de su vehículo.
—¿Dónde?
—Estamos sobre el Pont au Double. El sujeto se dirige hacia Notre Dame.
—¡Notre Dame! —exclamó Maquiavelo.
Tan sólo ayer, él mismo había estado en lo más alto de la majestuosa catedral con Dee y, mano a mano, habían dado vida a las gárgolas y grutescos. Había sido testigo de cómo las esculturas trepaban por las paredes para alcanzar la plaza donde Nicolas Flamel, los mellizos, Saint-Germain y una misteriosa mujer les estaban esperando. Las criaturas de piedra tendrían que haber aplastado a los humanos, pero el ataque no siguió el plan que habían acordado.
Flamel y sus compañeros habían decidido combatir las esculturas. De forma distraída, el italiano se rozó la pierna justo en el punto donde una flecha plateada de energía áurica pura se le había clavado el día anterior. Un moratón en forma de estrella le cubría el muslo, desde la rodilla hasta la cadera. Sabía que no podría caminar con normalidad durante semanas. Los mellizos se habían salvado del ataque, ya que destruyeron las gárgolas y grutescos de Notre Dame.
Maquiavelo permaneció en absoluto silencio, viendo con sus propios ojos las pruebas que demostraban que Sophie y Josh eran, sin la menor duda, los mellizos de la leyenda. Había sido una magnífica demostración de poder. Aunque la chica sólo había aprendido la base de dos de las magias elementales, Viento y Fuego, era más que evidente que su talento natural era extraordinario. Y cuando los mellizos combinaron sus auras para ensalzar e intensificar los poderes de la chica, Maquiavelo se dio cuenta de que Sophie y Josh eran verdaderamente seres excepcionales.
El departamento de relaciones públicas de Maquiavelo había publicado un artículo sobre la destrucción de la mampostería de la catedral afirmando que la causa se debía a una lluvia acida y al calentamiento global. Equipos de investigación arqueológica y estudiantes de universidades parisinas estaban trabajando para limpiar el pavimento. La plaza estaba acordonada con cintas y vallas metálicas.
El italiano fijó su mirada en la pantalla, pero ésta no reflejaba nada. ¿Por qué Dee había regresado a ese lugar?
—¿Le seguimos? —se escuchó al otro lado del interfono.
—Sí —respondió Maquiavelo de inmediato—. Seguidle, pero no os aproximéis demasiado ni le detengáis. No corte esta comunicación.
—Sí, señor.
Maquiavelo se mantuvo a la espera impaciente, con la mirada fija en la imagen estática del coche sobre la pantalla. El conductor se dirigió a los hombres que ocupaban otros dos vehículos y les ordenó que tomaran posiciones en cada una de las entradas de la monumental catedral. Las puertas principales, que daban a la plaza, estaban cerradas. El inmortal observaba detenidamente mientras el conductor pasaba delante de la cámara colocada en el salpicadero y desaparecía por la izquierda sin apartar el teléfono del oído.
—Se dirige a la catedral —informó el conductor mostrando su sorpresa—. Está dentro. No hay salida —añadió enseguida.
El sonido ambiente cambió cuando el tipo entró en la catedral. Se escuchó el eco que producían las pisadas y el chasquido de una puerta al cerrarse; entonces, Maquiavelo percibió un murmullo de voces. Escuchó cómo el conductor alzaba la voz. Había adoptado un tono más exigente, más insistente, pero el italiano no podía descifrar las palabras. Unos segundos más tarde, el conductor volvió a hablar por el aparato telefónico.
—Señor: varios arquitectos y urbanistas se han desplazado hasta este lugar para examinar los daños. El sujeto ha tenido que pasar por aquí, pero afirman que nadie ha entrado en la catedral en la última hora —comunicó el conductor con un tono que mostraba temor; la reputación de Maquiavelo le tildaba de despiadado y nadie quería informar de un fracaso—. Sé que es imposible, pero creo… creo que le hemos perdido —añadió bajando el tono de voz—. No sé cómo… pero al parecer… él no está en la catedral. Acordonaremos toda la zona y llamaremos a más hombres para buscar…
—Negativo. Dejadle marchar. Volved a la base —ordenó Maquiavelo. Después, colgó el teléfono. Sabía dónde estaba Dee. El Mago no estaba en la catedral: estaba debajo de ella. Había regresado a las catacumbas construidas bajo la ciudad. Pero lo único que podía despertar cierto interés en la ancestral Ciudad de los Muertos era el Inmemorial Marte Ultor.
Y justo ayer Dee había sepultado al Inmemorial entre huesos.