Antes de que Sophie o Josh pudieran reaccionar, Palamedes se dio media vuelta y agarró con fuerza los hombros del Alquimista. Las auras de los dos inmortales resplandecieron y crepitaron; el verde esmeralda que emergía de Flamel se mezcló con el verde oliva del caballero. El interior del coche, que hasta ahora desprendía un vago olor a metal y a goma, se cubrió del claro aroma a menta y a clavo, una especia muy picante. Flamel intentaba girar a Clarent, pero el caballero le apretó fuertemente la empuñadura y le empujó, obligándole así a apoyarse sobre sus rodillas mientras hundía los dedos en el barro. Finalmente, la espada se desprendió de la mano de Nicolas.
Sophie extendió los dedos de su mano derecha y se preparó para evocar el elemento del fuego, pero Josh la cogió del brazo y la detuvo.
—No —dijo con cierta urgencia. En ese mismo instante, la jauría de perros emergió de las sombras de la cabaña y empezó a pulular a su alrededor. Los animales se movían en completo silencio. Al mostrar los dientes, los perros dejaban al descubierto una dentadura amarillenta y una lengua inerte hendida, como si fuera la de una serpiente.
—No te muevas —susurró mientras apretaba la mano de su melliza.
Los perros se habían aproximado tanto que Josh pudo comprobar que sus ojos eran completamente rojos, sin rastro de una pupila. Oyó el chasquido de dentaduras y notó cómo unos labios babosos le humedecían los dedos. Los animales desprendían un olor húmedo y rancio, parecido a hojas podridas. Aunque los perros no eran enormes, tenían músculos desarrollados y trabajados. Uno de los canes chocó contra las piernas de Josh y éste se desplomó sobre su hermana. Las auras de los mellizos centellearon y el perro que se había topado con las piernas de Josh se cayó de bruces al mismo tiempo que se le erizaba el pelaje.
—¡Basta! —exclamó Palamedes. Su voz tronó y resonó en el interior del coche—. Esto no es ninguna trampa.
El caballero se inclinó ligeramente hacia Nicolas sin apartar sus enormes manos de cada hombro y empujándolo hacia el suelo.
—Puede que no sea tu aliado, Alquimista —retumbó la voz de Palamedes—, pero no soy tu enemigo. Todo lo que me queda ahora es mi honor y prometí a mi querido amigo Saint-Germain que cuidaría de vosotros. Jamás traicionaré esa confianza.
Flamel se sacudió en un intento de librarse de Palamedes, pero fue completamente inútil. El aura del Alquimista crepitó y brilló. Inesperadamente, se consumió produciendo un sonido chisporroteante y Nicolas se cayó del agotamiento.
—¿Me crees? —preguntó Palamedes.
Nicolas asintió con la cabeza.
—Te creo. Pero ¿por qué está él aquí? Con una mirada de absoluto desprecio, el Alquimista alzó la cabeza para contemplar al hombre que se había relujado en el interior de la cabaña y que estiraba el cuello desde el borde de la puerta principal.
—Él vive aquí —respondió el caballero.
—¡Aquí! Pero es…
—Mi amigo —interrumpió Palamedes—. Han cambiado muchas cosas.
Palamedes dejó de ejercer tanta fuerza sobre el Alquimista y le ayudó a ponerse en pie. Girándole bruscamente, Palamedes le arregló la chaqueta de cuero a Nicolas, que estaba llena de polvo y arrugada. Pronunció una palabra en un idioma incomprensible y los animales que merodeaban junto a los mellizos se dirigieron, otra vez, a las sombras de la cabaña.
Josh bajó la vista y vislumbró la espada, que yacía sobre el suelo. Se preguntó si sería lo suficientemente veloz para alcanzarla y alzó la mirada para descubrir que los ojos marrones de Palamedes le estaban vigilando. El caballero sonrió, mostrando su nívea dentadura, y se agachó para recoger a Clarent de entre el lodo.
—Hacía mucho tiempo que no la veía —confesó el caballero en voz baja. Su acento, mucho más marcado ahora, mostró sus orígenes: Oriente Medio.
En el momento en que rozó el arma, su aura cobró vida a su alrededor y, durante un instante, su cuerpo se cubrió con una cota de malla metálica y negra; una armadura bien estrecha le envolvía los brazos hasta la punta de los dedos y le tapaba hasta los muslos. Cada eslabón de la malla metálica centelleaba con cada reflejo. Cuando su aura se desvaneció, el filo de piedra de Clarent resplandeció de color rojo y negro, como si se tratara de aceite sobre agua, y emitió un sonido que recordaba al viento soplando sobre la hierba.
—¡No!
La espada de piedra oscura volvió a teñirse del mismo color de la sangre y Palamedes, cogiendo aire profundamente, la lanzó repentinamente al suelo. Su piel oscura había cobrado un ligero lustre por el sudor.
La espada se quedó clavada en el suelo pantanoso mientras se balanceaba de un lado a otro. De forma casi inmediata, el fango se endureció formando un círculo alrededor de la punta de la espada. Después se secó, se rasgó y se agrietó. Palamedes se frotó las manos vigorosamente después las restregó contra sus pantalones.
—Pensé que era Excal… —dijo rodeando a Flamel—. ¿Qué haces tú con ésta… cosa? Tienes que saber qué es.
El Alquimista asintió con la cabeza.
—La he mantenido a salvo durante siglos.
—¡Tú la has mantenido!
El Caballero Sarraceno apretó las manos formando gigantescos puños. De pronto, los antebrazos de Palamedes habían cobrado cierto relieve por las venas, que también se le hincharon en el cuello.
—Si sabías qué era, ¿por qué no la destruiste?
—Es más antigua que la propia humanidad —respondió Flamel en tono calmado—, incluso más antigua que los Inmemoriales o Danu Talis. ¿Cómo podía destruirla?
—Es repugnante —replicó Palamedes—. ¿Sabes todo lo que ha hecho a lo largo de los años?
—Es una herramienta; nada más. Gente malvada la utilizó.
El caballero empezó a sacudir la cabeza en forma de negativa.
—La hemos necesitado para escapar —explicó el Alquimista—. Y recuerda, sin ella, Nidhogg aún seguiría vivo y arrasando las calles parisinas.
Josh dio un paso hacia delante, recogió la espada del suelo y limpió la punta, manchada de barro, con la punta del zapato. Se percibió un vago aroma a naranjas en el ambiente, pero el olor era más amargo y ligeramente ácido. En el mismo instante en que el joven rozó la empuñadura, una oleada de emociones e imágenes se le agolparon en la mente.
Palamedes, el Caballero Sarraceno, a la cabeza de una docena de caballeros con armadura y cota de malla. Parecían maltratados; las armaduras estaban rasgadas y rotas, las armas desconchadas y los escudos abollados. Intentaban abrirse paso entre un ejército de hombres salvajes y primitivos para poder llegar a un pequeño montículo donde un único guerrero de armadura dorada luchaba desesperadamente contra criaturas que eran una mezcla de hombre y animal.
Palamedes gritaba a pleno pulmón para avisar al guerrero de la colina que una gigantesca criatura le iba a atacar por detrás; se trataba de una bestia cuya silueta era la de un ser humano pero lucía unas astas rizadas, como las de un ciervo, sobre la cabeza. El hombre enastado alzó una diminuta espada de piedra y el guerrero dorado se desplomó.
Palamedes estaba junto al guerrero abatido. Le arrebató amablemente la espada Excalibur de la mano.
Palamedes corría a través de una marisma pantanosa, siguiendo los pasos de la criatura enastada. Un grupo de bestias se le echó encima. Hombres-jabalí, hombres-oso, hombres-lobo y hombres-cabra. Pero el Caballero Sarraceno las partía en dos con Excalibur, que vibraba en su empuñadura y dejaba tras de sí una estela de luz azul eléctrico.
Palamedes permanecía en pie bajo un acantilado escarpado, observando cómo el hombre enastado trepaba, sin realizar esfuerzo alguno, hacia lo más alto.
Y, en lo más alto, la criatura se giró y alzó en el aire la espada que había utilizado para matar al rey. De ella vertía un humo negro y rojo. Parecía una copia exacta de la espada que empuñaba el Caballero Sarraceno.
Cuando las imágenes se esfumaron, Josh respiró hondo y sintió un escalofrío. El hombre enastado sujetaba a Clarent, la hermana gemela de Excalibur. Abrió los ojos y contempló la espada. En ese momento, Josh supo por qué Palamedes la había arrojado al suelo. Las dos espadas eran casi idénticas; la única diferencia, apenas perceptible, se hallaba en las empuñaduras. El Caballero Sarraceno había asumido instintivamente que la espada de piedra era Excalibur. Concentrando toda su atención en la espada gris, Josh intentó entender lo que acababa de ver: el guerrero de armadura dorada. ¿Se trataba de…?
Un hedor rancio a suciedad asaltó a Josh. Rápidamente, el joven se dio media vuelta y descubrió al hombrecillo calvo que momentos antes se había asomado por la puerta entornando los ojos tras una gafas de pasta negra. Tenía una mirada pálida y ligeramente azulada. Y apestaba. Josh se aclaró la garganta y dio un paso atrás con los ojos llorosos a causa del hedor.
—Tío, ¡podrías ducharte!
—¡Josh! —exclamó Sophie sorprendida.
—No tengo fe en las duchas —dijo el hombrecillo con su acento inglés perfecto. Parecía increíble que esa voz saliera del cuerpo de aquel hombre—. Dañan los aceites naturales del cuerpo. La suciedad es saludable.
El hombre se acercó a Sophie y la miró de arriba abajo Enseguida, Josh notó que su hermana pestañeaba frunciendo el ceño y se rascaba la nariz. En cuestión de segundos, se tapó la boca y retrocedió varios pasos.
—¿Ves a lo que me refiero? —dijo Josh—. Necesita darse una ducha.
Limpió la mugre que se había acumulado en la espada y se aproximó a su hermana. Aquel hombre parecía inofensivo, pero sabía perfectamente que había algo de él que enojaba —¿o asustaba?— al Alquimista.
—Sí —respondió Sophie. Intentaba no respirar por la nariz. El hedor que desprendía aquel hombre era indescriptible: una mezcla de olor corporal nauseabundo, prendas de ropa sin lavar y cabello fétido.
—Supongo, y creo que no me equivoco, que sois los mellizos —comentó el hombre mirando a Sophie y a Josh. Acto seguido, asintió con la cabeza, afirmando su suposición—. Mellizos.
Alargó la mano, dejando al descubierto unos dedos llenos de mugre, e intentó tocar el cabello de Sophie. Sin embargo, la joven le apartó de un manotazo. El aura de la joven centelleó y la peste que rodeaba al hombrecillo se intensificó.
—¡No me toques!
Flamel se colocó entre el hombre ataviado con cota de malla y los mellizos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —interrogó—. Creí que estabas muerto.
El desconocido sonrió, revelando una dentadura mal conservada y sucia.
—Estoy tan muerto como tú, Alquimista. Aunque soy más famoso que tú.
—Vosotros dos ya os conocíais, claro —intuyó Josh.
—Conozco a éste… —vaciló Nicolas arrugando el rostro—, a este personaje desde que era un niño. De hecho, una vez tuve grandes esperanzas en él.
—¿Alguien podría explicarnos quién es? —pidió Josh mirando al Alquimista y a Palamedes, esperando una respuesta.
—Era mi aprendiz, hasta que me traicionó vilmente —explicó Flamel con brusquedad, casi escupiendo las últimas palabras—. Se convirtió en la mano derecha de John Dee.
De inmediato, los mellizos se alejaron del hombrecillo y Josh apretó con más fuerza la empuñadura de la espada.
El hombre calvo ladeó la cabeza. La expresión de su rostro se tornó perdida e increíblemente triste.
—Eso fue hace mucho tiempo, Alquimista. No me he aliado con el Mago desde hace siglos.
Flamel dio un paso adelante.
—¿Y qué te hizo cambiar de opinión? ¿No te pagaba suficiente para traicionar a tu esposa, a tu familia, a tus amigos?
El dolor se apoderó de la pálida mirada de aquel desconocido.
—He cometido errores, Alquimista, eso es cierto. Y he pasado vidas enteras intentando compensarlos. La gente cambia… Bueno, la mayoría de gente —especificó—. Excepto tú. Tú siempre has estado tan seguro de ti mismo y de tu función en este mundo. El gran Nicolas Flamel jamás está equivocado… o si lo está, jamás lo admitirá —añadió en voz baja.
El Alquimista se acercó hacia los mellizos con un caminar balanceante y les miró fijamente.
—Éste —dijo al mismo tiempo que señalaba con la mano al hombre con peto metálico— es el antiguo aprendiz de Dee, el humano inmortal William Shakespeare.