El desguace de coches era un laberinto. Alrededor de los callejones se alzaban muros de metal oxidado y apenas había espacio suficiente para que el vehículo pudiera pasar, pues todos los caminos parecían demasiado estrechos. Una barrera sólida de neumáticos, formada por cientos de ellos, se alineaba precariamente en cada esquina. Había una pared compuesta enteramente de puertas de coches, otra de capós y otra de maleteros. Unos gigantescos bloques de motores goteaban grasa y gasolina. Estaban apilados formando una torre junto a un banco de tubos de escape que se habían desplomado sobre el suelo, creando así lo que parecía una escultura abstracta.
Palamedes condujo el taxi londinense hacia una especie de madriguera montañosa de coches estropeados. Sophie estaba completamente despierta. Se enderezó en su asiento y miró, con los ojos de par en par, a través de la ventanilla. En cierto modo, el aparcamiento era tan extraordinario como el Mundo de Sombras de Hécate. Aunque parecía caótico, supo, de forma instintiva, que probablemente seguía un patrón. Algo revoloteó a su derecha y rápidamente se giró, vislumbrando un movimiento en la oscuridad. Justo cuando volvía a darse la vuelta distinguió una sombra que se movía y desaparecía. Les estaban siguiendo, pero, pese a sus agudizados sentidos, no lograba ver a las criaturas. Sin embargo, tenía el presentimiento de que se deslizaban de forma vertical, como si fueran seres humanos.
—¿Es un Mundo de Sombras? —se preguntó en voz alta.
A su lado, Flamel se desveló.
—No hay ningún Mundo de Sombras en el centro de Londres —murmuró—. Los Mundos de Sombras sólo existen en los linderos de las ciudades.
Sophie asintió. Ya lo sabía, por supuesto.
Palamedes giró el coche hacia la izquierda, adentrándose en un callejón aún más estrecho. Las paredes metálicas estaban tan cerca que casi rasgan las puertas del coche.
—Ya no estamos en el centro de la ciudad, Alquimista —anunció Palamedes con su tono grave—. Estamos en uno de los suburbios con peor reputación de Londres. Y estás equivocado; conozco a dos Inmemoriales que han construido pequeños Mundos de Sombras en el mismo corazón de la ciudad de Londres y existen entradas al menos a otros tres, hasta donde yo sé; entre ellos el más conocido está en la piscina que hay detrás de Traitor’s Gate.
Josh estiró el cuello para observar los muros de metal.
—Es como un…
Y se detuvo. Algo en su consciencia, en lo más profundo de su mente, le hizo percatarse de lo que estaba contemplando.
—Es como un castillo —susurró—. Un castillo hecho de metal oxidado y coches abollados.
La carcajada de Palamedes se asemejó a un ladrido, lo cual dejó perplejos a los dos mellizos.
—Ah, estoy impresionado. Pocas personas lograrían reconocerlo. Esta distribución está basada en un diseño realizado por el gran Sébastien Le Prestre de Vauban.
—Parece el nombre de un vino —cuchicheó Josh, aún maravillado por lo que acababa de descubrir.
—Le conocí —comentó Flamel de forma distraída—, era un famoso ingeniero militar de origen francés —informó mientras se retorcía en el asiento para mirar por la ventanilla trasera—. A mi parecer, sólo son coches destrozados —se dijo a sí mismo.
Sophie observó curiosamente a su hermano. ¿Cómo había sabido que ese laberinto era, en realidad, un castillo? Pero entonces, contemplando los muros de coches, se percató de que podía dibujar la forma de un castillo, con sus almenas y torres y los espacios estrechos donde los defensores pudieran disparar a cualquier atacante. Una sombra se movió tras uno de los espacios y se esfumó.
—A lo largo de los años hemos apilado los coches para crear los muros de un castillo —continuó Palamedes—. Los arquitectos medievales eran expertos en defensa y De Vauban poseía todos los conocimientos de cada época para crear la defensa más fuerte del mundo. Decidimos escoger lo mejor de cada estilo: hay partes de castillo normando, patios exteriores y uno interior, una torre de vigilancia, varias torres más y varias torres del homenaje. La única entrada se halla en este estrechísimo callejón y está diseñada para defender la fortaleza fácilmente —indicó mientras señalaba con la mano las columnas de coches abollados—. Detrás y dentro de las paredes, incluso entre ellas, hay todo tipo de trampas.
El vehículo vibró al pasar sobre una superficie metálica. Los mellizos enseguida bajaron las ventanillas para asomar la cabeza y descubrir que estaban cruzando lo que parecía un puente fabricado únicamente a partir de tubos de escape que estaba suspendido sobre un líquido oscuro y burbujeante.
—El foso —musitó Josh.
—Nuestra visión moderna de un foso —confirmó el caballero Sarraceno—. Está lleno de aceite en vez de agua. Es mucho más profundo de lo que aparenta y los bordes están cubiertos de púas. Si algo se cae… bueno, digamos que no logrará salir de ahí. Y por supuesto podemos hacer que arda en llamas en cualquier momento.
—¿Podemos? —preguntó rápidamente Josh mientras miraba a su hermana.
—Podemos —repitió el caballero.
—Entonces, ¿habitan más personas como tú aquí? —preguntó Josh.
—No estoy solo —respondió Palamedes con una sonrisa, mostrando su blanca dentadura que contrastaba con su color de piel.
Palamedes siguió avanzando con el coche; cruzó el río y se adentró en otro serpenteante callejón en cuyo extremo se alzaba un sólido muro metálico de coches aplastados. Una capa de óxido del mismo color que la sangre cubría el muro. Palamedes redujo la velocidad, pero no freno. Pulsó un botón del salpicadero y, de repente, todo el muro empezó a temblar y, sin emitir sonido alguno, se deslizó hacia un lado, dejando así el espacio suficiente para que el coche entrara. Una vez cruzaron el espacio, la puerta metálica volvió a deslizarse a su posición inicial.
Más allá de la entrada se hallaba una zona muy extensa de suelo pantanoso repleto de charcos. En el centro de ese mar de lodo se alzaba una casucha metálica y rectangular construida sobre bloques de hormigón. La cabaña parecía destartalada y mugrienta. Las ventanas estaban cubiertas de malla de neumático y el óxido acumulado sobre las paredes metálicas le otorgaba un aspecto de dejadez. Unos bucles de alambres de púas descendían desde el techo. Dos míseras banderas, una correspondiente al país británico y la otra verde y blanca con un dragón rojo sobrepuesto, ondeaban sobre postes doblados. Ambas banderas estaban rasgadas y necesitaban urgentemente un lavado.
Sophie se mordió el interior de la mejilla para disimular su expresión.
—Esperaba algo más…
—¿… acogedor? —acabó Josh. Su melliza levantó la mano y éste le chocó la mano.
—Más acogedor —confirmó—. Es deprimente.
Josh avistó un grupo de perros salvajes con cuerpo flaco y patas largas merodeando en las sombras, bajo la casucha. Eran del mismo color y raza que el gigantesco perro de pelaje pardo que habían visto con anterioridad. Sin embargo, éstos eran más pequeños y el pelaje era más pálido y parecía enmarañado. Se produjo una chispa de luz bermeja y Josh entornó los ojos para ver con más claridad: ¿los perros tenían los ojos rojos?
Nicolas se irguió. Bostezó y se desperezó mientras observaba a su alrededor.
—¿A qué viene tanta seguridad, Palamedes? ¿A qué tienes miedo? —murmuró.
—No te haces la menor idea —respondió brevemente Palamedes.
—Dímelo —rogó Nicolas mientras se frotaba el rostro y se acomodaba en el asiento, apoyando los codos sobre las rodillas—. Después de todo, ahora estamos en el mismo bando.
—No, no lo estamos —replicó rápidamente Palamedes—. Puede que tengamos los mismos enemigos, pero no estamos en el mismo bando. Nuestros objetivos difieren bastante.
—¿Y en qué difieren? —preguntó Flamel—. Tú también luchas contra los Oscuros Inmemoriales.
—Sólo cuando es estrictamente necesario. Tú combates para evitar que los Oscuros Inmemoriales regresen a este mundo; en cambio, yo y mis hermanos caballeros nos adentramos en los Mundos de Sombras para rescatar a los humanos que han quedado allí atrapados.
Josh recorrió con la mirada a Flamel y a Palamedes. Estaba confundido.
—¿Qué otros hermanos caballeros? —preguntó—. ¿Quiénes?
Flamel respiró profundamente.
—Creo que Palamedes se está refiriendo a los Caballeros Verdes —explicó.
Palamedes confirmó con la cabeza.
—Eso es.
—Escuché rumores… —murmuró el Alquimista.
—Esos rumores son ciertos —interrumpió Palamedes. Condujo el coche hasta la cabaña metálica y apagó el motor.
—No piséis ninguno de los charcos —advirtió mientras abría la puerta—. No queráis saber lo que habita en ellos.
Sophie se apeó primero y entrecerró los ojos tras sus gafas de sol a causa de la cegadora luz de la tarde. Tenía los ojos arenosos y secos y sentía una bola áspera en la garganta; se preguntaba si estaría pillando un resfriado. Aunque había intentado desesperadamente no pensar en Palamedes, algunos recuerdos de la Bruja se habían filtrado. Fue entonces cuando se percató de que no sabía mucho sobre él. Se trataba de un humano inmortal que poseía el don especial de moverse con libertad entre los Mundos de Sombras y, sin embargo, no sufrir ningún cambio. Pocos humanos que se introducían en los mundos artificiales creados por los Inmemoriales lograban regresar. La historia humana, tanto antigua como moderna, estaba repleta de personajes que, sencillamente, habían desaparecido. Los pocos que, de algún modo u otro, habían conseguido regresar —por sí mismos o con ayuda— solían descubrir que habían pasado siglos desde su desaparición, aunque sólo hubieran estado atrapados unas cuantas noches. Muchos de los que regresaban se volvían locos o llegaban a la conclusión de que el Mundo de Sombras era el mundo real y que esta tierra no era más que un sueño. Se pasaban la vida entera intentando regresar a lo que ellos consideraban el mundo real.
—Estás pensando otra vez —avisó Josh mientras la agarraba del codo para distraerla.
Sophie sonrió.
—Siempre estoy pensando.
—Quiero decir que estabas pensando cosas que no deberías. Cosas de la Bruja.
—¿Cómo lo sabes?
Josh adoptó una expresión seria.
—Durante un momento, sólo un instante, tus pupilas se vuelven plateadas. Da miedo.
Sophie se envolvió el cuerpo con los brazos y tembló Miró a su alrededor, hacia los muros de coches que rodeaban aquella casucha llena de óxido.
—Es un tanto desalentador, ¿no crees? Creí que todos estos Inmemoriales e inmortales vivían en palacios.
Josh dio una vuelta entera y, cuando volvió a mirar a su hermana, sonrió abiertamente.
—De hecho, creo que está bastante bien. Es como un castillo de metal, y parece ser increíblemente seguro. No hay manera ni siquiera de acercarse a este lugar sin que los guardias te vean.
—Mientras conducíamos por el laberinto me ha parecido ver algo que se movía —informó Sophie.
Josh afirmó con la cabeza.
—Antes Palamedes me ha contado que las casas que hay construidas en todas las calles que rodean este lugar están vacías. Él es el propietario de todas ellas. Dijo que había algo llamado larvas y lémures en su interior.
—Guardianes.
—He visto un perro enorme… —dijo señalando hacia el grupo de perros que seguían inmóviles junto a la cabaña—. Era como ésos de ahí, pero más grande y más limpio. Parecía que patrullara las calles. Y ya has visto las defensas —añadió con tono excitado—. Hay una única entrada, bien vigilada, que conduce hacia un estrecho pasadizo. Así que, aunque tengas un ejército enorme, sólo dos o tres soldados pueden atacar al mismo tiempo. Además, desde ahí abajo son muy vulnerables gracias a las almenas.
Sophie alargó el brazo y estrechó el de su hermano.
—Josh —dijo con dureza. Su mirada reflejaba preocupación. Era la primera vez que oía hablar así a su hermano—. Para. ¿Cómo puedes saber tanto sobre la defensa de un castillo…?
Su voz fue perdiendo fuerza. De repente, el fantasma de una idea inquietante se le pasó por la cabeza.
—No sé —admitió Josh—. Yo sólo…, es como si… lo supiera. Es como cuando estábamos en París. De algún modo, supe que Dee y Maquiavelo estaban en lo alto de Notre Dame controlando las gárgolas. Y después, hoy, cuando esas tres criaturas se disponían a atacarnos…
—Los Genii Cucullati —murmuró Sophie distraídamente mientras se giraba para ver cómo Nicolas se apeaba del taxi londinense. Observó cómo alargaba el brazo para sacar la mochila de Josh. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los nudillos se le habían hinchado ligeramente. La tía Agnes, que vivía en Pacific Heights, en San Francisco, sufría artritis y también tenía los nudillos hinchados. El Alquimista estaba envejeciendo, y a ritmo rápido.
—Sí, ésos. Sabía que se estaban moviendo siguiendo un patrón de ataque por su lenguaje corporal. Sabía que el del centro embestiría primero y vendría directamente hacia nosotros mientras que los otros dos intentarían flanquearnos. Sabía que, si lograba detenerlo, podría distraer a los otros, lo cual nos daría una oportunidad para escapar. —Josh se detuvo repentinamente al percatarse de lo que estaba diciendo—. ¿Cómo podía saber eso?
—Marte —murmuró Sophie. Entonces asintió con la cabeza y añadió—: Tiene que venir del Dios de la Guerra.
La joven se encogió de hombros. Ella y su hermano estaban cambiando. Entonces negó con la cabeza y replanteó la idea: ya habían cambiado.
—Marte. Yo… yo recuerdo —murmuró Josh—. Cuando estaba Despertándome me dijo algo al final, algo relacionado con otorgarme un don que podría serme útil en los próximos días. Y entonces colocó la mano sobre mi cabeza y sentí un flujo de calor que me recorrió el cuerpo —explicó mientras miraba fijamente a su hermana—. ¿Qué me entregó? No tengo recuerdos extraños, como los que te transmitió la Bruja a ti.
—Creo que deberías estar agradecido por no tener sus recuerdos —comentó rápidamente Sophie—. La Bruja conocía a Marte y le detestaba. Imagino que la mayor parte de sus recuerdos son repugnantes. Josh, creo que te ha traspasado toda su sabiduría militar.
—¿Ha hecho de mí un guerrero?
Aunque la idea resultaba espeluznante, Josh no pudo evitar mostrar una pizca de satisfacción y deleite en su voz.
—Quizás incluso algo mejor que eso —replicó Sophie en voz baja y lejana al mismo tiempo que sus pupilas se lomaban plateadas—, creo que ha hecho de ti todo un estratega.
—¿Y eso es bueno? —preguntó un tanto decepcionado.
Sophie enseguida dijo que sí con la cabeza.
—Los hombres ganan batallas. Los estrategas ganan guerras.
—¿Quién dijo eso? —preguntó Josh, perplejo.
—Marte —contestó Sophie sacudiendo la cabeza para despejar la repentina afluencia de recuerdos—. ¿No te das cuenta? Marte ha sido el mejor estratega; jamás ha perdido una batalla. Es un don fantástico.
—Pero ¿por qué me lo entregó a mí?
Era exactamente lo mismo que se estaba preguntando su hermana.
Pero antes de que pudiera responder, la puerta de la casucha metálica se abrió inesperadamente produciendo un sonido seco y una silueta empezó a bajar las escaleras.
Se trataba de un hombre bajito, delgado, con hombros encorvados y rostro ovalado y largo. El hombre entornó lo ojos, mostrando así su miopía, para ver claramente el taxi. Lucía un bigote ralo y, aunque era calvo en la parte superior de la cabeza, el poco cabello que le crecía tras las orejas le llegaba a la altura de los hombros.
—¿Palamedes? —preguntó con brusquedad e irritado—. ¿Qué significa esto?
El hombre pronunció estas últimas palabras en un inglés seco y preciso, enunciándolas con claridad. Vio a los mellizos y se detuvo de repente. Sacó un par de gafas de montura negra del bolsillo interior de su chaqueta y se las puso.
—¿Quién es toda esta gente?
Y entonces se giró y reconoció a Nicolas Flamel en el mismo instante en que éste lo reconoció a él.
Ambos reaccionaron simultáneamente.
—¡Flamel! —chilló el desconocido. Dio media vuelta y entró como una flecha en la casucha, tropezándose y cayéndose sobre los peldaños metálicos.
Nicolas bramó algo en un francés arcaico, abrió la mochila de Josh y extrajo a Clarent del tubo de cartón diseñado, originalmente, para guardar mapas. Empuñándola con ambas manos, la volteó sobre la cabeza mientras el filo siseaba en el aire.
—¡Corred! —ordenó a los mellizos—. ¡Corred, por vuestras vidas! ¡Es una trampa!