Todos los cabellos que cubrían el gigantesco cuerpo de Aerop-Enap se erizaron y cada pelo se agitó con la brisa marina.
—Madame Perenelle —dijo—, voy a sugerir algo que puede parecerte sorprendente.
Perenelle se giró hacia la Inmemorial. Tras ella, un incalculable número de arañas se dispersaba por el enorme muro de tela de araña que la ancestral criatura había tejido.
—Es difícil sorprenderme.
—¿Confías en mí? —preguntó Areop-Enap.
—Sí —respondió rápidamente Perenelle sin vacilar.
Antaño, la Hechicera había considerado a la Vieja Araña como una enemiga indiscutible, pero ahora sabía dónde estaban sus alianzas, al lado de la raza humana. Y así lo había demostrado al luchar contra Morrigan y sus bandadas de pájaros.
—¿Qué quieres hacer?
—Quédate quieta y no te asustes —avisó Areop-Enap con una sonrisita—, es por tu propio bien.
De repente, una manta de telaraña cubrió a la Hechicera, envolviéndola de los pies a la cabeza. Una oleada de arañas surgió del suelo y trepó por el cuerpo de la mujer, rápidamente enfundándola en seda, tejiendo una capa que se le ajustaba al cuerpo con hilos pegajosos.
—Confía en mí —prometió la araña.
Perenelle permaneció inmóvil, aunque su instinto le empujaba a luchar contra la telaraña, a rasgarla para deshacerse de ella y a permitir que su aura resplandeciera y crepitara para convertir los hilos en meras cenizas. Mantuvo la boca completamente cerrada. Había combatido monstruos y visto criaturas extraídas de los rincones más sombríos de leyendas humanas, pero la idea de que una araña se le introdujera por la boca le resultaba absolutamente repulsiva.
La Vieja Araña giró la cabeza y levantó una de sus patas mientras el vello ondeaba al compás del viento que soplaba.
—Prepárate —advirtió Areop-Enap—. Están a punto de llegar. Mientras la telaraña permanezca intacta, estarás protegida.
Ahora, Perenelle estaba completamente recubierta de telaraña, formando así un capullo grueso de seda blanca. Antes había vestido trajes de seda, pero no era lo mismo. Era como estar atrapada en una manta suave, increíblemente cómoda pero ligeramente estrecha. La capa de telaraña era más fina en las zonas de la boca y los ojos para que pudiera respirar y ver, pese a que era como hacerlo a través de una cortina de gasa. Sintió una sacudida y, sin que se lo esperara, la alzaron en el aire y la colocaron en una esquina. Una onda de arañas negras se arrastró inmediatamente hacia ella para fijar con plena seguridad el capullo a las paredes y a las vigas de metal que apuntalaban la casa. Desde esa posición de ventaja, Perenelle podía observar lo que ocurría a sus pies, donde Areop-Enap estaba agachada. La Hechicera se percató de que la alfombra negra que rodeaba a la Inmemorial era, en realidad, una masa de miles, quizás incluso millones, de arácnidos. El suelo parecía balancearse, mecerse, incluso latir, bajo la Vieja Araña, que se había colocado mirando hacia el norte, hacia la Isla Ángel, que apenas se distinguía en el horizonte por la niebla matutina. Girándose con dificultad, Perenelle hizo un gran esfuerzo para intentar mirar hacia la misma dirección. El cielo estaba cubierto de nubarrones que se agolpaban, sobre todo, sobre la línea del horizonte, densos y de un color azul muy oscuro; en cualquier momento se iluminarían por un rayo. Pero a través de la seda que le cubría el rostro, vio que la nube se retorcía, se enroscaba… y se acercaba a Alcatraz a toda prisa. En menos de doce segundos había cubierto la parte norte de la isla. Y entonces comenzó a llover.
La casa del Guardián, completamente en ruinas, no tenía techo. Unas gotas gruesas y negras se desprendían y salpicaban el capullo de telaraña de Perenelle… y se quedaban adheridas.
Fue en ese preciso instante cuando la Hechicera cayó en la cuenta de que no eran gotas de lluvia, sino moscas.
Gigantescas moscas azules y moscas domésticas, diminutos tábanos, moscas soldado y moscas asesinas rociaban la isla, rozando y quedándose enganchadas a su capullo de telaraña.
Antes de que Perenelle pudiera emitir un grito sofocado de asco, miles de diminutas arañas salieron disparadas hacia la telaraña y comenzaron a cubrir a las agobiantes moscas de seda.
Perenelle alzó la vista. El inmenso nubarrón estaba casi encima de ella, pero, por lo que era capaz de ver, no se trataba de ninguna nube. La lluvia inicial de insectos sólo era un anticipo de lo que estaba por llegar. Se trataba de una irritante masa de moscas, millones de moscas, moscas de ladrón y moscas negras, mosquitos y jejenes, moscardones y moscas del vinagre.
Los insectos causaron toda una explosión en Alcatraz, cubriéndola con una sábana negra y vibrante. La primera oleada se quedó atrapada en los capullos de telaraña de seda blanca que, en cuestión de segundos, se tornaron oscuros y muy pesados a causa del peso de los insectos. Perenelle observó cómo los hilos de la telaraña que la envolvían se rasgaban a medida que más y más moscas se quedaban adheridas allí. Una plaga de arañas trepó por el cuerpo de Perenelle y, rápidamente, moscas y arañas se enzarzaron en una lucha desesperada. Los muros, recubiertos de seda, parecían tener respiración propia, con miles de arañas y moscas que batallaban exasperadamente. Daba la sensación de que las paredes del edificio hubieran cobrado vida, pues parecían latir y vibrar.
Las moscas se arremolinaron alrededor de Areop-Enap y las pocas que habían descubierto a Perenelle estaban atrapadas por la telaraña protectora que la mantenía a salvo. Apenas podía escuchar su zumbido mientras intentaban escapar.
Más y más oleadas de moscas bañaron la isla, y las arañas (Perenelle no se había dado cuenta de que había tantas) pululaban sobre ellas. Un número incalculable de moscas se había enganchado a Areop-Enap, cubriendo por completo a la Vieja Araña. Se había convertido en una gigantesca bola vibrante. La enorme pata de la Inmemorial. Arremetió contra la masa de moscas y se deshizo de una ola de cuerpos inertes. Sin embargo, muchas de las que lograba despojarse volvían a tomar su posición. La Inmemorial cogió impulso, brincó y se desplomó sobre el suelo para acabar con miles de moscas que se habían posado sobre su cuerpo.
Pero las avalanchas oscuras de insectos no cesaban.
Entonces, de forma repentina, Perenelle se dio cuenta de que las paredes y el suelo habían dejado de vibrar y murmullar. Intentando fijarse a través de la cortina que tenía frente a los ojos, vislumbró algo que la dejó perpleja: las arañas estaban muñéndose. Contempló cómo una araña cebra clavaba los dos colmillos azul tornasolado sobre una gigantesca mosca que estaba adherida a su telaraña pegajosa. La mosca intentaba alzar el vuelo en un desesperado intento de escapar pero entonces, inesperadamente, la araña se estremecía y se quedaba inmóvil. Las dos criaturas murieron en el mismo instante. Y eso era lo que estaba ocurriendo: en el momento en que las arañas mordían a las moscas, perecían. La Hechicera no era fácil de asustar, pero, de repente, empezó a sentir las primeras punzadas de inquietud.
Fuera quien fuese, o qué fuese, el que había enviado las moscas, también las había envenenado.
Y si una sola mosca podía matar a una araña, ¿qué podría hacer aquella gigantesca masa a la araña Inmemorial?
Perenelle tenía que hacer algo. A su alrededor, millones de arañas estaban muñéndose envenenadas por las moscas. Apenas podía distinguir a la Vieja Araña entre tantas moscas. Bajo esa manta oscura, la Inmemorial intentaba quitárselas de encima a bandazos. Pero la Hechicera enseguida vio que Areop-Enap cada vez estaba más débil. Era una criatura ancestral y primitiva, pero no invencible. Nada, ya fuera un Inmemorial, un ser de la Última Generación, un inmortal o un humano, era completamente indestructible, ni siquiera Areop-Enap. La misma Perenelle había destruido un viejo templo sobre la cabeza de la araña y ésta había sobrevivido al ataque, pero ¿podría sobrevivir a billones de moscas venenosas?
Perenelle estaba atrapada. La Vieja Araña la había colgado en lo más alto de la pared en un intento de mantenerla a salvo y fuera de peligro. Si se deshacía del capullo de seda, se desplomaría unos siete metros hasta el suelo Probablemente el impacto no la mataría, pero seguramente se torcería el tobillo o se rompería una pierna.
¿Cómo iba a vencer a esa plaga de moscas?
Echando un rápido vistazo a la isla, la Hechicera avistó otra nube de insectos que se dirigía volando a la isla acompañada por la brisa. Cuando alcanzaran Alcatraz, todo estaría perdido. El viento murmullaba, como si trajera consigo el sonido de una sierra lejana.
El viento.
El viento había traído los insectos a la isla… ¿podría utilizarlo para espantarlas y alejarlas?
Sin embargo, mientras Perenelle consideraba la posibilidad, se dio cuenta de que no conocía suficiente la tradición del viento para controlar tal elemento con precisión. Quizá, si hubiera tenido tiempo para prepararse y recargar su aura, podría haber intentado crear algún tipo de viento, un tifón, tal vez, o un pequeño tornado en el centro de la isla para limpiarla de todas las moscas. Pero ahora no podía correr ese riesgo. Necesitaba hacer algo más sencillo… y tenía que hacerlo pronto. Todas las arañas habían dejado de moverse. Millones de moscas yacían muertas, pero otros millones permanecían vivas y todas se dirigían hacia la araña Inmemorial.
Si no podía expulsar a las moscas de la isla, ¿podría captar su atención de algún modo? Sabía perfectamente que alguien controlaba a los insectos, el Oscuro Inmemorial o el inmortal que las había envenenado. Después, los miles de diminutos insectos se habían dirigido mecánicamente hacia la isla. Algo había allí que atraía a las moscas. Perenelle abrió los ojos de par en par: así que podría haber algo que las alejara. ¿Qué podría encandilar a millones de moscas?
¿Qué podría hipnotizar a las moscas?
Tras la cortina de gasas, Perenelle esbozó una sonrisa. Para su cumpleaños número quinientos, que celebró el 13 de octubre de 1820, Scathach le regaló un colgante espectacular, una pieza única de jade tallada en forma de escarabajo. Hacía más de tres mil años la Sombra lo había rescatado en Japón para entregárselo al joven rey Tutankamón, pero él murió un día después de que ella se lo entregara. Scathach detestaba a la esposa de Tutankamón, Ankesenamón, y no quería que ella se quedara con la joya. Por ello, un día penetró sigilosamente en el palacio real a altas horas de la madrugada, justo antes de que el joven rey fuera embalsamado, y lo robó. Cuando Scathach le regaló el colgante a Perenelle, la Hechicera bromeó:
—Me estás regalando un escarabajo de estiércol.
Scathach asintió con tono serio.
—El estiércol es más valioso que cualquier metal precioso. No puedes cultivar comida en oro.
Y el estiércol atraía a las moscas.
Pero no había ningún montón de estiércol en la isla y, para captar la atención de las moscas, tendría que crear un hedor excepcionalmente fuerte. De inmediato, Perenelle recordó las hermosas plantas de la especie arum, y que algunas apestaban asquerosamente a boñiga. Un ejemplo de ello era la flor de carroña que crecía de una hierba del desierto parecida a un cactus: era visualmente preciosa pero desprendía un aroma que recordaba a algo muerto. Y también estaba la col fétida, o la flor más grande del mundo, la rafflesia gigante o la pestilente flor del cadáver, con olor putrefacto a carne podrida. Si pudiera imitar ese tipo de aromas, quizá podría alejar a las moscas.
Perenelle era consciente de que en el corazón de toda magia y brujería se hallaba la imaginación. Era precisamente esta capacidad de concentración intensa lo que caracterizaba a los magos más poderosos; antes de intentar cualquier magia, tenían que ver claramente el resultado final. Así que antes de concentrarse para crear el hedor, tenía que pensar y meditar sobre una ubicación que pudiera ver con todo detalle. Una multitud de lugares se le pasaron por la mente. Lugares donde había vivido, lugares que conocía. A lo largo de su extensa vida, Percuelle había tenido la oportunidad de visitar muchos sitios del mundo. Pero lo que necesitaba ahora era encontrar un lugar que estuviera razonablemente cerca; una ubicación que conociera al detalle; una zona que apenas estuviera habitada por la raza humana.
El vertedero de San Francisco.
Sólo había pisado el vertedero en una ocasión. Meses atrás, había prestado su ayuda a una de las trabajadoras de la librería, que se mudaba de casa. Después se habían dirigido hacia el sur, hacia el parque Monster y el vertedero, por la calle Recycle. Perenelle, que siempre había sido muy sensible a los olores, enseguida percibió el distintivo hedor amargo, aunque no completamente desagradable, que desprendía el vertedero cuando pasaron por la avenida Tunnel. A medida que se acercaban, la pestilencia le provocaba picor en los ojos y en el aire se distinguían decenas de gaviotas.
Perenelle se concentró plenamente en aquel recuerdo. Con una imagen vivida en su imaginación del vertedero, visualizó una gigantesca mata de flores pestilentes que crecía entre los miles de residuos. Después, se imaginó un viento que acarreaba ese olor nauseabundo hacia el norte, hacia Alcatraz.
La hediondez de algo podrido cubrió la atmósfera de la isla de Alcatraz y una oleada meció la masa de moscas.
Perenelle dirigió su voluntad. Visualizó la extensión del vertedero, repleto de flores: flores de cala y flores cadáver inmiscuyéndose entre la basura, rafflesias gigantes con puntos blancos y rojos creciendo vigorosamente entre excrementos. La atmósfera cubierta por una mezcla de esencias nauseabundas que se mezclaban con el propio olor fétido del vertedero. Entonces imaginó un viento que soplaba sobre el lugar y arrastraba la esencia consigo.
El aroma que cubría la isla resultaba tan asqueroso que incluso a Perenelle le lloraron los ojos. Una oleada recorrió la gruesa manta de moscas. Algunas zumbaban en el aire y deambulaban sin rumbo fijo, pero al final volvían a caer sobre la araña inmortal.
Perenelle estaba cansada y sabía que el esfuerzo ayudaba a su envejecimiento. Tomó aliento y realizó el último: tenía que trasladar a las moscas antes de que llegara otra bandada. Se concentró tanto en el pestilente hedor que incluso su aura, que habitualmente era blanca y no desprendía aroma alguno, resplandeció trémulamente y adquirió el rastro de putrefacción.
La peste nauseabunda que cubrió la isla era una mezcla del hedor del vertedero, carne podrida y leche agria.
Las moscas alzaron el vuelo, sobrevolando Alcatraz en una manta sólida y negra. Zumbaban y vibraban como si se tratara de una central eléctrica y entonces, como si fueran un único ser, se pusieron en camino y se dirigieron hacia el origen de la pestilencia. Los insectos que habían decidido alejarse de Alcatraz se encontraron con otro enjambre que se disponía a descender a la isla. Ambos grupos se unieron en una gigantesca pelota negra; seguidamente, la masa se giró y voló hacia el sur, siguiendo el rastro de tal pestilencia.
En cuestión de segundos no quedó una mosca con vida sobre la isla.
Areop-Enap sacudió el cuerpo para despojarse de los diminutos cuerpos inertes y después, muy despacio, trepó por la pared, rasgó la telaraña que mantenía a la Hechicera en ese lugar y la descendió cuidadosamente hacia el suelo haciendo espirales de telaraña. Perenelle permitió que su aura resplandeciera durante una milésima de segundo y el capullo de telaraña, ahora cubierto de moscas atrapadas, se convirtió en mero polvo. Echó atrás la cabeza, se apartó el cabello de la frente y el cuello y respiró profundamente. En el interior de la telaraña se había sofocado de calor.
—¿Estás bien? —preguntó mientras alargaba la mano para rozar una de las gigantescas patas de la Inmemorial.
Areop-Enap se balanceó de un lado al otro. Sólo tenía abierto uno de sus ojos, y, cuando se decidió a hablar, su discurso, normalmente sibilante, cambió a un murmullo poco vocalizado, casi incomprensible.
—¿Veneno? —preguntó.
Perenelle afirmó con un gesto con la cabeza. Miró a su alrededor. Las ruinas estaban cubiertas de los cuerpos sin vida de moscas y arañas. De repente se dio cuenta de que estaba sobre una masa de diminutos cadáveres que le llegaba hasta el tobillo. Decidió que cuando todo esto llegara a su fin quemaría los zapatos.
—Las moscas eran mortíferas. Tus arañas morían cada vez que las mordían. Fueron enviadas para matar a tu ejército.
—Y lo han conseguido —admitió con tono triste la araña Inmemorial—. Muchas han muerto, muchas…
—Las moscas que te atacaron también eran venenosas —continuó Perenelle—. De forma individual, sus mordiscos eran apenas dañinos pero, Vieja Araña, te han mordido millones de moscas, quizá billones.
El único ojo que Areop-Enap mantenía abierto se cerró lentamente.
—Madame Perenelle, debo recuperarme. Eso significa que tengo que dormir.
Perenelle se acercó a la gigantesca araña y apartó todos los cadáveres de moscas de su cabello púrpura. Se descomponían tan sólo con el roce de su piel.
—Duerme, Vieja Araña —dijo amablemente—. Yo te vigilaré.
Areop-Enap se dirigió tambaleándose hacia una de las esquinas de la habitación. Dos gigantescas patas barrieron una parte del suelo, cubierta por una capa de moscas y arañas muertas, e intentó tejer una telaraña. Pero la seda era muy fina y de color opaco.
—¿Qué has hecho con las moscas? —preguntó Areop-Enap mientras se esforzaba para crear más telaraña.
—Las he enviado hacia el sur. Perseguían una esencia salvaje —explicó Perenelle con una amplia sonrisa. Alzó su mano derecha y permitió que su aura resplandeciera; de pronto, la telaraña de Areop-Enap se hizo más gruesa y recuperó su color original. La Vieja Araña se acomodó en la esquina de la habitación, en el nido que había creado, y empezó a tejer una telaraña a su alrededor.
—¿Adónde? —preguntó repentinamente Areop-Enap. El único ojo que era capaz de abrir estaba entrecerrado. En ese instante, Perenelle pudo comprobar el incalculable número de llagas que habían provocado los mordiscos venenosos en el cuerpo de la criatura.
—Al vertedero de San Francisco.
—Pocas lograrán llegar hasta allí… —murmuró Areop-Enap—, y aquéllas que lo hagan encontrarán distracciones. Me has salvado la vida, Madame Perenelle.
—Y tú la mía, Vieja Araña.
La inmensa pelota de telaraña estaba casi completa. La seda había empezado a endurecerse, adoptando la misma consistencia que una piedra, y sólo había un diminuto agujero en la parte superior.
—Ahora, duerme —ordenó Perenelle—, duerme y fortalécete. Vamos a necesitar tu fuerza y sabiduría en los próximos días.
Realizando un esfuerzo tremendo, Areop-Enap abrió todos los ojos.
—Lamento tener que dejarte sola e indefensa.
Perenelle cerró el capullo que envolvía a la araña Inmemorial, dio media vuelta y salió de la habitación a zancadas. Una suave brisa limpió el suelo sobre el que se alzaba la Hechicera.
—Soy Perenelle Flamel, la Hechicera —anunció en voz alta, insegura de si Areop-Enap podía escucharla—. Y jamas estoy indefensa.
Pero incluso cuando musitaba las palabras, Perenelle distinguió claramente una pizca de duda en su voz.