En la desconchada señal, originalmente, se podía leer Car Parts (piezas de coche), pero la segunda R se había desprendido y jamás había sido reemplazada. Tras una pared de hormigón repleta de fragmentos de cristales rotos y bucles de alambre concertina en la parte superior, se hallaban cientos de coches oxidados apilados uno sobre el otro formando torres que apenas mantenían el equilibrio. El muro que rodeaba el aparcamiento era muy grueso y estaba recubierto de carteles que anunciaban conciertos pasados o discos «recién estrenados» de hacía más de un año y pósteres de infinidad de bandas de música indie. Pegados unos encima de otros había cientos de anuncios que, con el paso del tiempo, habían creado una capa multicolor y gruesa cubierta de nuevo, posteriormente, con grafiti. Era casi imposible distinguir las señales de: PELIGRO MANTENERSE ALEJADO o PROHIBIDO EL PASO.
Palamedes condujo el coche hacia una curva, a una manzana de la entrada repleta de cadenas, y apagó el motor. Abrazando el volante con ambos brazos, se inclinó hacia delante y observó detenidamente los alrededores.
Flamel se había quedado dormido y Sophie estaba perdida en pensamientos que, de vez en cuando, tornaban sus pupilas de color plateado. Josh se echó hacia delante de su asiento y se arrodilló en el suelo, justo detrás del cristal separador.
—¿Es aquí a dónde nos llevas? —preguntó Josh señalando con la barbilla hacia el desguace de coches.
—Por el momento —respondió Palamedes. Su dentadura resplandeció en el oscuro interior del coche—. Puede que no lo parezca, pero probablemente sea el lugar más seguro en Londres.
Josh miró a su alrededor. Las casas de ladrillo rojo que se alineaban a cada lado de la estrecha calle estaban deterioradas, casi en ruinas, y toda la zona parecía estar en mal estado y a punto de venirse abajo. La mayoría de las puertas y ventanas estaban tapadas con tablas de madera e incluso algunas con ladrillos. Los restos oxidados de un coche quemado estaban aplastados por ladrillos de hormigón en un costado de la calle. Y, además, las calles estaban increíblemente quietas, sin un movimiento.
—Me sorprende que esta zona no se haya vuelto a urbanizar o algo.
—Algún día —comentó Palamedes con cierto pesar—, pero el actual propietario prefiere no mover un dedo y dejar que se revalorice.
—¿Qué ocurrirá cuando la venda? —preguntó Josh.
Palamedes sonrió abiertamente.
—Jamás la venderé —informó. Después, señaló con su rechoncho dedo índice hacia delante—. Allí había una fábrica automovilística, y estas calles estaban repletas de trabajadores. Cuando la fábrica cerró, allá en los años setenta, las casas empezaron a vaciarse a medida que sus propietarios fallecían o se trasladaban a otro lugar en búsqueda de trabajo. Fue entonces cuando empecé a comprar las propiedades.
—¿Cuántas te pertenecen? —demandó Josh.
—Todas las que hay a un par de kilómetros en cada dirección. Unas doscientas casas, más o menos.
—¡Doscientas! Te ha debido de costar una fortuna.
—He vivido en esta tierra desde los tiempos de Arturo. He acumulado, y perdido, varias fortunas. Mi riqueza es incalculable… ¡y lo más complicado es esconderla al cobrador de impuestos!
Josh parpadeó mostrando su sorpresa; jamás se habría imaginado que un inmortal tuviera problemas con el gobierno. Entonces se dio cuenta de que, en estos tiempos, donde reinan los ordenadores y la tecnología, debe de ser extreMadamente difícil permanecer en el anonimato de cara a las autoridades.
—¿Vive gente aquí? —preguntó—. No veo a nadie…
—Y no verás a nadie. La gente —pronunció esta palabra con sumo cuidado— que vive en mis casas sólo sale por la noche.
—Vampiros —murmuró Josh.
—No son vampiros —repuso rápidamente Palamedes—, no tengo tiempo para bebedores de sangre.
—Entonces, ¿qué habita en tus casas?
—Larvas y lémures… los muertos vivientes y los nomuertos.
—¿Y qué son exactamente? —quiso saber Josh. Supuso que cuando decía larvas no se refería al diminuto insecto y que los lémures no eran esos primates de colas largas que había visto en zoológicos.
—Son… —vaciló Palamedes; después sonrió y finalizó—: Espíritus nocturnos.
—¿Son cordiales?
—Son leales.
—Entonces, ¿a qué estamos esperando? —preguntó Josh. Había quedado claro que Palamedes no estaba dispuesto a darle más información—. ¿Qué estás buscando?
—Algo fuera de lo común.
—¿Qué hacemos?
—Esperar. Vigilar. Ten un poco de paciencia —aconsejó a Josh mirándole a los ojos—. En este momento, gran parte del mundo inmortal sabe que el Alquimista ha descubierto a los legendarios mellizos.
Josh se quedó atónito al averiguar que el caballero no se andaba con insinuaciones.
—No parecías estar tan seguro de ello antes. ¿Crees que lo somos? —preguntó rápidamente. Necesitaba indagar qué sabía Palamedes sobre los mellizos y, más importante todavía, sobre el Alquimista.
Sin embargo, Palamedes hizo caso omiso a la pregunta.
—El hecho de que seáis los mellizos de la leyenda no tiene importancia. Lo importante aquí es que Flamel lo cree. Y más importante si cabe, Dee también lo cree. Por esta razón se han puesto en funcionamiento una extraordinaria serie de acontecimientos: Bastet ha vuelto, Morrigan ha regresado a esta tierra, las Dísir trajeron a Nidhogg a París. Se han destruido tres Mundos de Sombras. Esto no había ocurrido en mil años.
—¿Tres? Creía que sólo el reino de Hécate había sido derribado.
Scathach le había hablado sobre otros Mundos de Sombras, pero Josh no sabía con exactitud cuántos existían.
Palamedes suspiró, cansado de tantas explicaciones.
—La mayoría de Mundos de Sombras están enlazados entre sí mediante una única puerta. Si algo ocurre en un Mundo de Sombras, la puerta explosiona. Pero el Yggdrasill, el Árbol del Mundo, conectaba el reino de Hécate con Asgard y, en lo más profundo, con Nifheim, el Reino de la Oscuridad. Los tres se borraron del mapa cuando Dee destruyó el árbol. Sé de buena tinta que las puertas de otra docena de Mundos de Sombras han estallado, atrapando a esos mundos y sus habitantes. El Mago puede añadir algunos enemigos más a la lista de gente, tanto humana como inhumana, que siente desprecio, a la par que miedo, hacia él.
—¿Qué le ocurrirá a Dee? —preguntó Josh. Pese a todo lo que le habían contado sobre el Mago, sentía una especie de constante admiración por él… que era mucho más de lo que sentía por el Alquimista francés en ese instante.
—Nada. Dee está bajo la protección de maestros muy poderosos. Está completamente ensimismado en traer a este mundo a los Inmemoriales, cueste lo que cueste.
Ésa era la parte que Josh no entendía.
—Pero ¿por qué?
—Porque es uno de los adversarios más peligrosos: confía plenamente en lo que hace porque cree que es lo correcto.
Hubo un destello de movimiento que Josh captó por el rabillo del ojo. Enseguida se giró y descubrió un gigantesco perro de color pardo que trotaba por la calle, siguiendo la línea blanca pintada sobre el pavimento. Parecía una mezcla entre un galgo irlandés y un borzoi, un galgo ruso. Pasó corriendo junto al taxi hasta alcanzar las puertas del aparcamiento. Después, retrocedió y trotó de un lado a otro mientras olfateaba el suelo.
—La llegada de Flamel ha despertado a muchos seres ancestrales —continuó Palamedes mientras observaba fijamente al perro—. Hoy he visto criaturas que pensé que habían abandonado esta tierra, monstruos que dieron lugar a las leyendas más oscuras de la raza humana. También deberías saber que Dee os ha puesto precio, y mis espías me cuentan que él os quiere a ti y a tu hermana con vida. Resulta interesante comprobar que ya no quiere a Flamel vivo; aceptará pruebas de su muerte. Esto representa un gran cambio. Los Inmemoriales, los seres de la Última Generación, los inmortales y sus sirvientes humanos se están reuniendo en Londres. Mantener el orden entre ellos va a ser una tarea difícil; no tengo la menor idea de cómo piensa manejar todo esto Dee. —De repente, Palamedes encendió el motor y adelantó el coche unos metros—. Todo despejado —anunció finalmente.
—¿Cómo lo sabes?
Palamedes señaló en la dirección donde el perro estaba sentado frente a las puertas, justo delante de ellos. Pulsó un botón del tablero de mandos del coche y las puertas empezaron a abrirse lentamente.
—El perro —dijo Josh respondiendo así a su pregunta—. No es un verdadero perro, ¿verdad?
Palamedes esbozó una amplia sonrisa.
—No, no es un perro.