El asiento del conductor estaba ocupado por una mole gigantesca que se giró para mirarles a través del cristal que separaba al conductor de los pasajeros. Fue entonces cuando los mellizos descubrieron que el volumen de aquel ser no era grasa, sino músculo. Llevaba una camiseta de tirantes a rayas negras y blancas muy estrecha; le marcaba perfectamente los músculos de su enorme pecho y era tan alto que su cabeza, completamente calva, rozaba el techo del taxi. Su piel era de un marrón bronceado que hacía juego con sus ojos. Tenía los dientes tan blancos que resultaba difícil creer que eran naturales. Justo debajo de los ojos, sobre las mejillas, tenía tres cicatrices horizontales.
—Apenas acabas de llegar al país y ya te las has ingeniado para revolucionar un nido de avispas —dijo con voz retumbante y profunda—. De camino hacia aquí, he divisado cosas que no han pisado esta tierra durante generaciones. Por cierto, soy Palamedes —se presentó. Después sacudió la cabeza y avisó—, pero jamás me llaméis Pally.
—¿Palamedes? —preguntó Flamel desconcertado a la vez que se inclinaba hacia delante para observar más detenidamente al conductor—. ¿Palamedes? ¿El Caballero Sarraceno?
—El mismo —aclaró el conductor volviéndose a girar. Bloqueó el volante y, produciendo un sonido chirriante, se inmiscuyó otra vez en el tráfico sin señalizar.
Las bocinas de los coches retumbaban y los neumáticos chillaban tras él. Después, el extraño cogió su teléfono móvil.
—Francis tan sólo me ha proporcionado algunos detalles. Normalmente, no suelo involucrarme en las disputas de los diversos Inmemoriales, ya que es mucho más seguro. Pero cuando me confesó que esta vez los legendarios mellizos estaban implicados… —explicó mientras observaba a Sophie y Josh a través del espejo retrovisor—, entonces supe que no tenía elección.
Josh alargó el brazo y apretó la mano de su hermana con fuerza. Quería distraerla; no quería que pensara en Palamedes. Aunque Josh jamás había oído hablar de él, no le cabía la menor duda de que la sabiduría de la Bruja daría cierta información a Sophie sobre el conductor. El hombre era enorme, como si estuviera hecho para ser un defensa de fútbol o un luchador profesional. Hablaba un inglés con acento extraño; Josh pensó que incluso podría ser egipcio. Hacía cuatro años, la familia Newman al completo había viajado hasta Egipto y habían pasado todo un mes visitando emplazamientos ancestrales. El acento cantarín de aquel hombre le recordó aquel viaje. Josh se inclinó hacia delante para poder observarle más de cerca. Unas manos gigantescas de dedos cortos sujetaban el volante. En ese instante se percató de que los callos otorgaban a las muñecas más espesor y a los nudillos más volumen. Josh había vislumbrado unas manos similares en algunos de sus entrenadores; solían indicar que esa persona había estudiado kárate, kung fu o boxeo durante muchos años.
—Un segundo.
Palamedes realizó un cambio de dirección completamente ilegal y volvió a tomar el mismo camino por el que habían venido.
—Sentaos muy atrás y permaneced en la sombra —avisó—. Hay tantos taxis en la calle que son prácticamente invisibles; nadie se fija en ellos. Además, ellos no esperarán que regresemos por el mismo camino.
Josh asintió. Era una estrategia muy inteligente.
—¿A quién te refieres?
Antes de que Palamedes pudiera responder, Nicolas se puso repentinamente tenso y observó a través de la ventana.
—¿Puedes verlos? —preguntó Palamedes con voz profunda y grave.
—Los veo —murmuró el Alquimista.
—¿A quiénes? —preguntaron Sophie y Josh simultáneamente a la vez que ambos se inclinaban hacia delante.
—A los tres hombres que están al otro lado de la calle —contestó con brevedad.
Un trío de jóvenes, todos ellos con la cabeza rapada y la piel llena de tatuajes y piercings, se pavoneaban en el centro de la calle. Llevaban unos vaqueros descoloridos, unas camisetas mugrientas y botas de construcción, lo cual les daba un aspecto amenazador, pero nadie diría que procedían de otro mundo.
—Si os fijáis —explicó Flamel—, deberíais ser capaces de ver sus auras.
Los mellizos entrecerraron los ojos y, de inmediato, vislumbraron zarcillos grisáceos y desagradables de luz humeante que brillaba alrededor de sus cuerpos. El color gris se mezclaba con rayos púrpuras.
—Cucubuths —aclaró Palamedes.
El Alquimista hizo un gesto de asentimiento.
—Muy poco comunes. Son crías de vampiros y Torc Mandra —describió Flamel a los mellizos—. Suelen tener colas. Son mercenarios, cazadores, bebedores de sangre.
—Y más cortos que las mangas de un chaleco —añadió Palamedes.
El conductor se acercó a un autobús, protegiendo así el coche de los cucubuths.
—Seguirán el rastro de vuestras esencias hasta la iglesia; ahí se desvanecerán, lo cual les confundirá. Con suerte, acabarán discutiendo entre ellos y se enzarzarán en una pelea.
Redujo la velocidad del coche y, cuando el semáforo se iluminó de rojo, paró el coche.
—Allí, justo al lado del semáforo —musitó Nicolas.
—Sí, me las he encontrado al venir —dijo Palamedes.
Los mellizos registraron con la mirada la intersección, pero no vieron nada fuera de lo habitual.
—¿Quién? —demandó Sophie.
—Las estudiantes —retumbó Palamedes.
Dos jovencitas de cabello pelirrojo y tez pálida conversaban aniMadamente, esperando a que cambiara el semáforo de peatones. Se parecían lo suficiente como para ser hermanas y, aparentemente, llevaban uniformes de colegio. Las dos llevaban bolsos de diseño que, a primera vista, parecían muy caros.
—No las miréis —avisó Palamedes—. Son como bestias, capaces de notar cuando alguien las vigila.
Sophie y Josh desviaron la mirada al suelo, concentrándose para rechazar cualquier pensamiento relacionado con las dos chicas. Nicolas cogió un periódico que encontró en el asiento trasero y lo abrió frente a su rostro en una de las páginas más aburridas, la de los tipos de cambio internacionales.
—Están cruzando el paso de cebra justo delante de nosotros —murmuró Palamedes mientras se giraba y escondía su rostro—. Estoy seguro de que no me reconocerían, pero prefiero evitar cualquier riesgo.
El semáforo cambió y Palamedes se alejó velozmente del resto del tráfico.
—Dearg Due —se anticipó Flamel a la pregunta de los mellizos. Se giró para poder mirar a través de la ventanilla trasera. El cabello bermejo de las chicas aún podía distinguirse a medida que se mezclaban con la multitud—. Son vampiros que se establecieron en lo que, después de la Caída de Danu Talis, se convirtió en las tierras celtas.
—¿Cómo Scatty? —preguntó Sophie.
Nicolas negó con la cabeza.
—Nada que ver con Scatty. Definitivamente, éstas no son vegetarianas.
—También se dirigían hacia la catedral —apuntó Palamedes—. Si se tropiezan con los cucubuths, el encuentro será interesante. Se detestan.
—¿Quién vencería? —preguntó Sophie.
—Las Dearg Due, sin duda —respondió Palamedes con una sonrisa alegre—. Yo mismo luché contra ellas en Irlanda. Son despiadadas y fieras; imposibles de matar.
Continuaron descendiendo por la calle Marylebone y, al llegar al cruce con la calle Hampstead, giraron a mano izquierda. El tráfico avanzaba lentamente y, al final, quedó completamente paralizado. En algún lugar de la calle Hampstead tronaban bocinas de coche y una ambulancia empezó a ulular.
—Quizá tengamos que quedarnos aquí durante un rato.
Palamedes echó el freno de mano y se giró en el asiento para contemplar, una vez más, a los mellizos Newman y a Flamel.
—Así que tú eres el legendario Nicolas Flamel, el Alquimista. He oído hablar mucho de ti con el paso de los años —admitió—, pero nada bueno. ¿Sabes que existen Mundos de Sombras dónde tu propio nombre se utiliza como maldición?
La vehemencia que se percibía en la voz de aquel hombre dejó perplejos a los mellizos. No sabían si estaba bromeando o hablando en serio.
Palamedes se centró en el Alquimista.
—Siempre has dejado una estela de muerte y destrucción a tu paso…
—Los Oscuros Inmemoriales han sido despiadados en sus intentos de detenerme —interrumpió Flamel con voz tranquila, aunque se pudo notar cierta frialdad en su tono.
—… y fuegos, hambrunas, inundaciones y terremotos —continuó Palamedes ignorando el comentario de Flamel.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nicolas con mordacidad. Durante un solo instante, el asiento trasero del taxi se cubrió de un suave aroma a menta. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas, y entrelazó las manos.
—Quiero decir que quizá deberías haber escogido lugares menos poblados para vivir tu larga vida. Alaska, a lo mejor, o Mongolia, o Siberia, alguna zona despoblada de Australia o incluso algún tramo del río Amazonas. Lugares donde apenas habiten personas. Sin víctimas.
Un silencio gélido e incómodo se apoderó del interior del coche. Los mellizos se miraron el uno al otro. Josh alzó las cejas a modo de pregunta silenciosa, pero Sophie negó con la cabeza en un gesto casi imperceptible. Se rozó el lóbulo de la oreja con el dedo índice y Josh enseguida pilló el mensaje: escucha, no digas ni una palabra.
—¿Quieres decir que yo soy el responsable de las muertes de personas inocentes? —acusó Flamel en voz baja.
—Oh, sí.
De repente, el pálido rostro de Flamel se tiñó de todos los colores.
—Yo nunca… —empezó Flamel.
—Podrías haber desaparecido de este mundo —continuó presionando Palamedes. Su voz grave parecía vibrar en el interior del taxi londinense—. Una vez fingiste tu propia muerte; podrías haberlo hecho otra vez y crear un hogar en un lugar remoto e inaccesible. Incluso podrías haberte deslizado en alguno de los Mundos de Sombras. Pero no lo hiciste, preferiste quedarte en este mundo. ¿Por qué? —preguntó Palamedes.
—Tenía el deber de proteger el Códex —respondió tajantemente el Alquimista. Su voz revelaba una ira genuina y, ahora, el aroma a menta era mucho más intenso.
Las bocinas de los coches empezaron a resonar una vez más, de forma que Palamedes volvió a girarse, quitó el freno y arrancó el coche.
—El deber de proteger el Códex —repitió sin apartar la mirada de la calle—. Nadie te obligó a convertirte en el Guardián del libro; tú mismo te apropiaste de esa función, sin preguntar a nadie y de buena gana… al igual que los Guardianes que te anteceden. Pero tú eras diferente a tus predecesores. Todos ellos se escondieron; tú no, tú te quedaste en este mundo. Y por eso muchos seres humanos han muerto: sólo en Irlanda, un millón; en Tokio, más de ciento cuarenta mil.
—¡Asesinados por Dee y los Oscuros Inmemoriales!
—Dee te seguía a ti.
—Si hubiera entregado el Libro de Abraham —explicó Flamel sin alterar la voz—, los Oscuros Inmemoriales hubieran regresado a este mundo y la Tierra hubiera sido testigo del verdadero significado del término Armagedón. Abrir las fronteras de los Mundos de Sombras hubiera enviado ondas dinámicas por toda la tierra, lo cual implica huracanes, terremotos y tsunamis; millones de personas hubieran fallecido. Antaño, Pitágoras calculó que sólo el primer acontecimiento acabaría con la mitad de la población terrestre. Entonces los Oscuros Inmemoriales hubieran regresado a este mundo. Conoces a algunos de ellos, Palamedes; sabes perfectamente cómo son, sabes de qué son capaces. Si alguna vez regresan, la catástrofe será mundial.
—Se rumorea que está a punto de llegar una nueva Era Dorada —replicó el conductor.
Josh enseguida miró al Alquimista a la espera de su reacción; Dee había reivindicado exactamente lo mismo.
—Eso es lo que ellos dicen, pero es falso. Tú mismo has visto lo que han hecho sólo para arrebatarme el Libro a lo largo de las décadas. Muchas personas han perecido; Dee y los Oscuros Inmemoriales no tienen respeto alguno por la vida humana.
—¿Acaso tú sí, Nicolas Flamel?
—No me gusta el tono que estás utilizando.
En el espejo retrovisor se reflejaba la feroz mirada de Palamedes.
—Me resulta completamente indiferente si te gusta o no, porque la realidad es que no me caes bien, ni tampoco los de tu calaña, que creen saber lo que es mejor para este mundo. ¿Quién te nombró a ti guardián de la raza humana?
—No soy el primero; ha habido otros antes de mí.
—Siempre ha habido gente como tú, Nicolas Flamel Gente que cree saber qué es lo mejor, que decide lo que las personas deberían ver, leer y escuchar; que, a la larga, intenta moldear los pensamientos y acciones del resto del mundo. Me he pasado la vida entera luchando contra seres como tú.
Josh se inclinó hacia delante.
—¿Estás del lado de los Oscuros Inmemoriales?
Pero fue Flamel quien se encargó de contestar la pregunta con tono desdeñoso.
—Palamedes, el Caballero Sarraceno, jamás ha tomado partido en siglos. En ese aspecto es muy parecido a Hécate.
—Otra de tus víctimas —añadió Palamedes—. Arruinaste su Mundo de Sombras.
—Si tanta antipatía me prodigas —dijo Flamel—, entonces, ¿qué estás haciendo aquí?
—Francis me pidió que ayudara y, pese a todos sus defectos, o quizá gracias a ellos, le considero un amigo. —El taxista se quedó mudo durante unos instantes. Después desvió la mirada hacia el espejo retrovisor para observar a Sophie y Josh y añadió—: Y, por supuesto, por este último par de mellizos.
Sophie no pudo resistirse y pronunció la pregunta que ya se estaba formando en los labios de su hermano.
—¿A qué te refieres con lo de último par?
—¿Creéis que sois los primeros? —bramó carcajeándose Palamedes—. El Alquimista y su esposa han estado buscando a los mellizos de la leyenda durante siglos. De hecho, se han pasado los últimos quinientos años coleccionando jovencitos y jovencitas clavaditos a vosotros.
Sophie y Josh se cruzaron la mirada, sorprendidos. Josh se abalanzó.
—¿Qué les ocurrió a los demás? —exigió.
Palamedes ignoró la pregunta, de forma que el joven se giró hacia Nicolas.
—¿Qué les ocurrió a los demás? —repitió alzando ligeramente la voz. Durante un instante, sus ojos centellearon y se tornaron dorados.
El Alquimista bajó la mirada y, de forma lenta y deliberada, apartó los dedos de Josh de su brazo.
—¡Dímelo! —exclamó. El joven podía ver cómo el inmortal estaba creando una mentira y sacudió la cabeza—. Nos merecemos saber la verdad. Dínoslo.
Flamel tomó aliento.
—Sí —admitió finalmente—, ha habido otros, es cierto, pero ellos no eran los mellizos de la leyenda.
Se recostó sobre el respaldo del asiento y cruzó los brazos sobre el pecho. Miró a Josh y a Sophie con un rostro completamente inexpresivo.
—¿Qué les ocurrió a los demás mellizos? —volvió a exigir Josh con voz temblorosa. Se distinguía una combinación de cólera y miedo.
El Alquimista giró el rostro y miró a través de la ventana.
—Yo escuché que murieron —comentó Palamedes desde el asiento del conductor—. Murieron o enloquecieron.