Esperad. Me están llamando. Sophie se escondió en un portal, introdujo la mano en su bolsillo y extrajo el teléfono móvil. La batería se le había descargado en el Mundo de Sombras de Hécate, pero el conde de Saint-Germain había encontrado un cargador que funcionaba. Inclinando la pantalla, observó que el número telefónico que aparecía centelleante era increíblemente largo.
—No sé quién es —dijo mirando a su hermano y después a Nicolas.
El joven alargó el cuello por encima del hombro de Sophie y observó la pantalla.
—No reconozco el número —añadió.
—Cero, cero, tres, tres…
—Es el prefijo nacional de Francia —explicó Flamel—. Contesta; sólo puede ser Francis.
—O Dee, o puede que Maquiavelo —apuntó rápidamente Josh—. Quizá deberíamos…
Pero antes de que pudiera acabar el comentario, Sophie ya había pulsado el botón correspondiente para descolgar el teléfono.
—¿Hola? —dijo con tono cauteloso.
—¡Soy yo! —exclamó Saint-Germain con voz suave y sin una pizca de acento extranjero. Enseguida, Sophie se percató de que debía de estar en un lugar abierto, pues el ruido de fondo era terrible—. Déjame hablar con el viejo. ¡Pero no le digas que le he llamado así!
Sophie esbozó una sonrisa y entregó el teléfono al Alquimista.
—Tenías razón; es Francis. Quiere hablar contigo.
Nicolas se acercó el teléfono a un oído y se cubrió el otro con la mano, intentando así aislar el estruendo que producía el tráfico.
—¿Allo?
—¿Dónde estáis? —preguntó el conde en latín. Nicolas miró a su alrededor en un intento de orientarse.
—Sobre la calle Marylebone, muy cerca de la parada de metro de Regent’s Park.
—Espera un segundo; tengo a alguien en la otra línea.
Nicolas escuchó perfectamente cómo Saint-Germain se alejaba del aparato telefónico y transmitía información en un francés arcaico y muy veloz.
—De acuerdo —anunció unos momentos más tarde—. Continuad caminando por la calle y después esperad fuera de la catedral de Saint Marylebone. Os recogerán allí.
—¿Cómo sabré si el conductor trabaja para ti? —inquirió Nicolas.
—Buena observación. ¿Tienes motivos para creer que esta conversación está siendo escuchada?
—Sin duda alguna, tanto el italiano como el inglés tienen recursos suficientes para hacerlo —respondió el Alquimista cuidadosamente.
—Tienes toda la razón.
—Y un comité de mala bienvenida ha venido a recibirnos. Imagino que les han informado y han venido tras nosotros.
—Ah —exclamó Saint-Germain. Después hizo una pausa y, con sumo cuidado, dijo—: Asumo que te has ocupado del problema con discreción.
—Con mucha discreción. Pero…
—¿Pero? —repitió Saint-Germain.
—Aunque no utilicé mi aura, se liberó cierta cantidad de energía. Esto atraerá la atención de algunos seres, sobre todo en esta ciudad.
Se produjo otro silencio que rápidamente el conde cortó.
—De acuerdo. Acabo de enviar un mensaje al conductor. Permíteme que refresque tu memoria y te recuerde una fiesta que celebré en Versalles en febrero de 1758. Era mi cumpleaños y tú me regalaste un libro de pergaminos que pertenecía a tu biblioteca personal.
Los labios del Alquimista se retorcieron formando una sonrisa.
—Me acuerdo de eso.
—Aún conservo el libro. El conductor te revelará el título —continuó alzando el tono de voz para poder sobreponerse sobre el estrepitoso martilleo que se escuchaba de fondo.
—¿Qué es todo ese ruido? —preguntó Flamel cambiando repentinamente al inglés.
—Obreros. Estamos intentando apuntalar la casa. Aparentemente, existe el peligro de que se derrumbe sobre las catacumbas que yacen abajo, y lo más probable es que se lleve la mitad de la calle consigo.
Nicolas bajó la voz.
—Viejo amigo. No te imaginas cuánto siento todos los problemas que he llevado a tu hogar. Por supuesto, pagaré todos los daños.
Saint-Germain se rió entre dientes.
—Por favor, no te molestes. No me va a costar nada. He vendido los derechos de la exclusiva de la historia a una revista. Los honorarios se harán cargo de las reparaciones y la cobertura de prensa es incalculable; mi nuevo disco está en lo más alto de las listas de éxitos y de descargas… parece un contrasentido —añadió con una carcajada.
—¿Qué historia? —consultó Nicolas echando una ojeada rápida a los mellizos.
—¿Cuál va a ser? La de la explosión de gas que dañó mi casa, por supuesto —respondió el conde—. Tengo que irme. Seguiremos en contacto. Y, viejo amigo —hizo una pausa—, ten cuidado. Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes cómo comunicarte con nosotros.
Nicolas pulsó el botón de colgar y devolvió el teléfono a Sophie sin musitar palabra.
—Ha dicho que…
—Ya lo hemos oído.
Los sentidos Despertados de los mellizos les habían permitido escuchar claramente toda la conversación.
—¿Una explosión de gas? —preguntó Sophie.
—Bueno, tampoco podía decir que los daños habían sido provocados por un tipo de dinosaurio primitivo, ¿no crees? —se burló Josh—. ¿Quién le hubiera creído? —Se metió las manos en los bolsillos y siguió los pasos de Flamel, quien ya había emprendido una carrera por toda la calle—. Vamos, Sophie.
Sophie asintió con la cabeza. Su hermano tenía toda la razón, pero, al mismo tiempo, empezaba a darse cuenta de cómo los Inmemoriales se las habían arreglado para mantener en secreto su existencia durante siglos y siglos. Sencillamente, la raza humana se negaba a creer que la magia existía en este mundo; más todavía en ésta era de ciencia y tecnología. Los monstruos y la magia pertenecían a los pueblos incivilizados y primitivos del pasado; sin embargo, en los últimos días había visto acontecimientos que demostraban que la magia sí existía. Las personas se empeñaban en informar de cosas imposibles continuamente; eran testigos de hechos extraños y extraordinarios, observaban a criaturas venidas de otras épocas… y sin embargo, nadie les creía. Pero no todos podían estar equivocados, o confundidos, o relatando una mentira, ¿verdad? Si los Oscuros Inmemoriales y sus sirvientes ocupaban cargos de poder, entonces todo lo que tenían que hacer era descartar tales noticias, ignorarlas o, tal y como ocurrió en París, ridiculizarlas públicamente en los medios de comunicación. Pronto, incluso las personas que habían escrito esos artículos, las que realmente habían visto algo fuera de lo normal, empezarían a dudar sobre lo que vieron o escucharon. Justo ayer, Nidhogg, la criatura que supuestamente sólo existía en las leyendas, había arrasado varias callejuelas de París dejando tras de sí una estela de devastación. Había colisionado en los Campos Elíseos y había arrancado parte del famoso muelle al zambullirse en el río parisino. Docenas de personas habían contemplado tal espectáculo con sus propios ojos, pero ¿dónde estaban sus historias, sus declaraciones? La prensa había relacionado el acontecimiento con una explosión de gas en las ancestrales catacumbas.
Y poco después, las gárgolas y grutescos de Notre Dame habían cobrado vida y habían descendido a gatas el monumental edificio. Utilizando el aura de Josh para realzar la suya propia, Sophie había hecho uso de la magia del Fuego y del Aire para reducir a las criaturas a poco más que añicos de piedra… ¿cómo había explicado eso la prensa? Los efectos de la lluvia ácida.
Mientras recorrían la campiña francesa montados sobre el Eurostar, los dos hermanos habían leído la cobertura en línea en el portátil de Josh. Todas las agencias de noticias del mundo relataban una historia sobre los acontecimientos, pero todas las versionas contaban la misma mentira. Sólo las páginas web y los blogs más atrevidos y conspiradores informaban sobre avistamientos del Nidhogg. Habían colgado unas secuencias filmadas a través de un teléfono móvil, muy temblorosas, en las que aparecía el monstruo. Docenas de comentarios desestimaban la veracidad de los vídeos y los tildaban de falsos, comparándolos con las imágenes del Big Foot o del monstruo del Lago Ness que, tiempo atrás, se había demostrado que estaban manipuladas. Ahora, por supuesto, Sophie empezaba a sospechar que estas dos criaturas probablemente también eran reales.
Se apresuró para alcanzar a Flamel y su hermano.
—No te alejes, Sophie —aconsejó Nicolas—. No tienes la menor idea del peligro en el que estamos.
—No dejas de repetirnos lo mismo —murmuró Sophie. Sin embargo, en ese preciso instante no podía imaginar que las cosas pudieran ir peor.
—¿Dónde vamos? —preguntó Josh. Todavía se sentía mareado después de la descarga de adrenalina y empezaba a temblar.
—Justo aquí —respondió Nicolas señalando hacia una catedral de piedra blanca que se alzaba a su izquierda.
Sophie alcanzó a su hermano y enseguida se percató de que estaba pálido y de que la frente le brillaba por el sudor frío. Le agarró del brazo y le apretó suavemente.
—¿Cómo estás?
Sabía perfectamente por lo que estaba pasando: el ruido, los olores y los sonidos de la ciudad empezaban a abrumar sus sentidos recién Despertados. Ella había sufrido la misma sobrecarga sensorial cuando Hécate la había Despertado. Pero, si bien la Bruja de Endor y Juana de Arco la habían ayudado a controlar la oleada de emociones y sensaciones, ahora no había nadie que pudiera amparar a su hermano.
—Estoy bien —dijo rápidamente—; bueno, no tan bien —añadió un momento más tarde al ver la mirada incrédula en el rostro de Sophie. Ella había experimentado la misma transformación, sabía perfectamente cómo se sentía—. Es sólo que todo esto… —le costaba encontrar las palabras apropiadas.
—Es demasiado —finalizó Sophie por él.
Josh dijo que sí con la cabeza.
—Demasiado —aceptó—. Incluso puedo saborear el tubo de escape de los coches.
—Todo se ajusta —prometió la joven—, y resulta más sencillo. Sólo tienes que acostumbrarte a ello.
—No creo que pueda —replicó Josh mientras agachaba la cabeza y entornaba los ojos para esquivar los molestos rayos de sol que se inmiscuían entre las oscuras nubes. La luz solar bañaba el pavimento húmedo de las calles, enviando puñales de luz a sus ojos—. Necesito gafas de sol.
—Es una buena idea —acordó Sophie. Trotó unos pocos pasos y exclamó—: Nicolas, espera un segundo.
Pese a que echó un rápido vistazo sobre su hombro, el Alquimista no se detuvo.
—No podemos retrasarnos —dijo de forma tajante mientras seguía caminando a paso ligero.
Sophie paró en mitad de la calle y frenó a su hermano. Nicolas ya había dado una docena de pasos cuando se percató de que los mellizos le habían dejado de seguir. Se detuvo y se dio media vuelta, haciéndoles señas con los brazos. Sophie y Josh le ignoraron por completo y, cuando se reunió con ellos, después de dar varias zancadas, en su rostro se percibía algo feo y oscuro.
—No tengo tiempo para estas tonterías.
—Josh necesita gafas de sol, y yo también —dijo Sophie—, y agua.
—Las compraremos más tarde.
—Las necesitamos ahora —replicó firmemente Sophie.
Nicolas abrió la boca para escupir una contestación, pero Josh dio un paso hacia delante, acercándose al Alquimista, y repitió las palabras de su hermana:
—Las necesitamos ahora.
En su voz se distinguió algo parecido a la arrogancia.
Fue precisamente cuando estaban en la plaza en la que se alza la catedral de Notre Dame, en París, mientras sentía el flujo de energía pura recorriéndole el cuerpo y observaba las gárgolas animadas de piedra haciéndose polvo, cuando se dio cuenta del poder que controlaban su hermana y él. En ese momento quizá necesitaban al Alquimista, pero éste también los necesitaba a ellos.
Nicolas miró fijamente los ojos azules de Josh y, fuera lo que fuese lo que vio en ellos, asintió y dio media vuelta para dirigirse a una tienda.
—Agua y gafas de sol —anunció—, ¿algún color en particular? —preguntó a modo sarcástico.
—Negro —respondieron los mellizos al unísono.
Sophie permanecía en el exterior de la tienda, junto a su hermano. Estaba agotada, pero sabía a ciencia cierta que su hermano se sentía aún peor. Ahora que había escampado y dejado de llover, la calle empezó a transitarse. Personas de una docena de nacionalidades diferentes pasaban junto a ellos, conversando en una variedad de idiomas.
De repente, Sophie ladeó la cabeza y arrugó la frente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Josh de inmediato.
—Nada —contestó en voz baja—, es sólo que…
—¿Qué?
—Me ha parecido reconocer las palabras que pronunciaban esas personas.
Su hermano se giró para fijarse dónde miraba Sophie. Dos mujeres vestidas con una larga abaya, procedentes de algún país de Oriente Medio, con la cabeza cubierta y el rostro escondido tras un burka, charlaban aniMadamente.
—Son hermanas… Van a una consulta médica que está en la esquina de la calle Harley —explicó un tanto maravillado.
Josh se dio media vuelta para poder escuchar más detenidamente y se apartó el cabello del oído. Se concentró y trató de aislar las voces de las dos mujeres.
—Sophie, no entiendo ni una sola palabra de lo que dicen; creo que están hablando en árabe.
Dos hombres de negocios, ataviados con trajes muy elegantes, pasaron de largo y se adentraron en la parada de metro de Regent’s Park. Ambos hablaban por teléfono móvil.
—El de la izquierda está hablando con su mujer, que está en Estocolmo —continuó Sophie bajando el tono hasta convertirse en un murmullo—. Le pide perdón por haberse perdido la fiesta de cumpleaños de su hijo. El de la derecha está hablando con su director, que también está en Suecia. Quiere que le envíe por correo electrónico unas hojas de cálculo.
Josh volvió a girar la cabeza, ignorando el tráfico y la infinidad de ruidos de la ciudad. De repente, descubrió que si concentraba su atención en los dos hombres de negocios, podía entender alguna que otra palabra. Su sentido del oído estaba tan agudizado que incluso podía escuchar las voces metálicas que hablaban al otro lado del teléfono. Ninguno de ellos se expresaba en inglés.
—¿Cómo puedes entenderlos? —preguntó.
—Es la sabiduría de la Bruja de Endor —aclaró Nicolas. Había salido de la tienda en el mismo momento que Josh había formulado la pregunta. Sacó dos pares de gafas de sol baratas e idénticas de una bolsa de papel y se las entregó.
—Me temo que no son de diseño.
Sophie deslizó las gafas oscuras hasta el puente de la nariz. El alivio fue inmediato y, por la expresión del rostro de su hermano, sabía que él sentía lo mismo.
—Cuéntame algo —dijo—. Creí que se trataba únicamente de información ancestral lo que la Bruja me había traspasado, pero no tenía la menor idea de que pudiera ser tan útil.
Nicolas les dio una botella de agua a cada uno y los mellizos enseguida se colocaron junto a él. El trío rápidamente se dirigió corriendo hacia la catedral de Saint Marylebone.
—La Bruja te transmitió todo su conocimiento cuando te envolvió en la mortaja de aire. Debo admitir que se trataba de mucha información, pero no tenía la menor idea de que estaba dispuesta a hacerlo —admitió rápidamente al ver el ceño fruncido en el rostro de Josh—. Fue algo completamente inesperado y nada típico. Hace generaciones, las sacerdotisas estudiaban durante toda su vida junto a la Bruja, dedicándole su vida entera, para ser recompensadas con tan sólo un diminuto fragmento de su sabiduría.
—¿Por qué me la entregó toda a mí? —preguntó Sophie algo confundida.
—Es todo un misterio —reconoció Flamel.
Nicolas encontró un hueco entre el tráfico, entre coche y coche, y empujó apresuradamente a los mellizos por la avenida Marylebone. Estaban lo suficientemente cerca para contemplar la elegante fachada de la catedral que se alzaba ante ellos.
—Sé que Juana de Arco te ayudó a seleccionar, y soportar, la cantidad de información que la Bruja te traspasó.
Sophie asintió con la cabeza. En París, mientras dormía, Juana de Arco le había enseñado algunas técnicas para controlar el conglomerado de información arcana y oscura que abrumaba su cerebro.
—Creo que lo que está ocurriendo ahora es que los recuerdos y la sabiduría de la Bruja de Endor están siendo absorbidos gradualmente por tus propios recuerdos. En vez de sólo saber lo que ella sabe, también sabrás cómo lo sabe. En efecto, sus recuerdos están haciéndose tuyos.
Sophie sacudió la cabeza.
—No lo entiendo.
Cuando por fin llegaron a la catedral, Nicolas subió dos peldaños y miró arriba y abajo, rastreando de un solo vistazo a cada transeúnte. Después desvió su mirada hacia Regent’s Park y finalmente observó a los mellizos.
—Es la misma diferencia que existe entre ver un juego o jugar al juego. Cuando conociste a Saint-Germain, enseguida supiste lo que la Bruja sabe sobre él, ¿verdad?
Sophie afirmó con un gesto de cabeza. Un destello de información de la Bruja de Endor le hizo saber que ésta no sentía ningún aprecio, ni confiaba, en el conde de Saint-Germain.
—Ahora, concéntrate y piensa en Saint-Germain —sugirió el Alquimista.
Sophie miró a su hermano, quien se encogió de hombros. Los oscuros cristales de sus gafas de sol tapaban su mirada. Sophie echó una ojeada a su muñeca derecha. En la parte interior había dibujado un círculo dorado con un punto rojo en el centro. Saint-Germain había tatuado, sin producirle dolor alguno, esa imagen en la piel de su muñeca después de instruirla en la Magia del Fuego. Volver a pensar en el conde le trajo una oleada repentina de recuerdos: unos recuerdos físicos y espeluznantemente intensos. Sophie cerró los ojos. En cuestión de segundos, se hallaba en otra época, en otro lugar.
Londres, 1740.
Se encontraba en un majestuoso salón de baile. Llevaba un traje de fiesta tan pesado que le daba la sensación de que la presionaba hacia el suelo. Era increíblemente incómodo: le picaba, le apretaba, le molestaba y le comprimía todas las partes del cuerpo. La atmósfera del salón de baile apestaba a cera de velas, a multitud de perfumes, a aseos rebosantes, a comida cocinada y a cuerpos que llevaban días sin ducharse. Una muchedumbre serpenteaba a su alrededor mientras caminaba; inconscientemente, el gentío se apartaba de su camino, dejándole libre el paso hacia un joven sombríamente vestido con mirada azul. Era Francis, el conde de Saint-Germain. Estaba hablando en ruso con un noble de la corte del emperador Iván VI. Descubrió que entendía sus palabras. El noble insinuaba que la hija menor de Pedro el Grande, Isabel, enseguida conseguiría el poder y que en San Petersburgo se crearían grandes oportunidades de negocio para un hombre como Saint-Germain. El conde se giró lentamente para mirarla. Tomándola de la mano, hizo una reverencia y, en italiano, dijo:
—Es un honor conocerla al fin, señorita. Sophie pestañeó y se tambaleó. El brazo de Josh evitó su caída.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—Yo estaba ahí… —susurró Sophie. Después negó con la cabeza y corrigió—: Aquí, en Londres, hace más de doscientos cincuenta años. Lo vi todo —explicó mientras se agarraba del brazo de Josh para erguirse—. Podía sentir los ropajes que llevaba, percibir el hedor del salón y, cuando Saint-Germain habló en ruso, entendí sus palabras. Y cuando se dirigió a mí en italiano, también lo en-tendí. Yo estaba ahí… —repitió aún perpleja al comprobar sus nuevos recuerdos.
—Los recuerdos de la Bruja de Endor están convirtiéndose en tus propios recuerdos —describió Nicolas—. Su sabiduría está convirtiéndose en tuya. En algún momento, todo lo que ella sabe te pertenecerá a ti.
Sophie Newman sintió un escalofrío. De repente, un pensamiento turbador se le cruzó por la mente.
—Pero ¿qué ocurre conmigo? —preguntó—. La Bruja posee miles de años de recuerdos y experiencias; yo sólo tengo quince y medio y no recuerdo todo lo que me ha ocurrido. ¿Sus recuerdos podrían sustituir los míos?
Nicolas parpadeó. Y después, lentamente, dijo que sí con la cabeza.
—Jamás había pensado en eso, pero sí, tienes razón, podría ocurrir —admitió—. Bueno, tenemos que asegurarnos de que no suceda.
—¿Por qué? —demandaron los mellizos a la vez.
Nicolas descendió los peldaños que había ascendido para colocarse a su lado.
—Porque no somos más que la suma de nuestros re cuerdos y experiencias. Si los recuerdos de la Bruja sustituyen los tuyos, entonces, sin duda, te convertirás en la propia Bruja de Endor.
Josh estaba horrorizado.
—¿Y qué ocurriría con Sophie?
—Si tal cosa sucediera, Sophie dejaría de existir. Sólo existiría la Bruja.
—Entonces lo hizo de forma deliberada —comentó Josh con un tono colérico.
Había alzado tanto la voz que incluso atrajo la atención de un grupo de turistas que tomaban fotografías del reloj de la catedral. Su hermana melliza le asestó un suave golpe con el codo y Josh enseguida bajó el tono de voz a un susurro ronco.
—¡Por eso le transmitió toda su sabiduría a Sophie! —exclamó mientras Nicolas negaba con la cabeza. Pero Josh siguió insistiendo—: Una vez sus recuerdos se apoderen completamente de Sophie, ella obtendrá un cuerpo más joven y nuevo que el suyo, anciano y ciego. No puedes negarlo.
Nicolas cerró la boca y se giró.
—Tengo que… tengo que meditar sobre esto —reconoció—. Jamás había escuchado algo así antes.
—Pero tampoco antes habías escuchado que la Bruja entregara toda su sabiduría a una sola persona, ¿verdad? —replicó Josh.
Sophie agarró al Alquimista por el brazo y se colocó justo delante de él.
—Nicolas, ¿qué hacemos? —preguntó.
—No tengo la menor idea —admitió con un suspiro agotado.
Justo en ese preciso instante, el Alquimista cobró un aspecto anciano, con arrugas profundas en la frente y alrededor de los ojos, pliegues en la nariz y surcos entre las cejas.
—¿Quién puede saberlo? —inquirió Sophie con un tono algo temeroso.
—Perenelle —contestó rápidamente mientras asentía con la cabeza—. Mi Perenelle sabrá qué hacer. Tenemos que volver a ella, es la única capaz de ayudarnos. Mientras tanto, debes concentrarte en ser tú misma, Sophie. Centra tu atención en tu propia identidad.
—¿Cómo?
—Piensa en tu pasado, en tus padres, en los colegios a los que has asistido, en las personas que has conocido, amigos, enemigos, en lugares que has visitado —explicó. Después se giró hacia Josh y añadió—: Tú debes ayudarla. Hazle preguntas sobre el pasado, sobre cualquier cosa que hayáis hecho juntos, sobre lugares que hayáis conocido. Y Sophie —prosiguió ahora clavando su mirada en la joven—, cada vez que empieces a experimentar uno de los recuerdos de la Bruja de Endor, céntrate deliberadamente en otra cosa, en un recuerdo tuyo. Tienes que luchar para evitar que los recuerdos de la Bruja inunden los tuyos hasta que encontremos una forma de controlar todo esto.
De repente, un taxi londinense negro frenó en la esquina y la ventanilla del copiloto se deslizó hacia abajo.
—Subid —ordenó una voz desde las sombras.
Ninguno de ellos se movió.
—No tenemos todo el día. Subid —repitió. Aquel timbre de voz tenía un ligero acento norteafricano.
—No hemos pedido un taxi —contestó Flamel mientras miraba desesperadamente hacia un lado y hacia el otro de la calle. Saint Germain había dicho que enviaría a alguien a recogerlos, pero el Alquimista jamás imaginó que fuera algo tan normal y corriente como un taxi londinense. ¿Era una trampa? ¿Dee había dado con ellos? Miró por encima del hombro la catedral. La puerta estaba abierta. Podían entrar como una flecha y refugiarse en el santuario. Sin embargo, una vez dentro, estarían atrapados.
—Este coche ha sido pedido especialmente para usted, señor Flamel —anunció la voz. Se produjo un silencio y después añadió—, autor de uno de los libros más aburridos que jamás he leído, El resumen filosófico.
—¿Aburrido? —Nicolas abrió la puerta de golpe y empujó a los mellizos hacia la oscuridad—. ¡Durante siglos ha sido reconocida como una obra escrita por un genio! —Se subió al coche y cerró la puerta tras él—. Seguramente Francis te ha dicho que hagas tal comentario.
—Abrochaos el cinturón —ordenó el conductor—. Tenemos compañía, y viene a por nosotros. Compañía poco cordial y, sin duda, desagradable.