El cielo de primera hora de la mañana que cubría Alcatraz era de un color metal mugriento. Gotas de lluvia helada bañaban toda la isla mientras las agitadas olas marinas rompían contra las rocas, rociando de una espuma salada el aire.
Perenelle Flamel se resguardó en un refugio arruinado, en la Casa del Guardián. Se frotó los brazos desnudos con las manos para quitarse las gotas de humedad salada. Llevaba un vestido veraniego de tirantes muy ligero manchado de lodo y óxido, pero la alta y elegante mujer no tenía frío. Aunque se había mostrado un tanto reticente a la hora de utilizar sus poderes, había logrado ajustar su aura, de forma que había adaptado su temperatura corporal para sentirse cómoda. Sabía que si tenía demasiado frío no sería capaz de pensar con lucidez y tenía el presentimiento de que iba a necesitar todos sus recursos durante las próximas horas.
Cuatro días atrás, John Dee había raptado y encarcelado a Perenelle Flamel en Alcatraz. El Mago inglés había escogido a su guardián, una esfinge, por su capacidad especial de alimentarse de las auras de los demás, de los campos energéticos que rodeaban a todo ser viviente. Dee esperaba que la esfinge agotara el aura de Perenelle y, así, evitara que escapara, pero, tal y como había ocurrido otras veces en el pasado, había subestimado las habilidades y poderes de la Hechicera. Con la ayuda del fantasma guardián de la isla, Perenelle había podido arreglárselas para deshacerse de la esfinge. Fue entonces cuando descubrió el terrible secreto que guardaba la isla: Dee había coleccionado monstruos. Las celdas de la cárcel estaban repletas de horribles criaturas de toda la tierra; criaturas que, para la mayoría de seres humanos, sólo existían en los rincones más oscuros de los mitos y las leyendas. Pero el descubrimiento más sorprendente lo había hecho en los túneles más recónditos situados en lo más profundo de la isla. Allí, atrapada tras símbolos mágicos más ancestrales que incluso los propios Inmemoriales, había encontrado a la criatura conocida bajo el nombre de Areop-Enap, la Vieja Araña. Las dos habían formado una inquietante alianza para derrotar a Morrigan, la Diosa Cuervo, y a su ejército de pájaros. Pero ambas sabían que lo peor estaba por venir.
—Este clima no es natural —dijo Perenelle en voz baja. En sus palabras se percibía un acento francés. Respiró profundamente e hizo una mueca. Su sentido del olfato, muy agudizado, le decía que el viento proveniente de la bahía de San Francisco estaba contaminado del aroma de algo mugriento y muerto desde hacía mucho tiempo, lo cual le indicaba que el clima no era natural.
Areop-Enap estaba colgada en lo más alto de una pared del edificio vacío. La gigantesca e hinchada araña estaba ocupada enfundando el techo de la casa con una red blanca y pegajosa. Millones de arañas, algunas tan grandes como platos y otras tan pequeñas como motas de polvo, se escabulleron por la sólida red formando una sombra oscura y ondulante. Todas ellas añadían sus propias capas de seda a la red gelatinosa. Sin girar la cabeza, la Inmemorial desvió sus ocho ojos para centrar su atención en la mujer. Alzó una de sus gruesas patas en el aire y todos los pelos púrpura, con punta gris, se agitaron con la brisa.
—Sí, algo se está acercando… pero no es un Inmemorial, ni tampoco un humano.
—Algo ya está aquí —añadió Perenelle con tono severo.
Areop-Enap se dio la vuelta para observar a Perenelle. Ocho diminutos ojos se posaron sobre su cabeza inquietantemente humana. No tenía nariz, ni orejas y su boca era una línea horizontal repleta de colmillos venenosos. La dentadura salvaje hacía que su pronunciación fuera muy curiosa.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó repentinamente mientras se deslizaba hasta el suelo utilizando un hilo de telaraña.
Perenelle se abrió camino por el suelo de piedra intentando evitar los hilos llenos de nudos de telaraña que se enganchaban a todo aquello que tocaban. Tenían la misma consistencia que el chicle.
—He bajado a la orilla —explicó con el mismo tono de voz—. Quería ver lo lejos que estamos de tierra firme.
—¿Por qué? —inquirió Areop-Enap mientras se acercaba a la mujer.
—Hace muchos años un chamán esquimal me enseñó un conjuro para alterar la consistencia del agua, convirtiéndola en un lodo pegajoso y grueso. Y en efecto, te permite caminar sobre el agua. Los esquimales lo utilizan cuando quieren cazar osos polares que habitan en témpanos de hielo. Quería comprobar si también funcionaba con agua salada.
—¿Y? —preguntó la araña.
—Ni siquiera tuve la oportunidad de intentarlo…
Perenelle sacudió la cabeza. Se recogió la mata de pelo oscuro con las manos y se lo acomodó sobre el hombro. Normalmente lo llevaba sujeto en una gruesa trenza, pero ahora lo llevaba suelto. Se sorprendió al comprobar que tenía más cabellos plateados y blancos que el día anterior.
—Mira.
Areop-Enap se acercó un poco más. Cada una de sus patas era más gruesa que el torso de la mujer y todas tenían una púa aguileña en la punta. Sin embargo, caminaba por el suelo sin producir sonido alguno.
Perenelle se sostuvo parte del cabello entre las manos. Unos diez centímetros de pelo habían sufrido un corte limpio.
—Estaba inclinada hacia el agua, reuniendo mi aura para intentar llevar a cabo el conjuro, cuando algo emergió del agua con un murmullo. Su mandíbula se llevó parte de mi cabellera.
La Vieja Araña siseó suavemente.
—¿Lo viste?
—Fue un vistazo fugaz, nada más. Estaba demasiado ocupada gateando para regresar a la playa.
—¿Una serpiente?
Perenelle volvió a utilizar el francés de su juventud.
—No. Una mujer. De piel verde, con dientes… con multitud de dientes minúsculos. Me pareció vislumbrar la cola de un pez cuando volvió a sumergirse en el agua.
Perenelle negó con la cabeza y después desvió la mirada hacia arriba, hacia la Inmemorial.
—¿Era una sirena? Jamás he visto un ser del Mundo Marino.
—Es poco probable —murmuró Areop-Enap—, aunque podría tratarse de una de las Nereidas salvajes.
—Las ninfas del mar… pero están muy lejos de su hogar.
—Sí. Prefieren las aguas cálidas del Mediterráneo, pero los océanos del mundo son su verdadero hogar. Las he encontrado por todo el planeta, incluso entre los icebergs del Antártico. Existen cincuenta nereidas, y siempre viajan juntas… lo cual me indica que esta isla debe estar completamente rodeada. No podremos escapar por mar. Pero ésa no debe ser la peor de nuestras preocupaciones —siseó la araña—. Si las Nereidas están aquí, probablemente significa que Nerco, su padre, también está cerca.
A pesar del calor, un escalofrío recorrió la espalda de Perenelle.
—¿El Rey del Mar? Pero él vive en un Mundo de Sombras acuático muy lejano y rara vez se aventura a salir de él. No ha venido a este mundo desde 1912. ¿Qué podría traerle otra vez?
Areop-Enap descubrió su dentadura al esbozar una sonrisa salvaje.
—Por ti, Madame Perenelle. Tú eres el premio. Quieren tu sabiduría y tus recuerdos. Tú y tu marido estáis entre los humanos más extraños: sois inmortales sin ningún maestro Inmemorial que os controle. Y ahora que estás atrapada en Alcatraz, los Oscuros Inmemoriales harán lo imposible para asegurarse de que no salgas de aquí con vida.
Una corriente de energía estática azul y blanca recorrió el cabello de Perenelle, que lentamente se alzó y se extendió tras ella formando una aureola negra. Su mirada se tornó fría y un aura verde y blanca resplandeció a su alrededor, alumbrando la casa en ruinas con una luz inhóspita. Una oleada oscura de arañas se escabulló entre las sombras.
—¿Sabes cuántos Oscuros Inmemoriales y parientes o amigos de éstos han intentado matarme? —preguntó Perenelle.
Areop-Enap se encogió de hombros en un movimiento desagradable de todas sus patas.
—¿Muchos? —sugirió.
—¿Y sabes cuántos siguen con vida?
—¿Pocos? —insinuó.
Perenelle sonrió.
—Muy pocos.