La luz del atardecer bañaba el inmenso salón. Los rayos de sol dorados rozaban las paredes de madera tallada y el suelo recién encerado. La armadura colocada en la esquina destellaba toques de luz a la vez que recibía centelleos de color que emitían unas cajitas de colección de monedas que abarcaban más de dos milenios de historia. Una de las paredes estaba recubierta de máscaras y cascos de cada siglo y continente, con sus cuencas vacías y oscuras mirando hacia abajo. Las máscaras rodeaban una pintura al óleo de Santi di Tito que había sido robada hacía siglos del Palazzo Vecchio de Florencia. El cuadro que ahora estaba en la ciudad italiana era una falsificación perfecta. En el centro de la sala se hallaba una gigantesca mesa que antaño había pertenecido a la estirpe de los Borgia. Dieciocho sillas antiguas de respaldo alto estaban colocadas alrededor de la mesa, por la que el tiempo no había pasado en vano. Sólo dos de ellas estaban ocupadas y sobre la mesa no había nada más que un enorme teléfono negro, que parecía estar fuera de lugar en esa sala repleta de antigüedades.
El doctor John Dee estaba sentado a un lado de la mesa. Dee era un inglés pulcro, con la tez pálida y mirada grisácea. Lucía un traje de tres piezas de color gris marengo hecho a medida. El único toque de color lo otorgaban las diminutas coronas doradas que adornaban su corbata gris. Generalmente se recogía la cabellera metalizada en una coleta, pero ahora la llevaba suelta, caída sobre sus hombros, casi rozándole la barba triangular. Descansaba las manos, abrigadas con unos guantes oscuros, sobre la mesa de madera.
Nicolás Maquiavelo estaba sentado enfrente de John Dee. Las diferencias físicas entre ambos hombres eran asombrosas. Si bien Dee era bajito y pálido, Maquiavelo era de constitución alta y tenía la piel bronceada. Sin embargo había un rasgo que ambos compartían: una mirada grisácea y fría. Maquiavelo prefería mantener corto su cabello blanco y siempre parecía estar recién afeitado. Sus gustos solían tender hacia un estilo elegante. No cabía la menor duda de que el traje negro y la camisa de seda blanca que lucía estaban hechos a medida, y la corbata carmesí estaba tejida con hilo de oro puro. Tras él, colgado en la pared, se apreciaba su propio retrato. En el cuadro parecía un poco más joven que ahora, pese a que había sido pintado hacía más de quinientos años. Nicolás Maquiavelo había nacido en 1469. Técnicamente era cincuenta y ocho años mayor que el mago inglés. De hecho, había «muerto» el mismo año en que Dee había llegado a este mundo, en 1527. Ambos hombres eran inmortales y dos de las figuras más poderosas sobre la faz de la tierra. A lo largo de los siglos de sus largas vidas, los dos inmortales habían aprendido a detestarse el uno al otro, aunque ahora las circunstancias les exigían ser aliados.
Los dos hombres habían estado sentados en el salón de la majestuosa residencia de Maquiavelo, con vistas a la Plaza de Canadá, durante los últimos treinta minutos. En todo ese tiempo ninguno había pronunciado palabra. Los dos habían recibido el mismo mensaje en sus respectivos teléfonos móviles: la imagen de un gusano engullendo su propia cola formando así un círculo, el Uróboros, uno de los símbolos más ancestrales de los Oscuros Inmemoriales. En el centro del círculo aparecía el número treinta. Hace varios años hubieran recibido la misma imagen por fax o por correo; hace décadas, por telegrama o mensajero, y aún más tiempo atrás mediante trozos de papel o pergamino, con lo cual hubieran dispuesto de horas o días para prepararse para una reunión. Hoy en día, las imágenes llegaban a través del teléfono y la respuesta se medía en minutos.
Aunque estaban esperando una llamada, ninguno de los dos pudo evitar sobresaltarse cuando el manos libres ubicado en el centro de la mesa vibró. Maquiavelo se inclinó ligeramente sobre el teléfono para comprobar el identificador de llamadas antes de contestar. En la pantalla aparecía un número larguísimo, lo cual era poco habitual, que comenzaba por 31415. El italiano enseguida reconoció que se trataba del inicio del número pi. Cuando pulsó el botón para contestar la llamada, se produjeron unas interferencias que rápidamente se desvanecieron para transformarse en un susurro suave como una brisa.
—Estamos decepcionados.
La voz al otro lado del interfono hablaba en un latín arcaico que se había utilizado por última vez siglos antes de la época de Julio César.
—Muy decepcionados.
Resultaba imposible determinar si la voz pertenecía a un ser masculino o femenino. Incluso a veces parecía que se tratara de dos personas hablando al unísono.
Maquiavelo estaba sorprendido; había imaginado que escucharía la voz rasposa de su maestro, también un Oscuro Inmemorial. Era la primera vez que oía esa voz, pero no era la primera vez para Dee. Aunque el rostro del Mago permaneció impasible, el italiano contempló cómo los músculos de la mandíbula se le tensaron casi imperceptiblemente. Así pues, se trataba del misterioso Oscuro Inmemorial que protegía a Dee.
—Nos aseguraron que todo estaba preparado… nos aseguraron que Flamel sería capturado y asesinado… nos aseguraron que Perenelle sería liquidada y que los mellizos serían apresados y entregados a nosotros… —De repente unas interferencias interrumpieron durante unos segundos la comunicación—. Y sin embargo Flamel sigue libre… Perenelle ya no está encerrada en una celda, aunque sigue atrapada en la isla. Los mellizos han escapado. Y todavía no tenemos en nuestras manos el Códex completo. Estamos decepcionados —repitió la incorpórea voz.
Dee y Maquiavelo se cruzaron las miradas. La gente que decepcionaba a los Oscuros Inmemoriales tendía a desaparecer. Un maestro Inmemorial tenía el poder de conceder la inmortalidad a los seres humanos, pero era un don que podía ser retirado con un sencillo roce. Dependiendo del tiempo que el humano había sido inmortal, un envejecimiento repentino, y a menudo catastrófico, le recorría el cuerpo. Los siglos envejecían y destruían la carne y los órganos. En cuestión de segundos, un humano de aspecto saludable podía reducirse a un montón de piel correosa y huesos deshechos.
—Nos habéis fallado —susurraron las voces.
Ninguno de los dos hombres rompió el consiguiente silencio, ya que ambos eran conscientes de que sus largas vidas pendían de un hilo. Tanto Dee como Maquiavelo eran hombres poderosos e importantes, pero ninguno era irreemplazable. Los Oscuros Inmemoriales disponían de otros agentes humanos que podían enviar tras los pasos de Flamel y los mellizos. Muchos otros.
Una vez más se produjeron interferencias en la línea telefónica. De pronto, se escuchó una nueva voz.
—Y, sin embargo, permitidme que os sugiera que no todo está perdido.
Después de tantos siglos de práctica, Maquiavelo permaneció inexpresivo. Ésta era la voz que había estado esperando, la voz de su maestro Inmemorial, un personaje que, durante un periodo breve de tiempo, había gobernado Egipto hacía más de tres mil años.
—Permitidme que sugiera que estamos más cerca ahora que nunca. Tenemos motivos para la esperanza. Hemos confirmado que los niños humanos son, en realidad, los mellizos de la leyenda; hemos visto una pequeña demostración de sus poderes. El maldito Alquimista y su Hechicera están atrapados y muñéndose poco a poco. Todo lo que tenemos que hacer es esperar. Y el tiempo, nuestro gran aliado, se ocupará de ellos por nosotros. Scathach ha desaparecido del mapa y Hécate ha sido destruida. Y tenemos el Códex.
—Pero no completo —murmuró la voz masculina y femenina—. Aún nos faltan las dos últimas páginas.
—De acuerdo. Pero es mucho más de lo que jamás habíamos conseguido. Poseemos la información suficiente para iniciar el proceso de retorno de los Inmemoriales desde los Mundos de Sombras más lejanos.
Maquiavelo frunció el ceño en un intento de concentrar su atención. Según se creía, el maestro Inmemorial de Dee era de los más poderosos entre todos los Inmemoriales y, sin embargo, su propio maestro estaba debatiendo y discutiendo con él, o ella. La línea telefónica crujió y la voz masculina y femenina volvió a sonar, aunque esta vez con tono malhumorado.
—Pero necesitamos las páginas de la Evocación Final. Sin ellas, nuestros hermanos y hermanas no podrán dar el último paso desde sus Mundos de Sombras hasta este mundo.
El maestro de Maquiavelo respondió sin alterar su tono de voz.
—Deberíamos empezar a reunir nuestros ejércitos. Algunos de nuestros hermanos se han aventurado más allá de los Mundos de Sombras y se han sumergido en Otros Mundos. Tardarán muchos días en regresar. Tenemos que avisarles ahora, conducirles a los Mundos de Sombras que rodean esta tierra de forma que, cuando llegue el momento, un único paso les traiga a este mundo y podamos unirnos para reclamar este planeta.
Maquiavelo miró a Dee. El Mago inglés había ladeado ligeramente la cabeza y tenía los ojos entrecerrados mientras escuchaba a los Inmemoriales. Casi como si pudiera notar la mirada de Maquiavelo clavada en su rostro, Dee abrió los ojos y arqueó las cejas a modo de pregunta silenciosa. El italiano sacudió la cabeza; no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo.
—Ésta es la época que Abraham había vaticinado cuando creó el Códex —continuó el maestro de Maquiavelo—. Él poseía el don de la Visión, podía ver a través de las hebras del tiempo. Él fue quien pronosticó que este tiempo llegaría, y lo denominó el Tiempo del Retorno, cuando el orden se restablecería en el mundo. Hemos descubierto a los mellizos y conocemos el paradero de Flamel y de las dos últimas páginas del Códex. Una vez tengamos en nuestro poder esas páginas, podremos utilizar los poderes de los mellizos para impulsar la Evocación final.
La línea telefónica volvió a crujir a causa de una interferencia pero, de fondo, Maquiavelo pudo percibir un murmullo que expresaba asentimiento. Fue en ese instante cuando se percató de que había otros seres que escuchaban la conversación. Se preguntó cuántos Oscuros Inmemoriales se habían reunido. Tuvo que morderse el interior de la mejilla para evitar dibujar una sonrisa. Le divertía la imagen de los Inmemoriales reunidos, cada cual con su apariencia y aspecto inconfundible, algunos humanos e inhumanos, otros bestias y monstruos, escuchando atentamente el auricular de su teléfono móvil. El italiano escogió su momento cuando se produjo un silencio entre los susurros y pronunció sus palabras precavido, despojando toda emoción de su voz, manteniéndola neutral y profesional.
—Entonces, permítanme sugerirles que nos dejen completar nuestras tareas. Que podamos encontrar a Flamel y a los mellizos.
Sabía que había entrado en un juego muy peligroso, pero también sabía, y no se equivocaba, que había disensión en las filas de los Inmemoriales, y, desde siempre, él había sido todo un experto a la hora de manipular este tipo de situaciones. Había notado claramente la necesidad en la voz de su maestro. Los Inmemoriales querían desesperadamente el Códex y a los mellizos; sin ellos, el resto de los Oscuros Inmemoriales no podrían regresar a la tierra. Y en ese preciso instante reconoció que tanto él como Dee eran todavía un recurso muy valioso.
—El doctor y yo hemos ideado un plan —dijo. Después se quedó callado, a la espera de que mordieran el anzuelo.
—Habla, humano —retumbó la voz masculina y femenina.
Maquiavelo entrecruzó las manos sin mencionar una sola palabra. El inglés alzó las cejas bruscamente y señaló el teléfono. «Habla», articuló mudamente para que el italiano le leyera los labios.
—¡Habla! —gruñó la voz al mismo tiempo que crujían interferencias.
—Tú no eres mi maestro —respondió Maquiavelo en voz baja—. Tú no puedes darme órdenes.
Entonces se produjo un sonido sibilante, como si se tratara del vapor hirviente que indica que el agua de la tetera ya está lista. Maquiavelo acercó el oído al interfono con el fin de identificar tal ruido y asintió con la cabeza: eran risas. Los demás Inmemoriales se habían divertido con su respuesta. Había dado en el clavo, había disensión en las filas de los Inmemoriales y, aunque el maestro de Dee pudiera ser un todopoderoso, eso no significaba que fuera apreciado por los demás. Aquí se le presentaba una debilidad que el italiano podía aprovechar en beneficio propio.
Dee le miró fijamente. Sus ojos expresaban horror y, quizá, también admiración.
La comunicación telefónica chasqueó y el ruido de fondo cambió por completo. Fue entonces cuando habló el maestro de Maquiavelo con una voz que, sin lugar a dudas, desprendía divertimiento.
—¿Qué propones? Y ten cuidado, humano —añadió—. Tú también nos has fallado. Nos aseguraron que Flamel y los mellizos no abandonarían París.
El italiano se inclinó hacia el teléfono con expresión triunfante.
—Maestro. Me ordenaron que no hiciera nada hasta que llegara el Mago inglés. Se perdió un tiempo muy valioso. De este modo, Flamel pudo contactar con sus aliados, encontrar refugio y descansar.
Maquiavelo observaba detenidamente a Dee mientras hablaba. Sabía que el inglés se había puesto en contacto con su maestro Inmemorial y que éste, a su vez, había ordenado al maestro de Maquiavelo que exigiera al italiano no mover un solo dedo hasta que llegara Dee.
—Sin embargo —continuó el italiano después de haber hecho tal ansiado comentario—, este retraso nos ha beneficiado. Un Inmemorial leal a nosotros ha Despertado los poderes del chico por nosotros. Podemos hacernos una ligera idea de sus poderes y sabemos que han logrado huir.
Apenas lograba esconder la satisfacción en su voz. Miró a Dee, sentado delante de él, y éste asintió. El Mago inglés había entendido la insinuación.
—Están en Londres —explicó John Dee—. Y Gran Bretaña, más que cualquier otra tierra del planeta, es nuestro país —enfatizó—. A diferencia de París, tenemos aliados allí: Inmemoriales, seres de la Última Generación, inmortales y sirvientes humanos que nos ayudarán. Y en Inglaterra hay otros, leales únicamente a nosotros, cuyos servicios podemos comprar. Podemos organizar todos estos recursos para buscar y capturar a Flamel y los mellizos —acabó. Un segundo después se inclinó hacia el teléfono, contemplándolo fijamente mientras esperaba una respuesta.
La línea telefónica emitió un chasquido y la llamada finalizó. La señal de ocupado llenó el silencio de la sala.
El Mago observó el teléfono con una mezcla de sorpresa e ira.
—¿Hemos perdido la conexión o sencillamente nos han colgado?
Maquiavelo pulsó el botón del manos libres, silenciando así el ruido.
—Ahora ya sabes cómo reacciono cuando tú me cuelgas el teléfono —replicó el italiano en tono tranquilo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dee.
—Esperar. Imagino que están discutiendo nuestro futuro.
Dee cruzó los brazos sobre su estrecho pecho.
—Nos necesitan —dijo mientras intentaba, sin éxito alguno, aparentar confianza.
La sonrisa del italiano fue amarga.
—Nos utilizan, pero no nos necesitan. Conozco al menos una docena de inmortales sólo en París que podrían hacer lo que yo hago.
—Bueno, sí, tú eres reemplazable —comentó Dee mientras encogía los hombros para mostrar complacencia—. Pero yo he pasado una vida entera persiguiendo a Nicolas y Perenelle.
—Querrás decir que has pasado una vida entera intentando, sin lograrlo una sola vez, capturarlos —objetó Maquiavelo manteniendo una voz neutral. Después, con una sonrisa maliciosa, añadió—: Has estado muy cerca, pero siempre lejos.
Justo en el momento en que Dee estaba a punto de protestar, el teléfono sonó.
—Ésta es nuestra decisión —anunció el Maestro Inmemorial de Dee con una voz discordante—: El Mago seguirá los pasos del Alquimista y de los mellizos en Inglaterra. Tus órdenes son claras: acaba con Flamel, captura a los mellizos y recupera las dos páginas del Códex. Utiliza todos los medios necesarios para alcanzar este objetivo; Tenemos aliados en Inglaterra que están en deuda con nosotros; ha llegado el momento de reclamar esas deudas. Y Doctor… si fracasas esta vez, te retiraremos temporalmente el don de la inmortalidad y permitiremos que tu cuerpo humano envejezca hasta el límite. Después, justo en el momento antes de morir, te haremos otra vez inmortal. —Se distinguió un ruido que bien podría ser una risita o una inspiración—. Piensa en cómo te sentirás: tu brillante mente atrapada en un cuerpo anciano y débil, incapaz de ver o escuchar claramente, incapaz de caminar o moverte, con constantes dolencias fruto de infinidad de enfermedades. Serás un anciano para siempre. Fállanos y éste será tu destino. Te aprisionaremos en este armazón para toda la eternidad.
Dee asintió con la cabeza, tragó saliva y, con toda la seguridad que pudo, musitó:
—No te fallaré.
—En cuanto a ti, Nicolas —habló el maestro Inmemorial de Maquiavelo—, viajarás a las Américas. La Hechicera anda suelta por Alcatraz. Haz todo lo que esté en tu mano para asegurar la isla.
—Pero no dispongo de contactos en San Francisco —protestó rápidamente el italiano—, ningún aliado. Europa siempre ha sido mi campo de trabajo.
—Tenemos agentes repartidos por todas las Américas; en este instante ya están viajando hacia el oeste a la espera de tu llegada. Daremos órdenes estrictas para que uno de ellos te guíe y te ayude. En Alcatraz encontrarás un ejército, por llamarlo de algún modo, que permanece dormido en las celdas. Son criaturas que el ser humano sólo reconoce en sus peores pesadillas o mitos más estremecedores. No teníamos intención de utilizar este ejército tan pronto, pero los acontecimientos están sucediéndose muy rápido, mucho más de lo que preveíamos. Pronto llegará el Momento de Litha, el solsticio de verano. Ese día, el que marca la llegada del estío, las auras de los mellizos alcanzarán su momento más vigoroso, a diferencia de las fronteras que dividen este mundo de la miríada de Mundos de Sombras, que alcanzarán su instante más débil. Nuestra intención es reclamar esta tierra ese mismo día.
Incluso Maquiavelo fue incapaz de mantener una expresión neutral. Miró a Dee y descubrió que el Mago también tenía los ojos como platos. Ambos hombres habían trabajado bajo las órdenes de los Oscuros Inmemoriales durante siglos y sabían de buena tinta que su intención era regresar al mundo que una vez ellos mismos gobernaron. Aun así, les sorprendía darse cuenta de que, después de años de espera y planes, tal acontecimiento estaba a punto de ocurrir en tan sólo tres semanas.
El doctor John Dee se acercó aún más al teléfono.
—Maestros, y hablo también en nombre de Maquiavelo cuando os digo estas palabras, nos alegra que el Tiempo del Retorno esté a punto de llegar y con él, todos vosotros. —Tragó saliva y cogió aire—. Pero permitidme que os advierta de algo: el mundo al que estáis a punto de regresar no es el mismo que abandonasteis. Los humanos tienen tecnología, comunicaciones, armas… resistirán —añadió con tono vacilante.
—Tienes razón, Doctor —dijo el maestro de Maquiavelo—, así que les entregaremos algo para distraerles, algo para que utilicen sus recursos y consuman su atención. Nicolas —continuó la voz—, cuando hayas recuperado Alcatraz, despierta a todos los monstruos que dormitan en las celdas y ponlos en libertad sobre la ciudad de San Francisco. La destrucción y el terror serán indescriptibles. Y cuando la ciudad haya quedado reducida a ruinas humeantes, permite que todas las criaturas merodeen como deseen. Saquearán todo el continente americano. La raza humana siempre ha temido a la oscuridad: les recordaremos por qué. Hay hordas de criaturas semejantes escondidas en cada continente; se liberarán en el mismo momento. El mundo se disolverá rápidamente en locura y caos. Ejércitos enteros serán exterminados, de forma que nadie podrá enfrentarse a nosotros cuando regresemos. ¿Y cuál será nuestra primera acción? Destruir a todos los monstruos para que la raza humana nos dé la bienvenida como sus salvadores.
—¿Y estas bestias están en las celdas de Alcatraz? —preguntó Maquiavelo consternado—. ¿Cómo debo despertarlas?
—Recibirás órdenes cuando llegues a las Américas. Pero primero tienes que derrotar a Perenelle Flamel.
—¿Cómo sabemos que sigue allí? Si ha logrado escapar de su celda, quizás haya huido de la isla.
El italiano era consciente de que, de repente, el corazón le latía más rápido; hacía trescientos años que había jurado venganza a la Hechicera. ¿Tendría ahora la oportunidad de ajustar cuentas con ella?
—Ella sigue en la isla. Ha liberado a Areop-Enap, la Vieja Araña. Es una adversaria peligrosa, pero no invencible. Hemos tomado precauciones para neutralizarla y, de paso, asegurarnos de que Perenelle no abandone la isla hasta que tú llegues. Y Nicolas —dijo el Inmemorial con voz severa—, no repitas el error de Dee. —El Mago se irguió—. No intentes capturar o encarcelar a Perenelle. No intentes hablar con ella, negociar con ella o razonar con ella. Mátala en cuanto la veas. La Hechicera es infinitamente más peligrosa que el Alquimista.