Creo que son ellos.
El joven ataviado con un abrigo verde y situado exactamente bajo el gigantesco reloj circular de la estación de Saint Paneras apartó su teléfono móvil del oído para comprobar la pantalla rectangular del aparato, donde brillaba una imagen borrosa en formato «jpg». El Mago inglés había enviado la imagen hacía un par de horas. Se veía claramente la hora y la fecha en la que había sido tomada: las 23.59.00 horas del 4 de junio. Los colores apenas se diferenciaban entre sí y daba la sensación de que la fotografía había sido tomada por una cámara de seguridad. Mostraba un anciano con cabello canoso y corto que, acompañado por dos adolescentes, subía a un tren.
Poniéndose de puntillas, el joven rastreó con la mirada la estación para no perder de vista al trío que acababa de vislumbrar. Por un instante, pensó que les había perdido la pista entre la multitud, si bien aunque tal cosa hubiera pasado no llegarían muy lejos; una de sus hermanas estaba en la planta baja y la otra fuera de la estación, vigilando la entrada.
Pero ¿dónde se habían metido el anciano y los dos adolescentes?
Al intentar diferenciar las incontables esencias que cubrían la atmósfera de la estación, el joven abrió completamente las aletas de la nariz, estrechas y puntiagudas. Identificó y descartó rápidamente el hedor que desataba tal cantidad de seres humanos, la miríada de perfumes y desodorantes, de jabones y cremas, el olor grasiento a comida frita que emergía de los restaurantes de la estación, el rico aroma de café y el penetrante y empalagoso tufo metálico de los motores y vagones de los trenes. Las aletas de su nariz se expandieron de forma casi inhumana mientras cerraba los ojos y echaba la cabeza ligeramente hacia atrás. Los olores que estaba buscando eran más ancestrales, más salvajes, más insólitos…
¡Ahí!
Menta: una mera insinuación.
Naranjas: poco más que una vaga sugerencia.
Vainilla: apenas un perceptible rastro.
Escondidas tras unas diminutas gafas de sol rectangulares, sus pupilas, de un color azul negruzco, se dilataron. Olfateó el aire en un intento de localizar la tenue estela de esencias camuflada en el ambiente de la gigantesca habitación. ¡Los tenía!
El anciano que había visto en la imagen de su teléfono caminaba a zancadas por la estación directamente hacia él. Llevaba unos vaqueros negros y una chaqueta de cuero muy desgastada y cargaba con una maleta de viaje en su mano izquierda. Y, al igual que en la fotografía que le habían tomado horas antes, le seguían dos adolescentes rubios tan parecidos que incluso podrían ser hermanos. El chico era más alto que la chica, y ambos cargaban con mochilas.
El joven tomó rápidamente una instantánea con la cámara fotográfica de su aparato móvil y la envió al doctor John Dee. Aunque el Mago inglés sólo le provocaba desprecio y desdén, lo último que quería era que éste se convirtiera en su enemigo. Dee era el agente de uno de los Oscuros Inmemoriales más ancestrales y, sin duda alguna, más peligrosos de todos.
Quitándose la capucha de su abrigo verde, que hasta ahora le había cubierto el rostro, el joven dio media vuelta en el mismo instante que el trío se aproximaba a él y llamó a su hermana, que se mantenía a la espera en la planta baja.
—Definitivamente se trata de Flamel y los mellizos —murmuró al auricular en un idioma ancestral que, finalmente, se transformó en gaélico—. Se dirigen hacia ti. Atacaremos cuando lleguen a la calle Euston.
Cerrando el teléfono con un golpe seco, el joven con abrigo y capucha salió tras los pasos del Alquimista y los mellizos norteamericanos. Se movía fácilmente entre el gentío que se había aglomerado en la estación a esa hora de la tarde. Aparentaba ser otro adolescente más, pasando desapercibido y anónimo con unos vaqueros desaliñados, unas zapatillas de deporte raspadas, un abrigo varias tallas más grande, una capucha que le tapaba la cabeza y el rostro y unas gafas de sol que ocultaban sus ojos.
Sin embargo, pese a su apariencia, el joven jamás había sido, ni remotamente, humano. Él, junto con sus hermanas, había pisado por primera vez la isla británica cuando ésta aún estaba unida al continente europeo y, durante generaciones, todos ellos habían sido venerados como dioses. Le resultaba un tanto molesto recibir órdenes del entorno de Dee quien, después de todo, no era más que un humano. Pero el Mago inglés había prometido al joven encapuchado un premio muy tentador: Nicolas Flamel, el legendario Alquimista. Las órdenes de Dee habían sido claras; el joven y sus hermanas podían quedarse con Flamel, pero los mellizos eran intocables. El chico retorció los labios; sus hermanas capturarían con el mínimo esfuerzo a los mellizos y él tendría el gran honor de matar a Flamel. Una lengua color azabache salió como una flecha de la comisura de los labios y se relamió. El Alquimista sería un festín del que disfrutaría varias semanas. Y, por supuesto, le guardarían los bocados más sabrosos a Madre.
Nicolas Flamel aminoró el paso, permitiendo así que Sophie y Josh le alcanzaran. Con una sonrisa forzada, el Alquimista señaló la estatua de bronce de unos doce metros de altura ubicada a los pies del reloj.
—Se conoce como «El punto de encuentro» —dijo en voz alta. Después, con un susurro, añadió—: Nos están siguiendo. —Sin dejar de sonreír, se inclinó hacia Josh y murmuró—: Ni se te ocurra girarte.
—¿Quién? —preguntó Sophie.
—¿El qué? —inquirió Josh. Sentía náuseas y mareos; los aromas y los sonidos de la estación ferroviaria estaban abrumando sus sentidos, recientemente Despertados. Un dolor de cabeza punzante parecía golpearle el cráneo y la luz era tan cegadora que incluso deseó tener un par de gafas de sol al alcance.
—Sí, el «qué» es mejor pregunta —respondió Nicolas con aire severo.
El Alquimista alzó un dedo para señalar el reloj, aparentando así estar hablando acerca de él.
—No estoy seguro de qué ronda por aquí —admitió—. Pero se trata de algo ancestral. Lo sentí en cuanto me apeé del tren.
—¿Lo sentiste? —preguntó Josh desorientado. Cada segundo que pasaba se sentía más confundido. No se había encontrado tan mal desde que en el desierto de Mojave le dio una insolación.
—Tan sólo un leve hormigueo. Mi aura reaccionó a la presencia del aura de quién sea, o qué sea que está aquí. Cuando tengáis más control sobre vuestras propias auras, seréis capaces de notar lo mismo.
Alzando ligeramente la barbilla, como si admirara la bóveda compuesta de vidrio y metal, Sophie se giró lentamente. Multitud de personas serpenteaban a su alrededor. La mayoría parecían ser ciudadanos londinenses que tomaban el tren diariamente para desplazarse hacia su lugar de trabajo, aunque también distinguió a numerosos turistas. Varios de ellos se detenían frente a la estatua conocida como «El punto de encuentro» para hacerse una fotografía o posaban con el reloj como telón de fondo. No había nadie que prestara especial atención a ella o a sus compañeros.
—¿Qué haremos? —preguntó Josh a medida que una sensación de pánico se apoderaba de él—. Puedo estimular los poderes de Sophie —tartamudeó—, tal y como hice en París…
—No —interrumpió Flamel con aire cortante mientras agarraba el brazo de Josh con extrema fuerza—. A partir de ahora, sólo debes utilizar tus poderes como último recurso. En el momento en que actives tu aura estarás llamando la atención de cada Inmemorial, cada ser de la Última Generación y cada inmortal que haya a quince kilómetros a la redonda. Y aquí, en Inglaterra, todos y cada uno de ellos están aliados con los Oscuros Inmemoriales. Además, también en estas tierras pueden despertar a otras criaturas; criaturas que, preferiblemente, es mejor no molestar.
—Pero tú has dicho que nos están siguiendo —protestó Sophie—. Eso significa que Dee ya sabe dónde estamos.
Flamel condujo a los mellizos hacia la izquierda, alejándose así de la estatua y apresurándolos a que se dirigieran hacia la salida.
—Imagino que dispone de observadores en cada aeropuerto, en cada puerto marítimo y en cada estación ferroviaria de toda Europa. Seguramente Dee sospecha que hemos viajado hasta Londres, pero en el momento en que cualquiera de vosotros active su aura, ya no le cabrá ninguna duda.
—¿Y qué haremos entonces? —inquirió Josh mientras se giraba para mirar a Flamel. Bajo las cegadoras luces de la estación, las nuevas arrugas que habían aparecido en la frente y alrededor de los ojos del Alquimista parecían más pronunciadas y profundas.
Flamel se encogió de hombros.
—Quién sabe lo que es capaz de hacer. Está desesperado, y los hombres desesperados hacen cosas terribles. Recordad cuando estaba en lo más alto de Notre Dame. Estaba dispuesto a destruir el antiguo monumento sólo para deteneros… estaba dispuesto a acabar con vuestras vidas para evitar que huyerais de París.
Josh sacudió la cabeza, mostrando así confusión.
—Pero eso es lo que no entiendo. Creía que él nos quería vivos.
Flamel emitió un suspiro.
—Dee es un nigromante. La nigromancia es un arte repugnante y horrible que implica activar, de forma artificial, el aura de un cuerpo muerto para resucitarlo.
Al pensarlo, Josh sintió cómo un escalofrío le recorría el cuerpo.
—¿Estás diciendo que nos habría matado para después devolvernos la vida?
—Sí. Como último recurso —comentó Flamel en el mismo instante que alargaba el brazo para apretar gentilmente el hombro de Josh—. Créeme, es una existencia terrible; es vivir en plena oscuridad y sombras. Y recuerda que Dee fue testigo de lo que tú hiciste, así que ahora puede presentir lo que eres capaz de hacer. Si tenía dudas sobre si eráis los legendarios mellizos, en este momento ya se han disipado. Él tiene que conseguiros: os necesita.
El Alquimista le dio un par de palmaditas en el pecho. Se escuchó el crujir del papel. Bajo su camiseta, en una bolsa de tela que llevaba colgada al cuello, Josh escondía las dos páginas que había conseguido arrancar del Códex.
—Y, sobre todas las cosas, necesita estas páginas.
El grupo siguió las señales que indicaban la salida de la estación a la calle Euston. Les arrastraba una avalancha de londinenses que seguían su misma dirección.
—Pensé que habías dicho que alguien nos recogería —recordó Sophie mirando a su alrededor.
—Saint-Germain me dijo que intentaría contactar con un viejo amigo —murmuró Flamel—. Quizá no ha podido ponerse en contacto con él.
Salieron de la vistosa estación de ladrillo rojo, donde convergía la calle Euston, y se detuvieron repentinamente. Cuando abandonaron la capital francesa la temperatura rondaba los 17° C, pero en Londres la sensación era como mínimo de diez grados menos y, además, llovía a cántaros. El viento que recorría la calle era tan frío que los mellizos empezaron a tiritar. Dieron media vuelta y buscaron cobijo en la entrada de la estación.
Fue en ese instante cuando Sophie lo vio.
—Un joven con un abrigo verde y con la capucha puesta —informó de forma inesperada mientras se giraba hacia Nicolas y se concentraba enormemente en su mirada pálida. Sabía que si desviaba la mirada hacia otro sitio, involuntariamente, echaría un fugaz vistazo al joven que les había estado siguiendo. Aún podía verlo por el rabillo del ojo. Merodeaba alrededor de una columna y no dejaba de observar el teléfono móvil que tenía en la mano mientras jugueteaba con él. Había algo raro en aquel joven, en su forma de estar de pie. Algo artificial. En ese mismo instante le pareció percibir una tenue esencia en el aire que rápidamente relacionó con carne podrida. Arrugó la nariz. Cerró los ojos y concentró toda su atención en aquel particular olor—. Huele a algo putrefacto, como echado a perder.
La sonrisa que se había formado en el rostro del Alquimista se torció.
—¿Lleva una capucha? Así que es él quién nos ha estado siguiendo.
Los mellizos apreciaron un temblor en su voz.
—Pero no es un chico, ¿verdad? —preguntó Sophie.
Nicolas negó con la cabeza.
—Ni siquiera se acerca.
Josh inspiró profundamente.
—Está bien, ¿sabes que ahora hay dos personas más que llevan abrigos verdes con capucha y que ambos están corriendo hacia aquí?
—¿Tres? —murmuró Flamel aterrorizado—. Tenemos que irnos.
Agarrando a los mellizos por el brazo, los arrastró hacia el exterior de la estación, donde seguía diluviando, torció a mano derecha y los condujo hacia la calle.
La lluvia era tan fría que incluso Josh se quedó sin respiración; las gotas podían confundirse con perdigones helados que se incrustaban en su rostro. Finalmente, Flamel guió a los mellizos hacia un callejón donde podían refugiarse del aguacero. Josh intentó recuperar el aliento. Se apartó el cabello de la cara y miró directamente al Alquimista.
—¿Quiénes son? —inquirió.
—Los Encapuchados —contestó el Alquimista con tono amargo—. Dee debe de estar desesperado. Y debe de ser más poderoso de lo que creía si realmente puede darles órdenes. Son los Genii Cucullati.
—Genial —comentó Josh—. Con esa información ya me ha quedado claro —dijo. Después se giró hacia su hermana y añadió—: ¿Alguna vez has oído…? —empezó. Pero al contemplar la expresión de su hermana se detuvo y exclamó—: ¡Sabes quiénes son!
Sophie se estremeció cuando los recuerdos de la Bruja de Endor empezaron a parpadear en los rincones de su consciencia. Sintió una acidez en la garganta y un retortijón en el estómago. La Bruja de Endor había conocido a los Genii Cucullati y los despreciaba. Sophie se giró hacia su hermano y le respondió.
—Se alimentan de carne humana.