Es un monolito —sentenció William Shakespeare mientras contemplaba las dos gigantescas piedras coronadas por una losa sólida—. Es idéntico a Stonehenge.
—Yo mismo construí Stonehenge —anunció Marethyu—. Cada Mundo de Sombras está conectado con otro reino al menos mediante una puerta. Algunos incluso tienen dos y los dominios más extensos, reinos del mismo gigantesco tamaño que este planeta, contienen múltiples puertas que los enlazan con otros mundos. Cuando creé este mundo sólo necesité dos puertas: una que estuviera vinculada con la línea telúrica de la capital francesa…
—Entonces, ¿sabías que íbamos a utilizar esa línea? —interrumpió Scathach.
—Así es.
—Algún día me contarás cómo lo averiguaste —respondió Scathach con seriedad.
—Quizá sí, algún día.
—¿Ésta es la segunda puerta? —preguntó Juana, quien estaba de pie delante del monumento prehistórico—. ¿Adonde conduce?
—Al Cruce de los Mundos de Sombras —desveló Marethyu. Después se adentró entre el espacio que conformaban las dos gigantescas rocas colocadas en vertical… y desapareció.
—Detesto las líneas telúricas —se quejó Scatty—. Sólo dejad que me asegure de que no hay sorpresas desagradables esperándonos al otro lado.
Blandiendo sus espadas, desapareció. Un segundo más tarde su rostro, incorpóreo y ligeramente verde, apareció flotando en el aire.
—Todo despejado.
Shakespeare fue el siguiente, seguido por Juana y Saint-Germain, que se adentraron en el reino cogidos de la mano. Palamedes fue el último en salir del Mundo de Sombras del Pleistoceno. Se giró para echar un último vistazo y se dio cuenta de que el reino empezaba a marchitarse hasta desaparecer. Los colores perdían el brillo gradualmente, de forma que todo el paisaje era un abanico de tonalidades grisáceas. El horizonte se dispersaba poco a poco, convirtiéndose así en una fina línea de polvo destellante. Mientras contemplaba el espectáculo, el polvo se arremolinó y desapareció en el cielo y, de repente, el propio cielo se disolvió en una oscuridad absoluta. Una por una, las lunas se apagaron. Palamedes se estremeció. El mundo, y todo lo que contenía, toda su extraordinaria flora y su fauna diversa, se extinguía por momentos porque el hombre del garfio no tenía intención de volver a usarlo. Este reino se había creado por un solo y único propósito: atrapar —¿o acaso era salvar?— a Scathach y a Juana de Arco. Sin duda, Marethyu debió de averiguar que Saint-Germain seguiría a su esposa sin pensárselo dos veces. El corpulento caballero frunció el ceño: ¿también supo que Palamedes y Will seguirían a su amigo? Marethyu dijo que era alguien del pasado… Entonces, ¿cómo había podido averiguar tantas cosas sobre el futuro?
¿Quién era realmente el hombre encapuchado?
El Caballero Sarraceno saltó por la abertura del monolito unos segundos antes de que las puertas se disolvieran y se transformaran en polvo.
El desconocido con garfio esperó hasta que Palamedes apareció.
—Me alegro de que hayas podido unirte a nosotros —dijo—. Temía que te quedaras allí demasiado tiempo —comentó.
Después se giró hacia el pequeño grupo de inmortales Y alzó el brazo izquierdo. El garfio se iluminó con una luz cálida y dorada que iluminaba parte de la gigantesca cueva donde se hallaban.
—Bienvenidos a Xibalbá —anunció Marethyu—. Menos mal que no disponemos de tiempo suficiente para hacer turismo. Tenemos que salir de aquí cuanto antes. —En ese preciso instante arrancó a correr—. Nuestro calor corporal, además de nuestras auras, atraerán a unos guardianes especialmente asquerosos. Seguidme. Y bajo ningún concepto os desviéis del camino.
—Odio este lugar —gruñó Scathach tapándose la nariz en un intento de evitar inspirar el hedor a azufre.
—¿Has estado aquí antes? —preguntó Marethyu, algo sorprendido.
—Entonces no lo sabes todo —replicó rápidamente con una amplia sonrisa.
—No todo —asumió—, lo suficiente.
—¿Adonde vamos? —exigió saber Saint-Germain.
—Os conduciré hacia una serie de entradas a…
—No más líneas telúricas —interrumpió Scathach.
—Me temo que eso no es posible. Aunque no son líneas telúricas normales. Le hice un favor a Cronos y, a cambio, él creó estas entradas para mí. Pero, sobre todo, no os alejéis de mí. Vamos a adentrarnos en Mundos de Sombras que contienen trece entradas, y debemos cruzar las correctas en el orden adecuado.
—¿O de lo contrario…? —preguntó Will.
Marethyu meneó la cabeza.
—Créeme: no quieras saberlo.
—De hecho preferiría saberlo —balbuceó el Bardo.
Corretearon por un estrecho sendero que serpenteaba alrededor de una gigantesca piscina cubierta de lava. En la superficie explotaban burbujas que, a veces, escupían serpentinas de roca líquida en el aire, como si fueran fuegos artificiales. De vez en cuando los lazos volaban tan alto que incluso tocaban el techo y, en ese momento, las serpentinas se quedaban enganchadas en la bóveda de la cueva, balanceándose durante un instante, oscilando hasta finalmente desprenderse y rociar el suelo con un abrasador granizo.
—¡Por aquí! —exclamó Marethyu señalando la apertura más pequeña de las nueve que se distinguían en la gigantesca cueva circular—. Estas son las Nueve Entradas a los Mundos de Sombras. Desde aquí se puede viajar a través de la miríada de reinos.
Aunque todas las entradas estaban ornamentadas con imágenes arcaicas, Shakespeare se fijó en que el diseño que decoraba la puerta escogida parecía más antiguo, más rudimentario que el resto.
—La entrada cero —comunicó Marethyu antes de zambullirse en su interior.
El grupo de los cuatro inmortales lo siguió…
Hacia un mundo de cristal, donde incluso el sol era un trozo de vidrio, y el suelo estaba fabricado con fragmentos de cristales rotos. Sobre la superficie reflejante de un lago se alzaban trece entradas translúcidas.
—La primera entrada… —anunció Marethyu señalando una delicada filigrana de vidrio. Todos se adentraron por la apertura…
Hacia un reino de arena verde que se enroscaba y bailaba siguiendo un patrón hipnótico. El gigantesco sol que dominaba el cielo estaba tan cerca que incluso pudieron vislumbrar claramente las llamas enroscándose alrededor de la silueta del astro. Las llamaradas solares coincidían a la perfección con las oscilaciones de la arena. Aquí, las trece entradas estaban moldeadas con brillante sílice.
—Otra vez la primera entrada —dijo Marethyu sin vacilar mientras se adentraba entre las dos columnas achaparradas.
El nuevo Mundo de Sombras era de hielo puro y apestaba a leche agria. Las trece entradas parecían nata cuajada.
—Y ahora, por la segunda entrada…
Y emergieron en un territorio de metal, donde el suelo era de hierro y el cielo del color del plomo. En este caso, las trece entradas eran losas de hierro oxidado.
—La tercera entrada…
Y aparecieron en un dominio cubierto por una asquerosa neblina amarillenta que contenía el agonizante sonido de gemidos lastimeros de bebés. Las trece entradas eran unas columnas de humo amorfas que apenas podían distinguirse entre la niebla.
—La quinta entrada…
Hacia un mundo de petróleo y pegajoso alquitrán en el que unos insectos metálicos devoraban el petróleo. Las trece entradas estaban intrincadamente talladas en bloques de carbón.
—La octava entrada…
Un mundo destruido por un cataclismo, un armazón vacío de una ciudad y una lluvia que sabía a ceniza. Un edificio que quizás antaño había sido un hotel contenía trece entradas distintas.
Marethyu señaló con el dedo.
—Ahí está la última entrada, la número trece…
De repente se encontraron sobre la ladera de una montaña cubierta por diminutas flores amarillas y blancas. El cielo era de color azul pálido y contenía alguna que otra nube blanca. El aire era cálido y salado.
Todos inspiraron hondamente, despejando así los pulmones de los espeluznantes y nauseabundos olores y sabores característicos de los Mundos de Sombras. Marethyu caminó hacia la cima de la colina y, cuando alcanzó la cúspide, miró a lo lejos. Uno por uno, los inmortales escalaron la pendiente y se agolparon detrás del desconocido.
Estaban delante de una isla paradisíaca.
Bajo sus pies, hasta donde les alcanzaba la vista, se extendía una ciudad dorada. Desde aquella altura parecía un laberinto de vías fluviales que serpenteaban y zigzagueaban a través de la ciudad.
Una multitud de banderas y banderines multicolores ondeaban sobre los edificios, y el agradable sonido de la música y las risas fluía en la atmósfera perfumada. En el centro de la isla se alzaba una gigantesca pirámide escalonada. La cumbre de la misma era plana y contenía cientos de astas. Los minúsculos puntos que se movían en los costados del edificio daban una pequeña pista de su increíble tamaño.
—Estáis contemplando la legendaria pirámide del Sol —anunció Marethyu señalando el monumento con su garfio—. Bienvenidos a la isla de Danu Talis.