Un guardia uniformado se acercó a la puerta y miró al trío que permanecía en el exterior. Un esbelto hombre japonés, impecablemente vestido con un traje oscuro, una mujer pelirroja, también ataviada con un traje hecho a medida, y una jovencita con el pelo alborotado. Tras ellos, una antigua furgoneta Volkswagen aparcada justo en la curva.
La adolescente rubia tenía el índice sobre el interfono y el incesante pitido estaba sacando al guardia de quicio. Señaló con un dedo gordinflón un cartel colgado en la puerta principal.
La joven apartó el dedo del timbre y hurgó entre sus bolsillos. Sacó un lápiz labial muy cremoso y escribió una palabra ininteligible sobre el cristal.
Aicnegreme.
El guardia de seguridad meneó la cabeza, se giró y se acomodó en el escritorio del vestíbulo de Enoch Enterprises. Turistas. Cada día se acercaba gente hasta el edificio y llamaba a la puerta para pedir indicaciones o para preguntar si podían subir hasta el tejado para tomar fotografías. Nunca dejaba pasa: a nadie. Nunca.
Antes de sentarse, sin embargo, una oleada de calor le chamuscó el vello que le cubría la parte trasera del cuello y tuvo la fugaz impresión de que una gigantesca puerta navegaba por el vestíbulo y aplastaba la pared. Justo en ese instante, algo le golpeó en la nuca y perdió el conocimiento.
—Podrías haber abierto la puerta y ya está —sugirió Aoife observando la pila de ruinas de metal y cristal—. O fundir la cerradura.
Sophie sacudió las manos para enfriarlas.
—A veces no sé hasta dónde llega mi fuerza.
Niten se encogió de hombros en su abrigo oscuro y ató dos espadas, una catana y un wakizashi, algo más corta, alrededor de su cintura, de forma que las armas quedaron colgando de su cadera izquierda.
Aoife se colgó dos espadas cortas idénticas de los hombros mientras sostenía un par de nunchakus en cada mano. Además, llevaba un puñal amarrado a la pierna. Y Sophie desenrolló el látigo de cuero plateado y negro que Perenelle le había entregado antes de partir del Mundo de Sombras de Prometeo.
—Está entretejido con serpientes que Nicolas arrancó de la cabellera de Medusa —le había explicado la Hechicera—. Puede trocear piedras sólidas y cortar el metal. Ten cuidado.
Dos guardias de seguridad, al escuchar el tremendo estruendo, corrieron hacia el vestíbulo y, de repente, se detuvieron al ver con sus propios ojos la puerta destrozada y a su compañero tirado encima de un montículo de ruinas sobre el suelo. Mientras uno alcanzaba su arma, el otro buscó la radio… y un segundo más tarde, los dos yacían inconscientes en el suelo. Aoife se frotó las manos tras deslizar su nunchaku en su bolsillo.
—Esto puede ser divertido.
Se produjo una explosión de chispas cuando Niten cortó los cables del ordenador apiñados en la oficina, tras el escritorio frontal.
—No hay conexión telefónica ni internet —anunció.
Aoife soltó una carcajada, manifestando así su satisfacción.
—Bien. Tenemos unos minutos antes de que alguien se dé cuenta de que la puerta ha desaparecido y avise a la policía. Encontremos a tu hermano.
—Si aún está aquí —dijo Niten en voz baja.
—Oh, aún lo está —intervino Sophie mientras apretaba su mano en el estómago—. Puedo sentirle… Está… —alzó un dedo y finalizó—; arriba.
El humo que desprendían las Espadas de Poder se había tornado asqueroso y nauseabundo al mezclarse con la oscura miasma del aire.
—Coatlicue viene —murmuró Dee, colocado justo detrás de Josh—. No te desconcentres. Mantén la fuerza. Has sido Despertado. Has aprendido la Magia del Agua y la Magia del Fuego. Pero no son magias completamente prácticas. Pronto conocerás la magia más rara de todas, el arte negro de la nigromancia. Después no habrá nada que no puedas conseguir. Aprenderás maravillas, como hice yo.
La columna de humo mugriento casi llegaba al techo. Era del color del fango con rayas de color rojo óxido. Un olor rancio se filtró en la habitación: se trataba del inconfundible hedor a serpiente.
—Coatlicue…
Josh intentaba concentrarse, pero aquella peste a serpiente le revolvía el estómago. Por si fuera poco, volvía a visualizar imágenes de una criatura con cabeza de serpiente, aunque no sabía de dónde provenían. ¿Quizá de los Flamel? ¿Intentaban distraerle? El matrimonio sabía que las serpientes le atemorizaban. El Mago le había dicho que Nicolas y Perenelle habían provocado la migraña y que, probablemente, habían estado intentando controlar sus pensamientos. El doctor John Dee le había protegido con lo que él llamaba un conjuro de protección, y lo cierto era que cuando lo activó, todo rastro del terrible dolor de cabeza y las náuseas desaparecieron por completo. Así pues resultaba más que evidente que tenía razón, que los Flamel habían intentado atacar a Josh. Pero lo que el joven no entendía era el porqué. La única razón que se le ocurría es que no quisieran que se convirtiera en un nigromante. Empezaba a sospechar que Nicolas y Perenelle estaban asustados por lo que él podía llegar a descubrir sobre los Inmemoriales.
Luz.
Y calor.
Y carne.
El delicioso olor a vida.
El hormigueo de un aura poderosa.
Invocándola. Invocándola, invocándola, invocándola.
Correteaba y se tropezaba, se arrastraba y caminaba. Coatlicue utilizaba partes de su cuerpo que habían permanecido inmóviles durante milenios. Así, poco a poco, se acercaba hacia la luz, hacia la libertad.
—Coatlicue… —pronunció Josh con voz ronca.
El humo de las espadas, que seguían en el suelo, se había solidificado hasta formar una gigantesca lámina de color marrón. Le pareció que algo se movía detrás.
Seguía imaginando todo lo que sería capaz de hacer con la Magia de la Nigromancia… Pero un momento, ¿Dee no lo había llamado arte negro en vez de magia negra? ¿Cuál era la diferencia? ¿Había reglas en la nigromancia que debía cumplir?
Debía alimentarla con su aura, lo cual significaba probablemente que seguiría los mismos principios básicos de las magias que ya había aprendido. Tenía que escoger con sumo cuidado a quién decidía revivir de los muertos. ¿Y cuánto tiempo podía mantenerlos con vida? ¿Habría un límite…?
—Coatlicue…
Josh entornó los ojos. Sin duda, había una sombra que merodeaba tras la cortina de humo.
Traería a este mundo el espíritu de Leonardo da Vinci, que, supuestamente, estaba enterrado en Amboise, en Francia. Y le encantaría poder charlar con Mark Twain y Einstein y…
El humo marrón se erizó; entonces aparecieron dos manos que lo abrieron como si se tratara realmente de una cortina.
Coatlicue surgió de repente.
Y era hermosa.
—¿Dónde está? —gritó Sophie, denotando frustración y pánico.
Se las habían arreglado para subir por las escaleras.
Las oficinas estaban vacías y por el edificio sólo merodeaban guardias de seguridad uniformados que rápidamente se venían abajo tras los veloces golpes del nunchaku de Aoife y los puñetazos y patadas de Niten.
—Estamos en el último piso —anunció Niten mientras abría la puerta de cristal de una patada. La cerradura se rompió y el inmortal se adentró en lo que aparentemente era la oficina privada de Dee. Recorrió rápidamente la habitación sin dejar de comprobar los pasillos laterales.
—Nada. Un baño, una cocina y un diminuto ascensor privado. No hay señal de que Josh haya estado aquí.
Aoife se dio media vuelta y miró a Sophie.
—Tú dijiste que estaba aquí. Le sentías.
La joven asintió. Un dolor de cabeza repentino empezó a taladrarle la cabeza.
—Aseguraste que estaba aquí arriba. Piensa. ¿Dónde está ahora?
Sophie respiró profundamente y centró toda su atención en su hermano. Entonces, confundida, frunció el ceño.
—Abajo.
Con Niten a la cabeza, el trío bajo corriendo las escaleras esquivando los cuerpos inconscientes de los guardias de seguridad.
—Decimosegundo piso —dijo el inmortal japonés.
En mitad del tramo de la escalera, Aoife se giró hacia Sophie.
—¿Dónde está ahora?
Sophie visualizó el rostro de su hermano… y después pestañeó.
Algo indecisa, señaló el techo.
—No puede ser. Me da la sensación de que ahora está arriba.
Niten esbozó una sonrisa y miró a Aoife.
—Una planta secreta —dijeron al unísono.