De pie sobre la proa de una lancha que brincaba sobre las gélidas aguas de la bahía de San Francisco, Nicolas Maquiavelo cerró los ojos para dejar que el rocío salado del mar escondiera las repentinas lágrimas que humedecían su rostro.
Cuando Maquiavelo aún era mortal, su esposa, Marietta, le acusó de ser un monstruo inhumano sin sentimientos.
—¡Morirás solo porque no te importa nadie! —le gritó mientras le lanzaba una antigua bandeja romana a la cabeza. Hacía tiempo que había olvidado el origen de aquella discusión, pero jamás había logrado olvidar las palabras de su esposa. Y siempre que pensaba en ellas se acordaba de Marietta, a quien había amado de verdad y aún añoraba y por quien todavía lloraba. Nunca le había avergonzado llorar: las lágrimas le recordaban que seguía siendo humano.
En otra época creyó que ser inmortal era un don extraordinario. Y lo cierto es que al principio sí lo fue: tenía todo el tiempo del mundo para tramar conspiraciones y establecer planes que tardaría generaciones en completar. Trabajando entre bastidores, el inmortal había moldeado los destinos de una docena de naciones europeas, había organizado guerras y revoluciones y había concertado tratados de paz. Había respaldado a grandes líderes de la historia, había financiado a extraordinarios inventores y había invertido fortunas en artistas y diseñadores. Después, se había dedicado a descansar y ver cómo sus planes se llevaban a cabo. Pero en algún momento, entre tramas y conspiraciones, se detuvo a pensar sobre los individuos que estaba manipulando. Consideraba a los mortales, a los seres humanos, como objetos que necesitaban un empujoncito para seguir adelante, como si fueran las piezas de un tablero de ajedrez.
Había servido a su maestro Inmemorial con devoción, haciendo lo que se le mandaba incluso cuando estaba en desacuerdo con las órdenes. Al principio creyó, porque era la conclusión lógica, que la Tierra sería un lugar mejor si los Oscuros Inmemoriales regresaban a ella.
Ahora no estaba tan seguro. No lo había estado durante los últimos doscientos años. Y hoy… hoy todo había cambiado. El momento crucial y decisivo había llegado cuando él estaba sentado delante de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, escuchando cómo el arrogante Inmemorial determinaba al azar si Maquiavelo debía seguir con vida o morir. Lo más sorprendente fue que la única razón por la que decidió perdonarle la vida fue porque Quetzalcóatl sintió que le debía un favor al maestro de Maquiavelo. No concedió ningún tipo de importancia a los siglos de leal servicio que Maquiavelo había entregado a los Inmemoriales. Sus habilidades, su conocimiento, su experiencia… No habían servido para nada. Le había perdonado la vida por una casualidad.
Y, sentado en aquella silla, discutiendo por su vida, cayó en la cuenta de que en incontables ocasiones el mismo había actuado igual que Quetzalcóatl. Había juzgado vidas de innumerables hombres, mujeres y niños que jamás conoció ni conocería. Había tomado decisiones que cambiarían sus vidas y las de sus futuros descendientes.
Marietta tenía razón: nadie le importaba. Pero también estaba equivocada. Siempre había cuidado de ella y de sus queridos hijos, sobre todo de Guido, que había nacido pocos años antes de la «muerte» de Maquiavelo.
¿Qué había sucedido? ¿Qué le había hecho cambiar? Todo le conducía a una única respuesta: la inmortalidad. La inmortalidad lo transformó por completo, pervirtió su pensamiento y lo convirtió en el monstruo inhumano sin sentimientos al que Marietta se había referido antes de realmente empezar a serlo. Dejó de pensar en los seres humanos como individuos y empezó a considerarlos masas de gente que podían ser enemigos o amigos.
Su propia ambición lo cegó. En su arrogancia, pensaba que era diferente al resto de los humanos y que, en cierto modo, guardaba cierto parecido con los Inmemoriales. Pero hoy se había dado cuenta de que los Inmemoriales le respetaban del mismo modo que él al resto de la población mortal.
Y ahora estaba enfrascado en otra misión para los Inmemoriales; una que afectaría a las vidas de millones de personas de todo el planeta. Había jugueteado con el destino de algunas naciones; ahora estaba a punto de reorganizar el futuro del mundo.
—No me gusta lo que veo —dijo Billy el Niño arrastrando las palabras mientras se colocaba junto al italiano.
Maquiavelo miró hacia la isla de Alcatraz, cada vez más cercana.
—¿Algo no marcha bien?
—Allí no. Aquí —respondió Billy.
El joven inmortal se metió las manos en los bolsillos traseros de su desgastado pantalón tejano y alzó el tono de voz justo por encima del zumbido del motor y el romper de las olas, de forma que únicamente Maquiavelo podía escuchar el comentario.
—Tienes un gesto clavado en tu cara que no me gusta un pelo.
Maquiavelo recobró la compostura.
—¿Un gesto?
—Sí, el de alguien que está meditando pensamientos profundos; pensamientos oscuros; pensamientos estúpidos.
—¿Acaso eres un experto en interpretar expresiones faciales? —preguntó el italiano con tono sarcástico.
—Pues claro que sí —respondió Billy con su mirada azul, más brillante de lo habitual—. Me ha mantenido con vida mucho tiempo.
—¿Y qué crees que desvela mi rostro? —quiso saber Maquiavelo. Siempre había sido capaz de controlar su expresión y le irritaba sobremanera que este jovencito inmortal sin ninguna educación lograra leerla tan fácilmente. Quizás había subestimado al norteamericano.
Billy sacó una mano del bolsillo y se frotó la barbilla, que rascaba debido a la presencia de una barba de más de tres días.
—¿Nunca has participado en un tiroteo? —preguntó.
Maquiavelo pestañeó, perplejo ante tal pregunta.
—No seas ridículo. Por supuesto que no.
—¿Y en un duelo? ¿No teníais duelos en Europa? Con espadas y pistolas al amanecer, ya sabes, ese tipo de cosas.
El italiano dijo que sí con un movimiento de cabeza.
—He asistido a algunos.
—Apuesto a que tú siempre sabías quién iba a perder. Maquiavelo consideró la afirmación unos instantes y después asintió.
—Sí, supongo que sí.
—¿Cómo lo adivinabas? —preguntó Billy.
—Por el semblante de su rostro, por su postura, por el movimiento de hombros…
—Exacto. Todos ellos esperaban perder y, por lo tanto, perdían. Bien, yo jamás fui un gran tirador, y nunca me caractericé por mi rapidez. Todas esas historias de que era el más veloz desenfundando se las han inventado los libros. Pero siempre esperaba ganar; siempre. Me aseguré de asociarme con aquellos que también lo esperaban —explicó. Tras una pausa, añadió—: Las personas que comienzan a darle vueltas a ideas oscuras y profundas en mitad de una guerra empiezan a creer que van a perder. Y al final acaban muertos porque no piensan con claridad, no están concentrados.
Maquiavelo ladeó la cabeza, un movimiento que denotaba una ligera admiración.
—Es una observación muy astuta. ¿Tienes alguna sugerencia?
Billy señaló la isla con la barbilla.
—Mantengamos la atención en la tarea que tenemos ahora entre manos. Hagamos lo que nuestros maestros Inmemoriales nos han ordenado y despertemos a estas bestias durmientes antes de que empecemos a pensar ideas oscuras y profundas.
—¿Empezamos?
—Empezamos. —Billy sonrió—. Creo que podrías enseñarme muchas cosas.
Maquiavelo, algo sorprendido, asintió.
—Y, sin duda alguna, yo podría aprender mucho de ti.
El barco chocó contra el muelle y Black Hawk los condujo hacia una pila de maderas.
—Desembarcad.
Billy el Niño saltó sobre la pasarela de madera y después se agachó para ofrecerle la mano al italiano. Maquiavelo vaciló durante un instante, pero después la tomó y Billy lo ayudó a subir. De inmediato, Black Hawk aceleró el motor y, tras de sí, dejó una estela de espuma blanca.
—¡¿No te quedas con nosotros?! —gritó Billy.
—¡Debes de estar de broma! No pondría un pie en esa isla; es un lugar maldito.
Mientras hablaba, decenas de rostros femeninos aparecieron bajo la superficie del agua. Unas aletas iridiscentes destellaron entre las olas.
—Llamadme cuando hayáis acabado. ¿Tardareis mucho tiempo?
Billy miró a Maquiavelo y alzó las cejas.
—Un par de horas.
Billy el Niño sonrió ampliamente.
—Lo suficiente para cambiar el mundo.