Josh sabía que todo era un sueño, nada más que una fantasía especialmente vivida. Soñaba que estaba conduciendo la limusina negra de Niten hacia el norte, hacia el bulevar Francis Drake. Todavía era de noche, aunque a su derecha empezaban a despuntar los primeros rayos de sol.
Era uno de esos sueños perfectos, en que cada detalle estaba minuciosamente definido. A veces soñaba en blanco y negro y sin sonido, pero éste era a todo color e incluso le parecía que podía oler la tapicería de cuero del coche, además de distinguir el acondicionador de esencias florales que estaba escondido en alguna parte. Aspiró y diferenció otro olor: el de plástico quemado. Un hilo de humo pasó ante sus ojos y bajó la mirada. Al principio creyó que llevaba unos guantes dorados y rojos, pero enseguida se dio cuenta de que las manos le ardían de tal forma que estaban derritiendo el volante. Al separarlas de éste, unos hilos de caucho pegajoso, como si fuera chicle, se estiraron desde el volante.
No se trataba de una pesadilla; sólo era… extraño. Se preguntaba hacia dónde se dirigía.
—Piensa en tu hermano —ordenó la Hechicera.
Sophie inspiró hondamente y colocó ambas manos sobre la calavera. De inmediato, el cristal se tiñó de un plateado metálico, como si hubiera sido esculpida en un trozo de metal.
—Piensa en Josh —dijo Nicolas.
Sophie se concentraba en visualizar a su hermano, decidida a verlo con todo detalle. Las cuencas vacías de los ojos de la calavera se oscurecieron; después se transformaron en un par de relucientes espejos y, de repente, encima del cristal se formó una imagen vaga y fragmentada, poco más que una mancha de colores.
Sophie sintió los dedos de Aoife estrechándole los hombros y, de repente, una avalancha de fuerza renovada empapó su piel. Se percató de que la guerrera le estaba entregando parte del poder de su aura gris. En ese preciso instante notó el cálido aliento de la vampira en su oído derecho.
—Piensa en tu mellizo —ordenó Aoife.
Su hermano gemelo: el mismo cabello rubio, los mismos ojos azules. Era veintiocho segundos menor que ella. Hasta que no cumplieron los tres años, nadie era capaz de distinguirlos.
Y de repente, los variopintos colores que flotaban sobre la calavera se arremolinaron y se aclararon, tomando así forma y definición. Los inmortales observaron la imagen de un volante fundiéndose: veían a través de los ojos de Josh.
Después de un rato, el sueño se hizo aburrido. Josh deseaba poder despertarse ya. Condujo durante mucho tiempo por el bulevar Francis Drake, después giró hacia la derecha para tomar la autopista 1 y finalmente cogió la carretera que recorría la costa. Se trataba de una carretera de dos carriles, bastante estrecha, que estaba sumida en la neblina de primera hora de la mañana que rebotaba en los faros. Pero Josh no estaba preocupado: no podía pasarle nada en un sueño. Si chocaba o tenía un accidente, sencillamente se despertaría. Aun así, era una lástima que en el sueño condujera; hubiera sido mucho mejor si volara. Ese tipo de sueños le fascinaban.
—¿Cómo es capaz de hacerlo? —susurró Sophie—. ¿Está despierto o dormido?
Nicolas se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y descansó la barbilla sobre sus manos ahuecadas. Contemplaba fijamente las imágenes que levitaban sobre la calavera.
—Seguramente está consciente en algún nivel, pero algo le controla. Estoy seguro de que algo, o alguien, le ha hecho un llamamiento.
Prometeo lanzó una mirada de absoluto desprecio hacia la calavera de cristal.
—Si hubiera sabido que traíais este objeto tan espantoso no os habría permitido introducirlo en mi Mundo de Sombras. Mi hermana dedicó casi toda su vida, además de despilfarrar la fortuna familiar, a destruir estos juguetitos Arcontes.
Nicolas miró de reojo a su esposa antes de contestar a Prometeo.
—¿Arconte? Pensé que pertenecían a los Inmemoriales.
Prometeo ignoró la pregunta, concentrando así toda su atención en la nítida imagen tridimensional que flotaba sobre la calavera.
—Podríamos intentar despertarle.
—¡No! —replicó Sophie de inmediato. Su instinto le avisaba que hacer eso no sería apropiado.
—No —estuvo de acuerdo Aoife—. Podría perder el control del vehículo.
—Entonces, ¿nos quedamos aquí sentados de brazos cruzados y esperamos a que llegue a su destino? —preguntó Prometeo.
—Bueno —dijo Perenelle sin apartar la mirada de la imagen que planeaba sobre el objeto Arconte—. Creo que nuestro primer deber es intentar asegurarnos de que llegue a su destino sano y salvo. Si tiene un accidente, podría sufrir heridas graves o incluso morir. Sophie —llamó con un tono mucho más suave y amable que antes—, concéntrate en tu hermano, haz que no se desvíe de la carretera.
—¿Cómo? —preguntó Sophie desesperadamente. Ya le costaba un esfuerzo tremendo controlar el ataque de pánico que amenazaba con abrumarla—. ¿Cómo hago eso?
Perenelle se quedó en blanco, sin palabras. Se volvió hacia Nicolas en busca de una respuesta, pero éste negó con un movimiento de cabeza.
—No lo sé —admitió—. Simplemente, no le permitas que haga algo estúpido.
—Estamos hablando de Josh —murmuró Sophie—. Hace estupideces continuamente.
Y, sobre todo, las hacía cuando ella no estaba a su lado.
Estaba pensando en conducir a toda velocidad. Esta parte de la carretera que bordeaba la costa era relativamente recta y la niebla empezaba a disiparse. Así que apretó el pedal del acelerador y el motor rugió por el asfalto.
«A Sophie no le liaría ninguna gracia».
La idea le vino a la cabeza mientras apretaba el acelerador con el pie.
Esto era un sueño.
«A Sophie no le haría ninguna gracia».
Levantó el pie del acelerador y sacudió la cabeza.
Incluso en sus propios sueños, Sophie intentaba siempre llevar el mando.
El grupo llevaba sentado alrededor de la mesa más de noventa minutos, y Sophie empezaba a tiritar del cansancio que la invadía. Aoife permanecía detrás de ella, con las manos en sus hombros, vertiendo toda su fuerza, pero el aura plateada de Sophie se había tornado, casi por completo, del mismo color gris peltre que el aura de la guerrera. Además, las imágenes que fluían por encima de la calavera se habían debilitado y eran casi transparentes.
—No estoy segura de… cuánto tiempo más… podré aguantar… —musitó Sophie. La cabeza estaba a punto de estallarle y sentía un dolor tremendo en los hombros, que tenía completamente en tensión, una punzada que luego le bajaba por la columna vertebral.
—¿Dónde está ahora? —farfulló Flamel en un intento de dar sentido a las imágenes, que mostraban fragmentos de calles y paisajes.
Niten miró por encima del hombro de Aiofe y entornó los ojos para saber cuál era la imagen parpadeante
—Está tomando la calle Bay en la avenida Van Ness.
Perenelle alzó la mirada hacia Prometeo.
—¿A quién acude? Tiene que haber varios Oscuros Inmemoriales en San Francisco.
—Varios —dijo con total naturalidad—. Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, tiene una casa aquí, aunque todo esto es demasiado sutil para él. Eris también habita aquí; solía pasar temporadas en Haight-Ashbury y, de hecho, sigue teniendo un apartamento allí, pero sus días de gloria han acabado. Ya no tiene esta clase de poder —informó el Inmemorial—. Sophie, ¿tienes algún tipo de control sobre tu hermano mellizo?
Sophie lo miró con los ojos sin brillo, apagados, a causa del cansancio.
—¿Puedes hacer que gire hacia un lado o mire en una dirección concreta?
—No lo sé. ¿Por qué?
—A ver si puedes hacer que ajuste el espejo retrovisor. Me gustaría verle los ojos.
Josh jugueteó con el calefactor.
Encendió la radio pero sólo se oían interferencias, así que rebuscó entre la colección de CD, aunque no conocía a ninguno de los cantantes: Isao Tomita, Kodo y Kitaro. Ajustó el asiento hacia delante y hacia atrás; después comprobó la guantera del vehículo, donde encontró un paquete de caramelos de menta que hacía un par de años que habían caducado pero que se comió igualmente; jugueteó con el ambientador que olía a esencias florales; adecuó los espejos laterales eléctricos y entonces, finalmente, alcanzó el espejo retrovisor…
Sus ojos azules se habían teñido de rojo sangre.
Reflejados en el espejo, los ojos de Josh planeaban sobre la calavera de cristal, sin pestañear, inmóviles y sin rastro de una pupila.
La oleada de horror que golpeó a Sophie fue palpable para todos los presentes. Estaba observando el rostro de su hermano, pero ésos eran los ojos de…
—Marte Ultor —dijo Prometeo con seguridad—. El muchacho está subyugado al Dios Durmiente.
—Marte Despertó a Josh —balbuceó Nicolas, aterrorizado.
—Y por lo tanto, lo controla —añadió el Inmemorial.
—Pero ¿adonde le está llevando? —preguntó el Alquimista.
—Acaba de girar hacia la calle Lombard —anunció Niten—. Se dirige hacia el barrio de Telegraph Hill.
—La empresa de Dee, Enoch Enterprises, tiene oficinas justo debajo de la torre Coit —dijo rápidamente Perenelle y después, como si estuviera pensando en voz alta, agregó—: Pero Dee está atrapado en Inglaterra. No hay modo alguno de que haya podido llegar hasta aquí…
—¿Estás segura? —preguntó Prometeo—. Estamos hablando del doctor John Dee.
Nicolas asintió.
—Aunque hubiera reservado un vuelo esta misma mañana, aún estaría en el aire. No puede estar en la ciudad.
—¿Y si ha utilizado una línea telúrica? —propuso Aoife.
—Sólo hay unas pocas que podrían transportarle hasta aquí. Y no tiene el poder suficiente para recargar la línea telúrica de Stonehenge. Además, si utilizara sus poderes desvelaría su posición a sus maestros Inmemoriales. Y no me cabe la menor duda que Dee no querría hacer eso.
—Está subiendo por Telegraph Hill —interrumpió Niten—. Va hacia un callejón sin salida.
En su estado somnoliento, Josh no tenía la menor idea de hacia dónde se dirigía. Había cruzado San Francisco al completo, girando a derecha e izquierda, sin apenas fijarse en los nombres de las calles. Recordaba la avenida Van Ness y las calles Bay, Columbus y Lombard. Algunas le resultaban casi familiares, pero cuando finalmente condujo el coche hacia el barrio de Telegraph Hill, de repente se dio cuenta de dónde estaba: cerca de la torre Coit. Aunque el edificio estaba a un paso de la casa de la tía Agnes, él y su hermana nunca habían encontrado un momento para visitarlo. A su izquierda podía distinguir el puente Bay, mientras que a su derecha se alzaban casas y apartamentos que, a simple vista, parecían muy caros. Continuó conduciendo la limusina y, a medida que ascendía por la pendiente de la calle, empezaba a vislumbrar toda la ciudad, que poco a poco emergía de entre la niebla.
Las vistas eran impresionantes, pero este sueño empezaba a aburrirle: quería que acabara para poder despertarse. Tenía la tentación de estrellar el coche para ver qué sucedía.
«A Sophie no le haría ninguna gracia».
Josh meneó la cabeza para deshacerse de aquella idea.
Cuando volvió a centrarse en la carretera se percató de que había aparecido una extraña mujer. En el mismo instante que la vio, Josh supo que estaba allí para conocerle; así que enseguida aminoró la velocidad y tomó la curva mientras ella alzaba la mano a modo de saludo y le dedicaba una calurosa sonrisa. Frenó ante ella y apretó el botón adecuado para bajar la ventanilla del vehículo. Era joven y guapa y llevaba unos tejanos y una chaqueta de gamuza negra con flecos; una melena de cabello negro caía en cascada hasta su cintura. Cuando la mujer se inclinó hacia la ventanilla y volvió a sonreírle, Josh se percató de que su mirada lucía el mismo color grisáceo que la de tía Agnes y que la tonalidad de sus ojos era idéntica a la del doctor John Dee. Inspiró profundamente y el inconfundible aroma a salvia le abrumó. Y como todo esto no era más que un sueño, la desconocida sabía su nombre.
—Hola, Josh Newman. Te estábamos esperando.
—Virginia Dare —anunció Prometeo en tono adusto—. La Asesina.
Sophie fue la única que no se volvió para mirar al Inmemorial. Mantuvo su atención en el rostro de aquella mujer.
—Su maestro era amigo mío —continuó Prometeo—. Por culpa de ella, él está muerto. Nicolas miró a su esposa.
—¿Dare no estuvo asociada con Dee? —preguntó.
—Hace mucho tiempo, pero apostaría a que no se han visto durante siglos. Sin embargo, su presencia aquí no puede ser una mera coincidencia.
—Estoy de acuerdo —respondió el Alquimista con seriedad—. Las casualidades no existen.
Las imágenes parpadeaban con más fuerza. Se desvanecían y aparecían continuamente, como si se tratara de un televisor mal sintonizado.
—Estoy perdiendo la conexión —musitó Sophie. Giró la cabeza hacia Aoife y rogó—: Ayúdame. Por favor.
Las musculosas manos de la guerrera apretaron aún más los hombros de la joven, manteniéndola así erguida mientras le transmitía su fuerza.
Josh siguió a la mujer hacia una puerta de cristal ahumado, donde las palabras ENOCH ENTERPRISES estaban inscritas lujosamente en color dorado sobre el vidrio. El joven vio cómo la desconocida alargaba la mano hacia el botón del interfono; sin embargo, antes de que pudiera pulsarlo, la puerta se abrió repentinamente. Y como esto seguía siendo un sueño, no le sorprendió encontrar al doctor John Dee esperándole.
—Josh Newman, me alegro de volver a verte. Tienes buen aspecto y, por lo que tengo entendido, ahora eres un Maestro del Fuego —saludó Dee. Después, dio un paso atrás y le invitó a pasar—: Entra libremente y por tu propia voluntad.
Sin dudarlo ni un segundo, Josh entró en el vestíbulo.
A casi ciento veinte mil kilómetros de distancia, gracias a las imágenes fantasmagóricas y parpadeantes, los observadores, sumidos en absoluto silencio, escucharon a Dee preguntar:
—Entonces, Josh, ¿te gustaría aprender una de las magias más poderosas, algo que ni siquiera el legendario Nicolas Flamel podría enseñarte?
—Sería genial —dijo Josh.
Entonces la puerta se cerró con un chasquido y la imagen desapareció.
Sophie respiraba entrecortadamente: apenas lograba inspirar oxígeno. Finalmente, apartó las manos de la calavera de vidrio. Se desplomó hacia delante y se habría caído de bruces al suelo si Aoife no hubiera seguido sujetándola. La joven miró al Alquimista.
—¿Qué puede enseñarle Dee que tú no puedas? —preguntó con voz ronca Sophie, más que preocupada.
Nicolas meneó la cabeza.
—No tengo la menor idea. Estudiamos las mismas disciplinas: alquimia, matemáticas, astronomía, astrología, biología, medicina…
Súbitamente detuvo la enumeración.
—¿Excepto? —adivinó Sophie.
—Excepto una.
Nicolas no tenía un ápice de color en el rostro y las gigantescas ojeras cada día estaban más pronunciadas.
—Hay un arte que me negué a aprender; uno que Dee domina a la perfección y en el que destaca sobremanera.
—¡No! —exclamó Perenelle conteniendo la respiración.
—La nigromancia —dijo finalmente el Alquimista—. El arte de revivir a los muertos.