Sophie Newman supo, en el momento en que se despertó en aquella diminuta y estrecha habitación, que algo no andaba bien. Sentía un hormigueo en el estómago y un intenso dolor en la nuca. Además, el corazón le latía tan fuerte que incluso le dolía el pecho; con las manos sobre éste, la joven intentaba controlar su frenética y repentina respiración. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Era un ataque de pánico?
Jamás había tenido uno en su vida, pero su amiga Elle, que vivía en Nueva York, sufría ataques de pánico constantemente. Estaba algo mareada y con náuseas y, cuando se deslizó de la cama para ponerse en pie, una oleada de vértigo le hizo perder el equilibrio.
Salió al pasillo, se detuvo y escuchó atentamente: la pequeña casa de huéspedes estaba tranquila y, además, parecía estar vacía. Apoyándose en la pared, caminó por el pasillo hasta la cocina. Fuera, la oscuridad nocturna empezaba a aclararse por el este. Perry le había dicho que Prometeo mantenía su Mundo de Sombras en sincronía con el horario terrestre y, por lo tanto, tenía un ciclo regular de día y noche.
La calavera de cristal permanecía en el centro de la mesa de la cocina. La roche anterior había visto al matrimonio Flamel colocar las manos sobre la calavera para que sus auras atravesaran el vidrio de ésta. El cristal había resplandecido, mostrando una luz glacial mezclada con un brillo verdoso en el núcleo, pero no había ocurrido nada extraordinario y el esfuerzo había dejado a Nicolas exhausto.
Sophie pasó corriendo junto a la mesa y no vio cómo el cristal emitía una luz plateada mientras las cuencas de los ojos se oscurecían. El brillo se apagó cuando Sophie se alejó de la mesa y se dirigió hacia el sofá donde Josh había pasado la noche, pero éste estaba vacío.
—¿Josh? —llamó con un susurro.
Quizás estaba en el baño, o puede que hubiera ido hasta el edificio principal en busca de comida. Mientras imaginaba una serie de hipótesis, la joven supo que ninguna de ellas era cierta. Cuando Josh había regresado, después de aprender la Magia del Fuego de Prometeo, tenía el rostro del color de la ceniza y apenas lograba mantenerse en pie del agotamiento. Se había quedado dormido en el mismo instante en que se tumbó en el sofá.
—¿Josh? —repitió una vez más—. ¿Josh?
El cosquilleo de su estómago estaba empeorando. La sensación era la misma que cuando tenía una indigestión; además, el corazón le latía a mil por hora y apenas podía respirar.
—¡Josh! —gritó—. ¿Dónde estás?
Si se trataba de una broma, no tenía ninguna gracia.
—Josh Newman, ¡ven aquí ahora mismo!
Escuchó un movimiento en la puerta y el picaporte giró. Corrió a toda prisa hacia él y colocó sus manos sobre las caderas.
—Se puede saber dónde…
La puerta se abrió y Aoife entró en la cocina seguida por Niten. El inmortal japonés empuñaba dos espadas, una mucho más larga que la otra, mientras que Aoife tenía agarrado un cuchillo de hoja muy fina.
—Es Josh —empezó Sophie casi sin aliento—. Ha desaparecido.
Los inmortales se separaron sin pronunciar palabra: Niten hacia la derecha y Aoife hacia la izquierda. La casa de huéspedes era tan diminuta que en cuestión de segundos regresaron a la cocina.
—No hay señales de forcejeo —dijo Niten en tono calmado—. Todo apunta a que simplemente ha salido de la cabana —anunció. Entonces se dio media vuelta y desapareció en la penumbra, dejando a Sophie sola con Aoife.
—Ha desaparecido —farfulló la joven—. Ha desaparecido.
Éstas eran las únicas palabras que era capaz de articular mientras una oleada de pánico se apoderaba de ella. Aoife guardó el cuchillo en la funda que llevaba atada a la pierna.
—Habla conmigo —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?
Sophie meneó la cabeza.
—Al despertarme, me he sentido…
Se llevó las manos al estómago y buscó las palabras adecuadas para describir la sensación.
—Vacía —sugirió Aoife.
La joven miró fijamente a la guerrera pelirroja.
—Sí —exhaló al darse cuenta de que ésa era la sensación—. Me siento vacía. Nunca me había sentido así antes.
Aoife asintió con la cabeza, aunque mantuvo su rostro pálido sin expresión.
Niten abrió la puerta y rápidamente le dijo algo a la guerrera en japonés. Después, se volvió y salió corriendo de la cocina.
—¿Qué pasa? ¿Qué está ocurriendo? —Sophie empezaba a sentir que se quedaba sin respiración—. ¿Qué le ha sucedido a mi hermano?
Ondas de electricidad estática le recorrieron el cabello mientras unos hilos de aura plateada humeaban de su piel. Empezó a tiritar y Aoife se acercó para abrazarla con fuerza, sujetándola firmemente; cuando habló, su voz retumbó en el interior de la cabeza de Sophie y, aunque utilizó la antigua lengua irlandesa de su juventud, Sophie entendió cada una de las palabras.
—Respira profundamente, cálmate… Ahora necesitas asumir tu propio control, por tu bien… Y por el de Josh. 34g Sophie hizo un movimiento de negación con la cabeza.
—No puedo. No te imaginas cómo me siento…
—Sí —dijo Aoife con un susurro—. Sí me lo imagino.
Cuando Sophie alzó la mirada, descubrió que la guerrera estaba llorando.
—Perdí a mi hermana —continuó Aoife—, así que sé perfectamente cómo te sientes.
Sophie asintió e inspiró hondamente.
—¿Qué acaba de decirte Niten? —preguntó.
—Que el coche también ha desaparecido.
Antes de que Sophie pudiera preguntar algo más, la puerta se abrió y Perenelle entró en la cabaña, seguida de Nicolas y Prometeo. La diminuta habitación estaba tan abarrotada que incluso parecía más minúscula. Niten llegó el último, pero se quedó en la entrada, vigilando el exterior.
—¿Desaparecido? —espetó Nicolas en francés.
—Desaparecido —afirmó Aoife.
—¿Le han secuestrado? —preguntó Perenelle.
—Nada puede entrar en este Mundo de Sombras sin que yo lo sepa —dijo Prometeo.
Perenelle se acercó a Sophie y extendió los brazos, pero la joven no hizo movimiento alguno para responder a su abrazo; prefirió quedarse con la guerrera. La Hechicera retrocedió y bajó los brazos.
—Entonces, ¿se ha marchado por decisión propia? —preguntó.
—No hay señales de forcejeo —dijo Niten desde la entrada—. Sólo un rastro de huellas hasta el valle, donde dejamos aparcado el coche.
—Pero el coche no arrancaba —recordó Nicolas—, la batería se agotó.
Prometeo cruzó los brazos sobre su gigantesco pecho.
—Sí, pero el muchacho ha aprendido la Magia del Fuego. Toda esa energía fluye ahora por su cuerpo y aura; puede haber encendido el coche fácilmente.
—¿Adonde querría ir? —preguntó Sophie—. No lo entiendo; no se habría marchado sin decírmelo —dijo mirando a Prometeo—. Quizás algo de aquí lo secuestró; tal vez fueron esas criaturas de barro.
Prometeo negó con la cabeza.
—Los Primeros Humanos no se acercan a la casa. Estoy de acuerdo con Perenelle: se ha ido por voluntad propia.
—Pero ¿adonde se ha marchado? —vaciló Sophie—. ¿A casa?
Enseguida sacudió la cabeza. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan confusa ni perdida.
—No me habría abandonado aquí.
—Creo que la pregunta no es adonde se ha ido, sino por qué —anunció Aoife.
Pero Perenelle meneó la cabeza.
—No, la pregunta aquí es quién le ha llamado. Me pregunto… —empezó. Después se detuvo y se abrió camino hacia la mesa de la cocina. Tomó asiento y colocó las manos alrededor de la calavera pero sin tocar el cristal. Después, miró a Sophie y sonrió entre dientes.
—Quizás ahora estés dispuesta a prestarnos tu aura.
—¿Por qué? —susurró Sophie completamente desconcertada.
—Para que podamos intentar ver a tu hermano y comprobar si se ha ido por su propio pie o le han secuestrado.
Aoife colocó una mano en el hombro de la joven.
—Si posees los recuerdos de mi abuela sabrás lo peligrosa que es esta calavera, Sophie —susurró—. Mientras la miras, ella también te ve y si la observas fijamente durante demasiado tiempo puedes perder la cabeza. No tienes por qué hacer esto.
—Lo haré —respondió Sophie y, mirando a la vampira a los ojos, añadió—: Tú misma me has dicho que harías cualquier cosa que estuviera en tu mano para conseguir que Scathach volviera…
Aoife empezó a decir que sí con la cabeza.
—Yo haré lo mismo por Josh.
La guerrera observó a la joven durante unos instantes y después cogió una silla.
—Te entiendo, de veras. Siéntate. Yo estaré detrás de ti; no te quitaré el ojo de encima.
Durante un breve momento, sus rasgos se endulzaron, convirtiéndose así en la viva imagen de su hermana gemela.
—Go raibh maith agat —musitó Sophie en irlandés, una lengua que jamás había aprendido—. Gracias. Aoife asintió.
—Scathach habría hecho lo mismo —masculló.
—Coloca las manos en la calavera de cristal, Sophie —ordenó Perenelle.