Scathach percibió un extraño movimiento sobre su cabeza y apartó a Juana hacia un lado… justo antes de que Saint-Germain cayera desde el cielo y aterrizara ágilmente con un brinco junto a ellas. El inmortal se incorporó y con cierto desdén y fastidio, se sacudió la ropa mientras las dos mujeres le observaban completamente asombradas. Se estaba poniendo en pie cuando, de repente, algo se desplomó sobre la maleza que había tras ellas. Las dos inmortales se giraron rápidamente, con las armas preparadas para atacar… hasta que Palamedes y William Shakespeare salieron paseando entre las altas hierbas.
—¡Volvemos a encontrarnos! —dijo Shakespeare con una sonrisa que dejaba al descubierto su pésima dentadura.
Juana chilló de alegría y se lanzó hacia Saint-Germain, rodeándole con los brazos y las piernas, haciéndole perder el equilibro. Sujetándola entre los brazos, el inmortal empezó a dar vueltas.
—Sabía que vendrías a por mí —susurró Juana en francés.
—Te dije que te seguiría hasta el final del mundo —murmuró él en el mismo idioma—, ahora ya sabes que lo decía en serio.
Dejando a Juana en el suelo, hizo una reverencia a la Sombra.
—Por lo que veo estáis ilesas y en buen estado de salud.
—Así es —dijo Scatty devolviéndole el saludo—. Pensé que había perdido la capacidad de sorprenderme hace mucho tiempo —reconoció—, pero supongo que estaba equivocada. No sabes cómo detesto las sorpresas.
Saint-Germain se volvió hacia Palamedes y el Bardo y alzó las cejas, manifestando así su asombro en silencio. El caballero sonrió de oreja a oreja, enseñando así su dentadura blanca y resplandeciente.
—¿Qué, pensabas que dejaríamos que fueras el único en divertirte?
—¿Pero cómo…? —se preguntó Saint-Germain.
Palamedes se dirigió a Shakespeare y ordenó:
—Cuéntaselo.
El Bardo se encogió de hombros modestamente.
—Sugerí al Hombre Verde que nos enviara contigo —dijo con una sonrisa. Después, se detuvo y saludó a Scatty y Juana.
—Señoritas.
—¿Y Tammuz lo hizo? —preguntó el conde algo desconcertado.
—Puso un par de pequeñas objeciones —retumbó la voz de Palamedes—, y Will le amenazó con una terrible enfermedad fúngica —explicó. El Caballero Sarraceno se inclinó y saludó a las inmortales—: Señoritas, es un placer volver a veros.
—Y a ti también, Caballero —dijo Juana.
—Ha pasado mucho tiempo, Pally —agregó Scathach con una sonrisa.
El caballero hizo una mueca de dolor fingido.
—Por favor, no me llames Pally. Lo detesto.
—Lo sé.
El hombre encapuchado había permanecido sentado sobre la roca, observando detenidamente a cada inmortal con sus ojos azules, acariciando distraídamente con su dedo índice el garfio que ocupaba el lugar de su mano izquierda.
William Shakespeare dio un paso hacia delante, se quitó las gafas de montura oscura y limpió el cristal con su manga.
—Creo, señor, que merecemos una explicación.
Aunque la bufanda le tapaba la boca y la nariz, el hombre encapuchado frunció el ceño, manifestando así su diversión y regocijo.
—Y yo creo que os la Dare cuando crea conveniente que debáis conocerla, y no hay más que decir.
Palamedes hizo un movimiento con la mano y, de repente, la espada que llevaba en la espalda apareció en su puño.
—Una explicación y después nos envías a nuestra época.
El extraño hombre soltó una carcajada.
—¡Vaya, Caballero! Ni tú ni ninguno de tus compañeros puede regresar a casa todavía.
Palamedes alzó la espada y dio un paso hacia delante.
—Oh, no seas estúpido —dijo el encapuchado casi con impaciencia.
Para sorpresa de todos los presentes, la espada de Palamedes se convirtió en un palo de madera del que enseguida empezaron a brotar hojas. De inmediato, unas plantas enredaderas se enroscaron alrededor de la muñeca del inmortal y empezaron a serpentear por su brazo. Palamedes soltó la espada y ésta, al caer, fue engullida inmediatamente por el suelo, dejando tras de sí nada más que una mancha oscura.
—Era mi espada favorita —murmuró el Caballero Sarraceno.
—Éste es mi reino —anunció el encapuchado—. Yo mismo lo creé y controlo todo lo que sucede aquí.
Entonces alargó el garfio y lo acercó al agua, moviéndolo en el mismo sentido que las agujas del reloj. Un instante más tarde, la charca se congeló hasta convertirse en hielo. Pero cuando giró el garfio en el sentido contrario, el hielo se transformó en una lava burbujeante que desprendía un olor nauseabundo.
—Y ahora mismo —dijo el hombre—, estáis aquí… lo cual quiere decir que yo os controlo.
Volvió a mover la mano y la asquerosa lava se convirtió en agua cristalina.
Will Shakespeare se acercó a la orilla de la charca y después se detuvo para recoger un puñado de ese líquido. Sin embargo, antes de bebérselo, se detuvo.
—Supongo que es potable.
—Puedo hacer que el agua sepa a tu sabor favorito.
El Bardo sorbió el agua.
—No vas a matarnos, ¿verdad?
—No.
Shakespeare se incorporó lentamente y miró con detenimiento al encapuchado. El Bardo frunció el ceño: había algo que le resultaba casi familiar en aquel desconocido.
—¿Nos hemos visto antes?
El extraño alzó su mano izquierda, inclinando el garfio de forma que lo iluminaran los rayos del sol.
—Si nos hubiéramos conocido antes, estoy seguro de que recordarías esto.
—Aun así, hay algo de ti… —dijo Shakespeare entornando los ojos—. Siento como si debiera conocerte.
El encapuchado se volvió hacia Saint-Germain.
—Sin embargo, nosotros sí nos hemos conocido antes. Me alegro de volver a verte; has prosperado desde nuestro último encuentro.
—Y todo gracias a ti —reconoció Saint-Germain. Después dio un paso hacia delante y le saludó con una leve reverencia—. Se me acaba de ocurrir que todo esto es obra tuya; tú lo has ideado. De hecho, creo que llevas planeándolo mucho tiempo. ¿Me equivoco?
—Tienes toda la razón —reconoció el extraño, para sorpresa del resto—, durante mucho, mucho tiempo.
—Flamel aseguró haberte conocido cuando viajaba por el continente europeo en busca de alguien que le ayudara a traducir el Códex.
El encapuchado inclinó la cabeza.
—Conocí a Flamel y a la señorita Perenelle, aunque fue un encuentro muy breve.
—Y tú me enseñaste a dominar la Magia del Fuego.
—Era necesario. Si no te hubiera enseñado lo que sabía, tarde o temprano tu propia magia te habría consumido. Necesitaba mantenerte con vida.
—Te lo agradezco —dijo Saint-Germain.
El encapuchado miró a todos los inmortales, uno tras otro.
—He trabajado muy duro para manteneros a todos con vida y con buena salud. Incluso a ti, Scathach —añadió—. He estado esperando diez mil años a que llegue este día.
—¿Diez mil años? —preguntó Shakespeare.
—Desde el hundimiento de Danu Talis.
—¿Tú estabas en la isla? —dijo en voz baja Scatty.
—Sí, lo estaba. Y tú también, Scathach; y tú, Palamedes; y vosotros, Shakespeare y Saint-Germain; y tú, Juana, también. Todos estabais allí; fuisteis a luchar al lado de los mellizos originales.
Se produjo un largo silencio. Incluso los sonidos característicos de aquel paisaje y entorno se desvanecieron.
Finalmente, Scathach meneó la cabeza.
—Eso es imposible. Si yo hubiera estado en Danu Talis en el pasado, ¿por qué no lo recuerdo?
—Porque todavía no has estado allí —respondió el hombre como si tal cosa.
Se deslizó de la roca y se puso en pie ante ellos. Era ligeramente más alto que Saint-Germain, aunque no alcanzaba la altura de Palamedes.
—Os he reunido aquí para llevaros a Danu Talis conmigo. Los mellizos necesitan guerreros en los que poder confiar. Vamos, no hay tiempo que perder.
—¿Y eso es todo? —interrumpió Palamedes—. No puedes esperar que viajemos al pasado y nos enzarcemos en una guerra sólo porque tú lo dices. ¿Por qué deberíamos luchar por ti?
—No estáis luchando por mí —dijo el encapuchado con tono impaciente—. Estáis luchando por la existencia de la raza humana. Si decidís no acompañarme, entonces Danu Talis no se hundirá y las criaturas que conocéis como seres humanos jamás alzarán una civilización. Todos y cada uno de vosotros habéis defendido a los humanos de distinta forma. Ahora, ha llegado el momento de volver a defender su causa.
—Pero no podemos ir contigo ahora —protestó Saint-Germain—. Tenemos que regresar a nuestra época. Juana asintió con la cabeza.
—¿Qué hay de Nicolas y Perenelle? ¿Y de las criaturas escondidas en Alcatraz que Dee y Maquiavelo están a punto de liberar en la ciudad? Tenemos que ayudar al matrimonio Flamel.
El hombre encapuchado negó con la cabeza.
—Si fracasamos y Danu Talis no es destruida, nada importará.
—Un momento —intervino Shakespeare—. Según tú, Danu Talis debe ser destruida.
—Por supuesto. Si la isla permanece en pie, no habrá historia de la humanidad. Los Inmemoriales se quedarán para siempre y el mundo que conocéis jamás habrá 340 existido.
—Pero Nicolas y Perenelle… empezó Juana.
—Me temo que los Flamel y los mellizos están solos en esto; no podéis ayudarles. Sin embargo, podéis contribuir en la lucha por la supervivencia de toda una especie. Si no lo hacéis, no tenéis por qué preocuparos por los Flamel, pues no existirán.
El grupo se quedó en silencio durante unos instantes, intentando asimilar todo lo que aquel hombre les decía. Danu Talis no se había hundido porque todavía no se había desencadenado la batalla. Y ellos eran los guerreros que lucharían en ese combate: un grupo de criaturas del futuro reunidas para moldear los acontecimientos del pasado.
—¿Qué ocurre si nos negamos? —preguntó Saint-Germain—. ¿Puedes enviarnos a nuestro propio mundo? ¿A París, al bosque de Sherwood o a San Francisco?
—No. Tuve que invertir una cantidad increíble de energía y poder para crear este Mundo de Sombras del Pleistoceno; no tengo ni el poder ni la capacidad de enviaros a vuestros mundos. En cuanto salga de mi reino, empezará a descomponerse hasta desaparecer.
—Entonces no tenemos elección —concluyó Saint-Germain.
—Siempre hay elección —dijo el encapuchado—, pero algunas decisiones son más difíciles de tomar que otras. Podéis acompañarme y sobrevivir o quedaros aquí y morir.
—No hay muchas opciones, la verdad —dijo Palamedes.
—Son las únicas que tenéis.
—¿Y tenemos que luchar en Danu Talis? —preguntó el caballero.
—Sí, lucharéis en la mayor batalla que jamás habéis contemplado.
Palamedes miró al Bardo y Shakespeare sonrió.
—Siempre he querido ver una tierra mítica. He tenido una idea fantástica para una nueva obra de teatro, sólo me falta el escenario…
—Creo que me gustaría conocer mi lugar de nacimiento antes de que se hunda —dijo Scatty con cierta urgencia y más pálida de lo habitual.
El encapuchado volvió a arrugar los ojos.
—Sí, y quizá puedas ver a tus padres.
La Sombra dio un paso hacia atrás. Parecía espantada: eso era precisamente lo que le había estado rondando por la cabeza.
—Tengo una pregunta —dijo Juana. Todos se volvieron hacia la inmortal—. ¿Cómo te llamas? Tú nos conoces a todos y, de hecho, nos resultas muy familiar, pero no tenemos ni idea de quién eres.
El desconocido asintió con la cabeza.
—He recibido muchos nombres a lo largo de los siglos, pero mi favorito es Marethyu. Así me llamaban en Danu Talis.
Scathach respiró entrecortadamente y los humanos inmortales se volvieron hacia ella. Juana la abrazó y le preguntó:
—¿Qué significa?
La Sombra miró por encima de su hombro al encapuchado, que le ordenó:
—Díselo.
—En la lengua de Danu Talis, significa «muerte».