El interfono situado junto al escritorio de Dee vibró.
—La señora Dare ha regresado, señor. —Déjala pasar.
El doctor John Dee deslizó su silla de cuero hacia el ventanal, donde se podía apreciar una magnífica panorámica de las calles de San Francisco. Un secretario esbelto y pelirrojo mantuvo la puerta abierta para que Virginia Dare pasara, cargada con bolsas, y entrara en la gigantesca oficina de cristal y cromo de Dee, acompañada por el ruido seco que producían los tacones de sus botas al pisar el suelo de mármol.
—Adoro ir de compras —anunció.
Dee miró al secretario.
—Gracias, Edward, eso es todo. Puedes irte a casa, y gracias por haberte quedado hasta tarde. El muchacho asintió.
—¿Estará aquí mañana? Hay algunos papeles que debe firmar.
—Ahora mismo no lo sé. Si alguien pregunta por mí, sigo fuera de la ciudad.
—Sí. He emitido una nota de prensa hace unas horas informando de que usted se encontraba de viaje a Hong Kong —dijo el secretario. Después salió de la oficina y cerró la puerta.
—Estás impresionante —dijo Dee desviando toda su atención hacia Virginia. Recostó la espalda en el respaldo de la silla y colocó, con suma delicadeza, las manos sobre el escritorio. Aunque se había puesto aloe vera y anestesia en crema, todavía le escocían. Además, empezaban a aparecer las primeras ampollas.
—Oh, muchas gracias —dijo Virginia con una sonrisa—. Quiero que sepas que tú lo has pagado todo y, la verdad, esta ropa es muy cara.
—Bueno siempre has tenido gustos muy caros —añadió Dee.
Bajo el abrigo negro de gamuza de jabalí con flecos que le llegaba hasta la cadera, Virginia llevaba unos tejanos claros, una camiseta tipo cowboy y un cinturón oscuro de piel de lagarto que hacía juego con las botas de vaquero negras. Se acomodó en una silla colocada frente al Mago y apoyó las botas sobre el borde del escritorio. Después, lo miró fijamente por encima de la tabla de mármol negro.
—Había olvidado las magníficas boutiques que hay en San Francisco.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí? —preguntó el inglés.
—No hace mucho —respondió distraídamente—, pero ya sabes que no me gusta pasar mucho tiempo aquí, en las Américas. Me traen demasiados recuerdos tristes.
Dee asintió. Él evitaba Inglaterra precisamente por la misma razón.
—¿Qué tal tus manos? —preguntó cambiando de tema.
—Doloridas —contestó Dee mientras se las mostraba—. Lo más frustrante del asunto es que si pudiera usar mi aura por un instante podría curarlas de inmediato.
—Sí, y también alertar a todo lo que habita en esta ciudad.
El Mago le dio la razón con un gesto de cabeza.
—Exactamente.
—Supongo que tienes un plan.
Dee se recostó en la silla y se volvió para poder admirar la ciudad.
—Siempre tengo un plan —dijo—. Estaba justo pensando en ello cuando has entrado. Casi todo está en su lugar. —Señaló hacia la oscuridad nocturna que reinaba sobre la ciudad—. Alcatraz está ahí. Mi empresa es la propietaria de la isla y cualquier acceso está restringido. Todas las celdas están llenas de monstruos e incluso hay una esfinge que merodea por la cárcel libremente.
Virgina Dare se estremeció.
—Detesto a esas criaturas.
—Son útiles. Creímos que podrían controlar a Perenelle Flamel, pero nos equivocamos.
—¿Nos equivocamos?
—Mis maestros y yo —puntualizó Dee.
Virginia rodeó el escritorio y se colocó junto al Mago inglés.
—Bonita vista.
—Mi favorita —murmuró Dee.
A diferencia de sus oficinas en Londres o en Nueva York, ésta estaba a tal altura que apenas se podían distinguir las calles. Aquí, el Mago podía apreciar el parque Pioneer y ver la ciudad que se extendía tras él. Casi justo enfrente se hallaba el edificio en forma piramidal Transamerica completamente iluminado, lo cual contrastaba con la negrura del cielo.
—Supongo que eres consciente de que tus maestros no descansarán hasta dar contigo —comentó Virginia.
—Sí, lo sé.
—Cada instante que sigas libre y sin sufrir represalias representa una ofensa para ellos. Tus maestros perderán su prestigio ante los otros Inmemoriales. Tienen que darte un castigo ejemplar.
Dee asintió una vez más. Observó el reflejo de sí mismo y de Virginia en el cristal; parecía que sus siluetas flotaran sobre la ciudad.
—Tú asesinaste a tu maestro… y sin embargo nadie te persiguió —dijo finalmente. Virginia soltó una carcajada, pero el sonido fue quebradizo, frágil.
—Yo no maté a mi maestro. Con el paso de los años, el muy bobo se volvió arrogante y descuidado. Cometió el error de desafiar la autoridad de una Mujer Ciervo además de insultarla y faltar al respeto a su tribu de Cambiaformas.
—¿Qué ocurrió?
Virginia dejó escapar otra risotada.
—¿Qué crees tú que ocurrió? Las Mujeres Ciervo habitaban ya este mundo mucho antes de que los Inmemoriales huyeran de Danu Talis. Conocen cada sendero escondido, cada camino secreto y todas las líneas telúricas, además de cómo y dónde se conectan. Mi Inmemorial estaba amenazando a la mujer en Oklahoma cuando, de forma repentina, fue transportado al corazón del Valle de la Muerte, en pleno verano. Creo que utilizó su aura para mantenerse fresco durante los primeros días… hasta que su aura se agotó —explicó. De forma inesperada, Virginia dio una palmada y el Mago se sobresaltó—. Finalmente, su aura le consumió en una bola de fuego. Ni siquiera quedaron las cenizas.
—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Dee.
—Porque yo estaba allí —admitió Dare—. ¿Quién crees que guio a las Mujeres Ciervo hasta él? —dijo mientras le daba unas palmaditas en el hombro—. Estaba harta de él: me había mentido demasiadas veces, me había hecho promesas que no tenía intención de cumplir. —Después, casi con un susurro, añadió—: No cometas su mismo error.
—No lo haré —respondió Dee sin apartar la mirada del reflejo de Dare en el cristal.
—Entonces, ¿qué piensas hacer, doctor? —preguntó Virginia.
Con cierta rigidez, Dee se puso en pie. Sin pronunciar palabra cruzó la habitación y se adentró en un diminuto ascensor privado. Dare vaciló durante unos instantes, pero luego lo siguió. El ascensor era incómodamente estrecho; resultaba evidente que había sido diseñado para una sola persona. Con mucho cuidado, el Mago pulsó un botón rojo que indicaba «parada de emergencia». El botón se iluminó de color azul e, instantáneamente, las puertas se cerraron.
—Es lo último en reconocimiento de huellas digitales —explicó Dee—. Si alguien más pulsara este botón, el ascensor se llenaría de gas.
—Muy inteligente —dijo la inmortal con tono sarcástico.
Aunque no parecía que se hubieran movido, de repente la puerta del ascensor se abrió. Primero salió Virginia, seguida por Dee.
—¿Dónde estamos? —preguntó mirando a su alrededor.
Habían salido a un comedor gigantesco. Las cuatro paredes eran de cristal, de forma que ofrecían una vista panorámica de toda la ciudad. Había varios sillones y sofás de cuero repartidos por la sala, además de cuatro televisores de pantalla plana colgados del techo. Todos estaban sintonizando el canal de historia. Al fondo de la sala había una cocina y, al otro lado, tras una serie de biombos pintados, se hallaba una zona para dormir en cuyo centro se aposentaba un futón japonés.
—Estamos en el decimotercer piso.
—Tu edificio no tiene un decimotercer piso —espetó Dare.
—No en los planos del edificio —le dio la razón Dee—, pero existe un decimotercer piso cuyo único acceso es este ascensor y una estrecha escalera de mantenimiento. Bienvenida a mi casa —dijo haciendo un amplio gesto con los brazos—. Está construido entre el duodécimo y decimocuarto piso y roba un metro cuadrado a cada una de estas plantas. Está completamente insonorizado.
Virginia miró a su alrededor.
—Necesita un toque femenino —puntualizó como si no estuviera impresionada—. Deberías saber que los sofás también pueden tapizarse con otros materiales además de con piel, y las mesas metálicas o de cristal dejaron de ser elegantes en los años ochenta —comentó. Después, se giró y se quedó paralizada, como si no diera crédito a lo que veían sus ojos—. ¿Flores artificiales? John, no me lo puedo creer.
—Las de verdad siempre se marchitaban —se excusó Dee—. ¿Y se puede saber cuándo te has convertido en diseñadora de interiores? La última vez que te vi vivías en una tienda de campaña.
—Y todavía vivo ahí —dijo Dare—. Así es imposible quedarte sin hogar.
Dee cruzó la sala, caminó hacia la zona que hacía las veces de cocina y abrió la nevera.
—Si comieras, apuesto a que utilizarías platos de plástico —sugirió Virginia siguiendo al Mago—. Supongo que pedirte un vaso de leche es inútil —comentó la inmortal mientras él se asomaba al interior de la nevera.
—Inútil —acordó él—. Puedes beber agua natural o con gas.
Dee sacó dos botellas de agua y después, del fondo de la nevera, extrajo un objeto corto y estrecho envuelto en un trapo harapiento. Lo colocó cuidadosamente sobre la mesa, delante de Dare, y después sacó otros dos objetos de forma muy similar. Uno estaba cubierto por una tela de seda roja y el otro por cuero verde.
Virginia Dare notó el cosquilleo de un poder muy antiguo en la piel y retrocedió. De manera automática, se frotó las manos en la chaqueta para deshacerse de la molesta sensación. Parecía que decenas de hormigas treparan por su piel.
Entonces, Dee abrió el horno y cogió una caja de madera de forma rectangular que, a su vez, también colocó sobre la mesa.
—No quiero saber por qué guardas cosas en la nevera y en el horno —murmuró Dare—. ¿Son lo que creo que son? —preguntó.
—¿Qué crees que son? —respondió Dee.
—Algo peligroso. Poderoso. Mortal. —Exactamente.
El Mago, con suma delicadeza, desenvolvió el objeto cubierto por un pedazo de seda roja deslizando cuidadosamente la finísima tela.
—Antes estuve pensando. He llegado a la conclusión de que he sido un tonto.
Virginia apretó los labios y resistió la tentación de hacer un comentario al respecto.
—¿Por qué he pasado todos estos siglos trabajando al servicio de los Inmemoriales, haciéndoles los recados como si fuera un sirviente o un perro domesticado?
—¿Porque te concedieron la inmortalidad? —le recordó Virginia.
—Hay otros que la han conseguido sin la ayuda de un Inmemorial —señaló Dee—. El matrimonio Flamel, Saint-Germain o Shakespeare, por ejemplo. Quizá, si hubiera buscado el secreto de la inmortalidad, lo habría encontrado sólito.
—Quizás hubieras muerto antes de descubrirlo —sugirió Virginia.
—He dedicado siglos de servicio a los Inmemoriales…
—Lo sé, lo sé, lo sé. Tu autocompasión empieza a cansarme —espetó Dare con brusquedad con intención de molestar al Mago.
Conocía demasiado bien al doctor John Dee para saber que odiaba que alguien le interrumpiera. Si Dee tenía un defecto era que adoraba el sonido de su propia voz.
—Dime qué planes tienes.
—Primero voy a reunirme con Coatlicue en su prisión y la soltaré en los Mundos de Sombras —anunció mientras deslizaba torpemente la seda.
Dare le observaba detenidamente, pero no trató de ayudarle.
—Los Inmemoriales se verán obligados a retirar sus fuerzas de la Tierra para luchar contra la Madre de los Dioses en los Mundos de Sombras. No se preocuparán por lo que ocurra aquí. Al mismo tiempo, Maquiavelo ya habrá liberado a los monstruos de Alcatraz en la ciudad.
Dare pestañeó, manifestando así su sorpresa, pero sabía que interrumpirle ahora no era una buena idea.
El pañuelo de seda rojo cayó al suelo y dejó al descubierto una espada de piedra que, a primera vista, nada tenía de especial. La empuñadura no mostraba ornamentación alguna y la hoja gris estaba pulida, de forma que parecía metálica. Dee desvió la mirada hacia Virginia y los ojos le hicieron chiribitas.
—¿La reconoces? —preguntó.
—Es una de las espadas de poder —murmuró casi sin aliento—. ¿Cuál?
—Durandarte —susurró.
—La indestructible —puntualizó Dare mientras se acercaba para contemplar detenidamente la antigua espada—. Siempre te han fascinado estos juguetitos, ¿verdad, doctor?
—Una vez, un hombre manco me dijo la buenaventura; me contó que mi destino estaría entrelazado con las espadas.
—Pensé que tendría otro aspecto, más imponente —reconoció Virginia.
El Mago tiró del grueso cordón atado alrededor del objeto envuelto en un pedazo de cuero verde e, ignorando por completo el comentario de la inmortal, continuó su discurso.
—San Francisco se rendirá rápidamente a las bestias. Los ejércitos de humanos no serán capaces de pararles los pies a esos monstruos. Sólo el factor pánico nos otorga una ventaja increíble. Además, no olvidemos que hay montones de criaturas parecidas, escondidas en todas las grandes ciudades del planeta. El mundo será un caos en cuestión de días.
—¿Y qué hay de aquellos Inmemoriales que se nieguen a abandonar esta tierra para luchar contra Coatlicue en los Mundos de Sombras? —preguntó Virginia—. ¿Y de los inmortales que no están aliados con los Oscuros Inmemoriales? Sin duda se enfrentarán a los monstruos y los vencerán.
—Oh, ya he pensado en eso —murmuró Dee.
Dos de las cuerdas que ataban el objeto cayeron al suelo, pero el inmortal no fue capaz de deshacer el tercer nudo. Entonces miró a su compañera.
—¿Te importaría…?
—No pienso acercarme a eso —interrumpió Virginia.
Deslizó un puñal de hoja plana de una funda que tenía escondida en la manga y se lo lanzó al Mago. Con una impresionante destreza, Dee lo cogió al vuelo y cortó el último nudo.
—Conozco la ubicación de casi todos los Inmemoriales, criaturas de la Última Generación e inmortales que merodean por este reino. Cuando salgan de su escondrijo, iré a por ellos y los derribaré uno tras otro. Cuando acabe, tú y yo seremos los últimos dos inmortales sobre la faz de la Tierra. Una vez mis maestros Inmemoriales me prometieron este planeta: ahora lo conseguiré por mis propios medios.
—Y lo compartirás conmigo —le recordó Virginia.
—Y lo compartiré contigo —aseguró Dee.
—Todavía no me has dicho para qué me quieres —dijo Dare.
—Oh, querida, tú eres una pieza clave de mi plan —desveló. Después hizo una breve pausa y alzó la mirada mientras sonreía astutamente—. Siempre supe que acabaríamos juntos.
—¿Ah, sí?
—Tú y yo somos muy parecidos.
—No lo sabes bien —farfulló Virginia Dare. Agachó la cabeza sin articular palabra.
El doctor John Dee conocía a Virginia desde siempre, sin embargo, no tenía la menor idea de lo que era capaz de hacer. Él había crecido en la era Isabelina y su opinión sobre el universo femenino se había formado en aquella época. Dare estaba convencida de que ésa era una de las muchas razones que explicaban por qué el Mago, y también Maquiavelo, habían subestimado una y otra vez a Perenelle Flamel.
Con mucha meticulosidad, Dee desplegó el trozo de cuero verde en cuyo interior yacía una copia exacta de la primera espada.
—Una espada gemela —dijo Virginia Dare asombrada—. Debe de ser Joyosa, la espada de Carlomagno.
—La primera espada que tuve —dijo orgullosamente el Mago—, y ahora tengo la colección al completo —anunció mientras colocaba a Excalibur y Clarent junto a las dos primeras armas.
Ahora que las cuatro espadas estaban juntas sobre la mesa de cristal, las semejanzas entre ellas se hacían evidentes: todas medían alrededor de unos cincuenta centímetros de largo y todas habían sido talladas de la misma piedra. De las cuatro armas, sólo Clarent era fea y sin brillo. El resto, en cambio, estaban tan pulidas que relucían. Virginia percibió unas sutiles diferencias en los diseños de las empuñaduras, pero no había sabido distinguir cuál era cuál, excepto Clarent, por supuesto.
—Cuando haya localizado y matado al resto de los Inmemoriales, criaturas de la Última Generación e inmortales de este mundo, pienso utilizar estas espadas para destruir las entradas a los Mundos de Sombras. Así, finalmente, éste se convertirá en nuestro mundo.
—Muy inteligente, sin duda —dijo Dare—. Sólo tengo una pregunta…
—¿Sólo una?
—¿Por qué yo?
Dee la miró sin mostrar expresión alguna.
—Lo tienes muy planeado: ¿para qué me necesitas?
El Mago abrió la boca. Dare alzó la mano y le frenó.
—Y ni siquiera te plantees mentirme —murmuró—. No cuando hay cuatro espadas sobre la mesa que tengo delante.
Aunque no dejó de sonreír, la amenaza era obvia. El inmortal inglés asintió con la cabeza.
—Acudí a ti porque… bueno, ya te lo he dicho: eres una pieza clave de mi plan. Necesito tu flauta.
—¿Mi flauta? —repitió Virginia, desconcertada.
Dee pareció algo avergonzado.
—Lo cierto es que sí. Cuando los monstruos sean liberados en la ciudad de San Francisco podré controlarlos durante unos días. Pero cuando ya hayan saciado su apetito y se tornen salvajes, perderé el control…
El Mago se quedó mudo, a la espera de la reacción de Dare.
—Y crees que mi flauta podrá hechizarles y controlarles.
—No me cabe la menor duda. Recuerda, yo estaba a tu lado cuando estabas a orillas del río Rojo y una manada de tres mil búfalos corrieron en estampida al escuchar las notas de tu flauta. Tengo un buen presentimiento con sus poderes.
—Pero los búfalos y esa colección de animales salvajes y de pesadilla que has reunido no tienen mucho en común.
Dee negó con la cabeza.
—Todos son bestias. Y hace poco he sido testigo de cómo derribabas a cucubuths y humanos. Confío plenamente en ti.
—Muchas gracias —dijo Virginia en tono sarcástico—. Entonces, cuando deje inconscientes a esas criaturas, ¿qué piensas hacer con ellas cuando se despierten?
Dee se encogió de hombros con cierto desdeño.
—Matarlas, o devolverlas a Alcatraz y dejar que se maten entre ellas.
El Mago se acercó a la caja de madera que había colocado sobre la mesa, abrió la tapa y extrajo un pequeño libro encuadernado en cobre. De inmediato, el aire de la habitación chisporroteó con electricidad estática mientras multitud de chispas verdes recorrían las superficies metálicas. Virginia sintió como si, de repente, alguien le hubiera absorbido todo el aire del cuerpo.
—¿Eso es lo que creo que es?
Dee dejó el libro en el centro de la mesa, rodeado por las cuatro espadas de poder. Encuadernado en cobre verde, ahora completamente deslustrado, el libro medía unos quince centímetros de ancho por veintidós de largo. Las páginas de su interior eran gruesas, mostraban un color amarillento y eran irregulares entre sí.
—El Códex, el Libro de Abraham el Mago —presentó Dee casi a modo de reverencia—. He dedicado toda mi vida a encontrar este libro… —admitió mientras, con sumo cuidado, abría la cubierta ayudándose de una esquina del pañuelo de seda—. Y cuando finalmente lo tuve entre mis manos, alguien arrancó dos páginas.
Mostró las últimas páginas del libro, donde se podían apreciar dos trozos de papel arrancados violentamente del lomo. El Mago se rio tontamente, con un sonido agudo y desconcertante.
—¿Y quieres saber algo, Virginia? Las dos últimas páginas contienen la Invocación Final, la fórmula necesaria para traer a los Inmemoriales de sus Mundos de Sombras a este mundo. Mis maestros se pusieron furiosos cuando descubrieron que perdí esas páginas —relató. Su risa tonta se convirtió en una risotada que, a su vez, se transformó en una carcajada tan histérica que todo su cuerpo empezó a temblar—. Pero ahora resulta que ya no necesitamos la Invocación Final porque los Inmemoriales no van a regresar a nuestro reino.
—¡Doctor! —exclamó Virginia repentinamente asustada. Jamás había visto a Dee así—. Contrólate.
John Dee inspiró profundamente.
—Por supuesto. Te pido disculpas.
Cerró el Códex y pasó la mano, envuelta en el suave pañuelo de seda, por la superficie metálica del libro.
—Dejaremos que los monstruos devasten la tierra durante una semana; permitiremos que el ejército, la marina y las fuerzas aéreas se agoten mientras intentan enfrentarse a las criaturas, y entonces, cuando todo parezca perdido, tú y yo nos proclamaremos los salvadores de la humanidad. Nos convertiremos en los gobernantes inmortales del mundo. Tú no posees un maestro y el mío estará muerto o atrapado en un Mundo de Sombras sin acceso a este reino, así que estaré a salvo. Puedo utilizar este libro para rehacer y remodelar el planeta a nuestro antojo —dijo con una sonrisa—. El único límite será nuestra imaginación.
—Tengo una gran imaginación —murmuró Virginia—. Sin embargo, ¿no te olvidas de un pequeño detalle? —añadió con tranquilidad.
Dee la miró perpleja.
—¿El qué?
—Todo esto depende de si Coatlicue accede a cumplir tus órdenes.
—Lo hará —dijo con plena confianza—. El verdadero momento de peligro es cuando despierte: estará hambrienta. Sólo tengo que asegurarme de tener algo para ella.
—Coatlicue no es vegetariana —le recordó Virginia.
La sonrisa del Mago se tornó salvaje.
—Sí, lo sé. Y por eso le he organizado un delicioso banquete.