Saint-Germain alzó ambas manos y extendió los dedos. Cada yema se encendió con un chasquido y todas, al mismo tiempo, empezaron a parpadear llamas de distintos colores. Bajo aquel resplandor danzante, el rostro del inmortal era salvaje.
—No me amenaces, Hombre Verde —gruñó con su acento más pronunciado—, o quemaré este bosque hasta que no quede un ser vivo. Y no me lo pensaré dos veces.
Tammuz retrocedió un paso. La luz de las llamas se reflejaba como un líquido que recorría su máscara plateada, lo cual hacía parecer como si las hojas talladas temblaran con el soplo de una brisa.
Las dríadas, preparadas con los arcos para disparar flechas de punta negra, desviaron la mirada hacia el Inmemorial, a la espera de sus órdenes. Tammuz vaciló y, de inmediato, Saint-Germain dio un paso hacia delante. Se había recogido las mangas, dejando así al descubierto multitud de mariposas tatuadas. Con el resplandor de las llamas las alas parecían batir muy lentamente.
—He venido hasta aquí para negociar contigo, lord Tammuz, incluso para suplicarte si es necesario. Desde luego no he venido a amenazarte. Pero sabes de lo que soy capaz, así que no me provoques. —Hizo una breve pausa y, con una sonrisa glacial, añadió—: Recuerda lo que le ocurrió a tu querido bosque en Rusia en 1908.
—Idos. Idos ahora —ordenó el Hombre Verde mientras hacía un gesto con la mano. Instantáneamente, las dríadas desaparecieron otra vez en el corazón del bosque mientras las hamadríadas se mezclaban con la vegetación.
Ptelea fue la última en irse.
—Amo, lo siento, yo no…
—Esto no tiene nada que ver contigo —tronó la voz de Tammuz—. La culpa es de estos dos —dijo señalando a Shakespeare y Palamedes—. Y sobre todo tuya, Caballero.
Palamedes se incorporó y un resplandor trémulo de su aura verde parpadeó durante un breve período de tiempo en el aire.
—Hemos venido a hablar —anunció—, a apoyar la petición de nuestro hermano, nada más. Y —agregó muy lentamente— esperaba que se me escuchara, no que se me tratara con estos modales y se me amenazara. Saint-Germain es mi amigo; más que mi amigo, es mi compañero de armas y está bajo mi protección. Lanzarle una amenaza a él es lanzármela a mí.
A pesar de llevar la máscara plateada, el asombro del Inmemorial era palpable. Sin embargo, su voz no expresaba tal sorpresa.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Acaso te has vuelto loco, Palamedes? ¿Este mago te ha hechizado? ¿Sabes exactamente quién es al que llamas amigo? ¿Quieres saber lo que ha hecho?
—Ni lo sé ni me importa. No hemos venido hasta aquí para hablar de eso.
—Quizá deberíamos hacerlo. Mira lo que acaba de hacer… —El Inmemorial señaló a Saint-Germain con ambas manos—. Amenazarme. Amenazar a mi bosque, a mis criaturas. Traer fuego maldito al corazón de mi reino. —En ese instante alargó una mano envuelta en un guante plateado—. Quizás él esté fuera de mi alcance, pero tú no. Sólo tengo que tocarte con la mano. Te entregué la inmortalidad; puedo arrebatártela con un solo roce.
William Shakespeare salió de detrás de Palamedes y se colocó entre éste y el Inmemorial.
—Pero tú no eres mi maestro; no tienes ningún poder sobre mí.
Las gafas del Bardo resbalaron por su nariz, de forma que Shakespeare observó a su adversario por encima de la montura oscura.
—Y dudo mucho que sepas lo que soy capaz de hacer —dijo mientras se inclinaba hacia delante—. Enfuréceme y te enseñaré la verdadera magia de las palabras… Y créeme, cuando termine contigo, desearás que Saint-Germain hubiera convertido tu precioso bosque en cenizas.
Se produjo un largo silencio. El único sonido en aquella oscuridad nocturna era el crepitar de las llamas que ardían en los dedos de Saint-Germain. Un glóbulo de fuego se desprendió de su pulgar y salpicó el suelo. Las hojas se enroscaron y, de repente, la atmósfera empezó a oler a quemado.
—Ups.
El inmortal francés dibujó una maléfica sonrisa mientras apagaba el fuego con la bota. El Hombre Verde se había retirado casi al centro del claro del bosque. Se detuvo cuando se golpeó la espalda con la columna blanca y las puntas de su máscara metálica chocaron con la piedra. Alzando la cabeza, miró al Bardo y al inmortal francés.
—Si os doy lo que queréis, ¿os iréis y me dejaréis en paz? —preguntó.
Saint-Germain sonrió de oreja a oreja, manifestando así su triunfo.
—Nada nos gustaría más.
Entonces cerró las manos en puños y extinguió todas las llamas que, tras de sí, dejaron una estela de humo de colores.
—Decidme, entonces, ¿qué queréis?
—Mi esposa, Juana de Arco, y Scathach están atrapadas en el pasado. Arrastrarlas hasta nuestro presente es algo que va más allá de nuestros poderes, así que me gustaría que me enviaras donde está mi esposa.
Rebuscando en el bolsillo de su chaqueta extrajo un sobre blanco y se lo entregó a Will Shakespeare, puesto que era el que estaba más cerca. El Bardo, a su vez, se lo entregó a Palamedes, quien se acercó al Inmemorial. Tammuz alargó la mano y, con sumo cuidado, el Caballero colocó el sobre encima del guante de plata, vigilando no tocar al Inmemorial. Dejó caer el sobre en la mano del Hombre Verde y retrocedió.
—Juana y Scathach activaron la vieja línea telúrica situada a las afueras de Lutecia —continuó Saint-Germain—. Debería haberlas conducido al otro extremo del planeta, a la Costa Oeste de Norteamérica, pero jamás llegaron a su destino. Cuando hice mis investigaciones descubrí una curiosa sustancia justo en la piedra del Punto Cero.
El Inmemorial ladeó la cabeza y miró el interior del sobre. La mitad de su contenido era polvo grisáceo.
—Realicé algunas pruebas alquímicas —prosiguió el inmortal francés— y descubrí restos de huesos de un mamut adulto de la era del Pleistoceno y vestigios de un hechizo de atracción. Todo este asunto apesta a esa serpiente de Maquiavelo.
—¿Y crees que tu esposa y la Sombra han viajado hasta el pasado?
—A la era del Pleistoceno —especificó el inmortal.
—No tengo poder alguno sobre las líneas del tiempo; no puedo traerlas hasta el presente.
Rápidamente, Saint-Germain asintió.
—Ya lo sospechaba. Sin embargo, sí tienes cierto control sobre el tiempo. Sé que pasa de un modo distinto en los Mundos de Sombras. Un día en el reino terrenal podría ser una semana, un mes, un año aquí. Sé de buena tinta que has enviado a tus caballeros inmortales a Mundos de Sombras no sin antes asegurarte de que las diferencias temporales no les afecten. Así que debes de saber algo sobre el tiempo.
—Aprendí un poco de Cronos —admitió Tammuz.
—¿Podrías enviarme al pasado? —preguntó Saint-Germain con cierto entusiasmo.
El Hombre Verde alzó la cabeza y un rayo de luz le recorrió la máscara plateada.
—Podría hacerlo. Sin duda, tengo el poder para hacerlo.
Inclinando el sobre, vertió parte del polvo en su mano izquierda. Siseó y, al rozar el guante de plata, chisporroteó, de forma que, de repente, en la palma de la mano del Inmemorial se formó una diminuta pelota de humo gris con la misma apariencia que una tela de gasa.
—Pero si te envío al pasado será un viaje sólo de ida: no habrá un regreso. Únicamente Cronos, el Maestro del Tiempo, podría arrastrarte hasta aquí. —Se rio entre dientes y después dijo—: Y él no estará dispuesto a hacerlo; te desprecia incluso más que yo.
Shakespeare se giró para mirar a Saint-Germain y le guiñó un ojo.
—Eres un tipo malo y descarado. ¿Acaso todo el mundo te odia?
—Casi todo el mundo —respondió el inmortal con cierta satisfacción—. Es un don.
La pelota de humo continuaba arremolinándose en el guante brillante de Tammuz.
—Una vez viajes en el tiempo estarás atrapado allí para toda la eternidad —repitió el Inmemorial, que observaba detenidamente al francés—. ¿Por qué quieres hacer esto? —preguntó con curiosidad—. ¿Por qué esa mujer es tan importante para ti?
Saint-Germain parpadeó, sorprendido.
—¿Nunca has estado enamorado? —preguntó.
—Sí —respondió Tammuz con cierta cautela—. Una vez tuve una consorte, Inanna…
—Pero ¿la amabas? ¿La amabas de verdad?
El Hombre Verde permaneció en silencio.
—¿Significaba más para ti que la propia vida? —persistió Saint-Germain.
—No se ama a lo que no se demuestra amor —murmuró Shakespeare.
El inmortal francés se acercó al Inmemorial.
—Amo a mi Jeanne —dijo sencillamente—. Tengo que ir a buscarla.
—¿Aunque pierdas todo lo que posees? —insistió Tammuz, como si la idea fuera del todo incomprensible.
—Sí. Sin Juana a mi lado, todo lo que poseo no tiene ningún valor.
—¿Ni siquiera tu inmortalidad? —Sobre todo mi inmortalidad.
Habían dejado de un lado las bromas. Éste era un Saint-Germain que ni Shakespeare ni Palamedes habían visto antes.
—La amo —dijo.
El Hombre Verde miró fijamente la esfera de humo que yacía en la palma de su mano. El globo había palidecido y, en ciertas partes, era casi transparente. Añadió un poco más de polvo gris del interior del sobre y observó cómo se arremolinaba alrededor de la pelota, como si fueran copos de nieve.
—Nunca estuve seguro de que los mortales fueran los herederos apropiados de este planeta —espetó repentinamente Tammuz—. Cuando Danu Talis se hundió, algunos miembros de mi raza escogieron crear Mundos de Sombras; otros, en cambio, decidieron vivir en este reino. Nos convertimos en reyes y príncipes. Incluso algunos fueron venerados como dioses; otros se apropiaron del papel de profesor, reclamando que los mortales poseían atributos que les hacían únicos. Y el amor y la lealtad eran dos de los mayores atributos. El amor y la lealtad —repitió moviendo la cabeza—. Quizá si mi raza tuviera un poco más de ambos aún gobernaríamos esta tierra —dijo con un suspiro—. Y ahora dices que tu esposa está perdida en la era del Pleistoceno…
La esfera que se acunaba en su palma se tornó más clara.
Y, de repente, los tres inmortales pudieron avistar a Juana de Arco y Scathach en su interior. Las dos inmortales estaban a orillas de un río, con las espadas desenvainadas, enfrentándose a un oponente invisible.
Saint-Germain, con un grito ahogado, exclamó:
—Jeanne…
—Hay algo que no concuerda.
La voz del Inmemorial retronó al mismo tiempo que sus ojos centellearon, iluminando así el casco plateado con un resplandor esmeralda. Fue subiendo el tono a medida que la imagen que mostraba el orbe giraba y giraba… hasta revelar que las mujeres estaban frente a un hombre encapuchado. La figura se movió, de forrna que el Hombre Verde y los demás inmortales avistaron el semicírculo metálico que lucía en la mano izquierda.
—¡No! ¡Él no! Es imposible… —farfulló un Tammuz horrorizado.
Saint-Germain quedó completamente paralizado al ver aquella imagen.
—El hombre encapuchado —anunció con una voz que denotaba su emoción—. Pero eso es imposible —añadió repitiendo las palabras del Inmemorial.
—¿Los dos sabéis quién es esta criatura? —preguntó Palamedes mirando a Saint-Germain y al Hombre Verde.
—Yo lo conozco —dijo el Inmemorial con voz trémula—. Lo vi hace más de diez mil años. Él también estaba presente cuando Danu Talis se hundió —explicó con voz quebrada—. Él destrozó mi mundo. Estaba seguro de que había desaparecido junto con la isla. Si hubiera sabido que aún seguía con vida —agregó con tono salvaje—, le hubiera perseguido hasta darle muerte.
—Saint-Germain, ¿quién es? —preguntó una vez más Palamedes sin apartar la mirada del globo.
—Yo robé el fuego de Prometeo —murmuró—, pero esta criatura fue quien me enseñó sus secretos.
—¿Es un Inmemorial, una criatura de la Última Generación, un inmortal o un humano? —quiso averiguar Palamedes.
—No estoy seguro, pero creo que no es un Inmemorial ni pertenece a la Última Generación. Tampoco creo que sea completamente humano. En realidad, no tengo la menor idea de qué es. Nicolas también lo conoció, mucho antes que yo. Fue él quien le enseñó al Alquimista cómo traducir el Códex, quien le mostró la fórmula de la inmortalidad.
—¿Qué está haciendo en el pasado? —dijo Tammuz sorprendiendo así a todos.
—Estás mirando un Mundo de Sombras que ha sido diseñado para semejarse al mundo prehistórico.
Y entonces, con claridad y nitidez, todos escucharon la voz.
—Scathach la Sombra y Juana de Arco. ¿Dónde os habéis metido? Llevo esperándoos mucho tiempo. Bienvenidas a mi reino.
Apiñados alrededor de la pelota que sostenía Tammuz en la mano, los tres inmortales observaron a la figura ponerse en pie y extender los brazos. De repente, el hombre encapuchado alzó la mirada y, por un instante, pareció que estuviera contemplando al grupo a través de la pelota de humo. Todos vieron que sus ojos azules centellearon y titilaron con una luz plateada.
—Y tú también eres bienvenido, Saint-Germain. Te dije que este día llegaría. Es el momento de pagar tus deudas. ¿Por qué no te reúnes con nosotros? Tammuz —ordenó la criatura—, envíale aquí ahora mismo.
Sin mediar palabra, el Hombre Verde alargó la mano izquierda y la posó sobre el abrigo de Saint-Germain; después, lanzó el círculo de humo al centro del pecho del inmortal.
De inmediato, Saint-Germain se transformó en un vapor gris y se desvaneció.