Detesto las líneas telúricas —chilló Virginia Dare mientras se zambullían en el agua helada.
—¡Y me lo dices ahora! —se quejó Dee. Se deslizaron hacia abajo, abajo, abajo… y, de repente, el agua desapareció y se sumergieron en una completa y total oscuridad.
—Y particularmente odio éstas, en las que uno está cayendo durante un buen rato…
La voz de Virginia sonaba apagada y débil, como si estuviera hablando en un espacio diminuto.
—Tampoco me entusiasman las líneas en que uno tiene que saltar.
El doctor John Dee intentaba orientarse, pero sumido en aquella penumbra no estaba seguro de qué dirección era hacia arriba y cuál hacia abajo.
—¿Qué te parece una luz? —propuso Virginia—. Creo que ahora nos iría la mar de bien.
—¿Te han dicho alguna vez que hablas demasiado?
—No —respondió Virginia algo sorprendida—. ¿Hablo demasiado? Supongo que sí —admitió finalmente. De repente su voz cambió, cobrando un tono más salvaje—. ¡Pero sólo cuando me adentro en una línea telúrica oscura! Entonces tengo algunas cosas que decir.
Los oídos se les destaparon y una bocanada de efluvios atroces le abrumó, como si se acabaran de desplomar sobre nubes pestilentes. De repente, la sensación de movimiento se detuvo, aunque seguían en un vacío negro e ingrávido.
—¿Tienes una cerilla? —preguntó Virginia.
—¿Una cerilla? —repitió Dee, algo confundido.
—Creí que vosotros, los magos, siempre llevabais cerillas. Para encender vuestras velas. ¿Acaso los magos no estáis siempre encendiendo velas?
—Uso luz eléctrica desde el siglo pasado —murmuró Dee—. Nunca llevo cerillas encima.
—Está muy oscuro —se quejó Virginia, planteando lo evidente—. Es miedoso.
—No me digas que tienes miedo a la oscuridad. —No a la oscuridad, doctor, sino a lo que habita en ella.
Con un suspiro, Dee buscó bajo su abrigo y extrajo la espada de piedra. En el instante que su piel tocó la hoja de la espada, el filo empezó a resplandecer, primero de color gris, después azul, y finalmente explosionó en una luz brillante y cegadora que, en cuestión de segundos, se tiñó de color rojo, iluminando los alrededores con una luz fría y agreste. Unas serpentinas de fuego se desgajaron de la espada, pero se trataba de un fuego frío que dejaba una estela de copos de hielo a su rastro.
—Mmm… no hay mucho que ver —constató Dee mirando a su alrededor.
Virginia Dare permaneció tras él mientras las llamaradas rojas y gélidas le iluminaban el rostro. Después, muy despacio, se volvió:
—Creo que me gustaba más cuando no veía.
Un paisaje estéril e inhóspito se extendía ante ellos, gris y llano en todas direcciones. Bajo sus pies, las únicas marcas en el suelo polvoriento eran sus propias huellas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Virginia.
Sujetando la espada, Dee dibujó un círculo sobre su eje.
—He oído hablar de estos reinos… aunque nunca había visto uno con mis propios ojos. Parece un Mundo de Sombras sin hacer.
—¿Sin hacer?
—Se empezó, pero no se acabó —explicó. Después, bajó la espada y las sombras volvieron a apiñarse sobre ellos—. Los Inmemoriales crean reinos, Mundos de Sombras, utilizando su aura, imaginación y recuerdos. A veces, un individuo muy poderoso puede crear un mundo entero, pero a menudo se unen en grupo para dar forma a su propio reino —dijo haciendo un gesto con la espada—. Éste nunca se terminó.
—¿Por qué? —se preguntó la inmemorial en voz alta.
—No tengo la menor idea… —empezó el Mago. De repente, agarró a Virginia por el brazo, la arrastró y exclamó.
—¡Corre!
Virginia se giró y miró hacia el cielo oscuro… y vio a cuatro cucubuths que descendían en picado desde allí.
—Han debido de lanzarse antes de que la línea telúrica se cerrara —intuyó Dee.
Las cuatro criaturas aterrizaron ágilmente en el suelo, se giraron, desorientadas, y después se centraron en el resplandor de la espada. Con aullidos de triunfo, las criaturas salieron disparadas hacia los dos inmortales.
Cuando empezaron a correr, las bestias cambiaron. La transición de humano a bestia fue instantánea. Parecían muchachos con las cabezas rapadas y, un instante más tarde, se habían transformado en con aspecto lobuno sin alterar sus rostros humanos. Correteaban apoyándose sólo en dos de sus patas, algo encorvadas hacia delante, dejando tras de sí una estela de polvo.
—¿Doctor? —dijo Virginia con voz tranquila.
—Duérmelos —ordenó Dee—. ¿Puedes tocar y correr a la vez?
Dare sacó la flauta de su funda de cuero, se la acercó a los labios y sopló con cuidado y tacto.
Sin embargo, no se oyó sonido alguno.
—Oh —exclamó—, esto no está bien.
Los cuatro cucubuths estaban cada vez más cerca; los dientes irregulares que poblaban sus mandíbulas estropeaban sus preciosos rostros. Las colas, sin pelaje alguno, azotaban el suelo con fuerza.
Los inmortales percibieron un extraño movimiento en el aire justo detrás de las salvajes criaturas, y Huginn y Muninn hicieron su estelar aparición. Los monstruosos cuervos descendieron desde el cielo hasta aterrizar sobre el suelo formando una polvareda a su alrededor. Batían las alas sin cesar, pero sólo lograron alzarse unos pocos centímetros antes de derrumbarse otra vez. Después, al avistar la resplandeciente espada, gritaron el nombre de Dee al unísono. Los gigantescos pájaros se lanzaron hacia la única luz del paisaje, avanzando a grandes brincos, recortando así rápidamente la distancia.
—Doctor, si tienes un plan perfecto, ahora es el momento de utilizarlo —resolló la inmortal mientras guardaba la flauta en su funda y extraía un hacha de guerra de cabeza plana de debajo de su abrigo. Al ver que Dee no respondía de inmediato, Dare se arriesgó a mirar de reojo rápidamente al Mago—. ¿John?
Dee frenó la carrera.
—¿John? —dijo una vez más.
Virginia no había detenido el paso, de forma que tuvo que dar marcha atrás para colocarse a su lado. El rostro del mago inglés no mostraba emoción alguna. Su mirada gris se tornó roja y después se tiñó de color azul por la luz que emitía la espada. Y entonces Virginia se percató de que la arenilla de este Mundo de Sombras inacabado estaba enroscándose alrededor de los pies del Mago, creando unos diseños de complejas espirales y ondas serpenteantes. Pasó la mano por delante de sus ojos, pero Dee ni siquiera pestañeó. Entonces supo que el Mago no podía verla ni oírla.
—Tu nombre siempre ha significado problemas, doctor John Dee. No me extraña que todos los que te rodean mueran.
Entonces se volvió para enfrentarse sola a los cucubuths y a los cuervos.
Fuego que era frío.
Hielo que era caliente.
Las sensaciones se desprendían de la espada y fluían por sus muñecas, arrastrándose por los brazos hasta establecerse en su pecho.
Y con la calidez y el frescor aparecieron los recuerdos, terribles y aterradores recuerdos de una época anterior a la raza humana, de una era en que los Inmemoriales gobernaban la Tierra; imágenes de un tiempo aún anterior, pertenecientes al mundo de los Arcontes; y antes de ellos, de los Ancestrales; y, mucho más lejanas, imágenes del Tiempo antes del Tiempo, cuando los Amos de la Tierra gobernaban.
Recuerdos de las cuatro grandes espadas de poder…
… de su creación…
… de sus poderes…
… de por qué fueron separadas…
… de por qué no deben volverse a unir jamás…
Y la sorprendente comprensión de que no eran armas; eran algo más; mucho, mucho más que espadas.
—¡John!
Lentamente, el Mago volvió la cabeza para mirar a Dare y, fuera lo que fuese lo que vio en su rostro, dejó a la inmortal sin palabras. Algo extraño y ancestral se asomaba a sus ojos. Inmóvil, Virginia observó cómo Dee alzaba la mano, acercando la espada a su rostro.
Fuego.
La espada de piedra ardió con un fuego blanco.
Hielo.
La hoja y la empuñadura de la espada se cubrieron de hielo.
De repente, la espada cambió y se separó, de forma que Clarent permaneció en la mano izquierda de Dee, centelleando una luz bermeja y negra, y Excalibur en su derecha, crepitando un fuego azul.
—¿Dónde quieres estar, Virginia? —La voz de Dee era un susurro ronco.
—En cualquier lugar menos aquí.
Los cucubuths estaban casi sobre sus cabezas. Los cuervos, con la voz de Odín, se carcajeaban continuamente.
—¿Sabes dónde quisiera estar yo? —preguntó Dee. Con los brazos dibujó dos gigantescos y perfectos círculos, uno rojo y otro azul, en el aire. Las circunferencias se unieron en el centro para crear un óvalo que titilaba débilmente, como si en cualquier momento fuera a desaparecer.
—John, me estás asustando.
—Quiero volver a casa —dijo Dee.
Entonces se adentró en el óvalo y su figura se desvaneció. De inmediato, el fuego empezó a apagarse y el hielo a fundirse. Los cucubuths aullaban mientras caían en picado y los cuervos chillaban.
Virginia cerró los ojos y se abalanzó sobre el ardiente y derretido óvalo…
… y al abrirlos el sol la cegó. Inspiró un aire cálido y un tanto salobre. Rápidamente descubrió que estaba sobre la hierba, oyendo el ruido del tráfico. Las bocinas de los coches tronaban y, de repente, le pareció que era el sonido más musical del mundo. Se incorporó y miró a su alrededor. Dee estaba sentado justo detrás de ella. Excalibur y Clarent yacían en la hierba, junto a él; una sumergida en un diminuto charco de hielo y la otra apoyada sobre hierba quemada.
—John, tus manos… —dijo Virginia horrorizada.
El Mago las alzó. Estaban quemadas y ennegrecidas; la piel en carne viva mientras unas increíbles ampollas habían empezado a formarse.
—Es el precio que he tenido que pagar —dijo con una mueca de dolor.
Virginia se puso en pie y miró a su alrededor. Oía voces muy cerca. Había árboles por todas partes, aunque lograba divisar los tejados de los edificios más cercanos. Uno de ellos, una torre, le resultaba muy, pero que muy familiar.
—John, ¿qué has hecho? ¿Dónde estamos? Dime que no es otro Mundo de Sombras.
—De repente me he dado cuenta de lo que estas espadas podían hacer —dijo en voz baja—. No, me he dado cuenta no es la expresión adecuada. Alguien me ha dicho de qué eran capaces estas espadas.
Cuando se volvió para mirar a Virginia, ésta distinguió unas diminutas motas celestes y escarlatas, como esquirlas de hielo y cenizas, en los ojos grises del Mago.
—Los Inmemoriales crearon los Mundos de Sombras con las espadas… pero los Arcontes las usaban para crear las líneas telúricas.
—¡Has creado una línea telúrica! —exclamó Virginia totalmente perpleja—. Esto es impresionante, incluso para ser tú. ¿Y qué hay de los cucubuths y los cuervos?
—Estarán atrapados para siempre… A menos que Odín persiga a sus mascotas.
—¿Cómo nos has traído hasta aquí? —preguntó Virginia.
La sonrisa de Dee parecía un reproche.
—Simplemente visualicé el lugar donde quería que estuviéramos… —explicó. De repente, se miró otra vez las manos y añadió—: ¿Sabes?, me están empezando a doler las manos…
—Ponte un poco de aloe vera —dijo automáticamente Dare—. ¿Y dónde estamos exactamente?
—Parque Pioneer, en San francisco —desveló al final. El Mago desvió la mirada hacia el edificio Coit, que asomaba por encima de las copas de los árboles, y agregó—: A cinco minutos de mi casa.