Es grande —musitó Josh con asombro mirando de reojo a Sophie—. Es muy grande. Sophie asintió sin apartar la mirada de aquella gigantesca figura.
Prometeo era descomunal. El Inmemorial debía de medir algo más de dos metros y aparentemente, parecía pesar al menos 140 kilos; todo músculo. No tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo. Llevaba unos tejanos harapientos, con las rodilleras rotas y los bajos deshilachados; el logotipo de su camiseta también estaba desteñido y era casi invisible. Además, lucía unas pesadas botas de trabajo llenas de barro seco incrustado. Aunque su cabello era una masa de rizos rojos, la barba mostraba algunos mechones grises y plateados.
—¡Tío! —exclamó Aoife con alegría mientras abría la portezuela del coche y se abalanzaba sobre aquel gigantesco hombre.
—¡Aoife!
Prometeo la cogió como si no pesara nada y la lanzó al aire mientras los dos se reían a carcajadas.
De repente, Josh se vio sonriendo ante aquella enternecedora imagen: un hombre de apariencia feroz y guerrera zarandeando a Aoife, que parecía una cría entre sus brazos. Súbitamente, se acordó de cuando su propio padre le lanzaba al aire del mismo modo cuando él no era más que un niño. Le encantaba la sensación de volar.
—Mi niña.
Prometeo volvió a lanzar a Aoife, esta vez aún más alto, mientras ella chillaba y sonreía.
—¡No me dejes caer! —exclamó con un grito ahogado, pues empezaba a tener hipo.
—¿Alguna vez lo he permitido? —preguntó el Inmemorial. Justo en ese instante, el joven Newman se dio cuenta de que su inglés tenía un fuerte acento sureño.
—Nunca —respondió Aoife sin aliento.
—Ha pasado mucho tiempo. Demasiado.
El hombretón agarró a Aoife, la dejó en el suelo y retrocedió unos pasos para poder observarla con cierta perspectiva.
—Cómo has crecido…
—Ni un centímetro desde la última vez que me viste —respondió la guerrera rápidamente.
—¿Y cuándo fue eso? —se preguntó el Inmemorial en voz alta.
—Oh, no hace tanto tiempo. Sólo ciento veinte años, me parece.
Aoife deslizó sus gafas de sol hacia la cabeza y alzó la mirada para observar el amplio rostro de su tío. Al instante, Josh se percató de que los ojos de ambos tenían la misma tonalidad verde.
—La última vez que te vi —continuó Aoife— fue cuando Niten y tú vinisteis a rescatarme cuando me metí en problemas con los Nagas, en el volcán Krakatoa.
Prometeo asintió y soltó una carcajada.
—¡Sí, sí, lo recuerdo!
—Krakatoa —farfulló Josh con emoción—. Allí es donde estuvieron papá y mamá hace cinco años. Es la isla con el volcán…
Se giró para mirar el asiento trasero del coche, pero nadie le estaba prestando atención: Sophie, Nicolas y Perenelle estaban mirando fijamente al Inmemorial. Los padres de los mellizos habían pasado un verano entero en la isla cuando ellos tenían diez años y Josh había utilizado la isla y las fotografías que sus padres habían tomado como base de un proyecto de la escuela hacía un par de años. Sabía que una de las mayores explosiones volcánicas jamás recordadas en este planeta había sucedido en Krakatoa a finales del siglo XIX… lo cual fue, asombrosamente, ciento veinte años atrás.
—¿Y cómo está tu novio, el Espadachín? —preguntó Prometeo con voz severa.
—No es mi novio —corrigió rápidamente Aoife mientras se le sonrojaban sus pálidas mejillas—. Y está bien.
—¿Le has visto últimamente?
—Sí, hace muy poco —reconoció Aoife mientras la puerta del conductor se abría y Niten se apeaba del vehículo.
Con las manos apoyadas en los muslos, el inmortal japonés saludó al descomunal Inmemorial con una leve inclinación. Prometeo le correspondió de la misma forma.
—Cuánto me alegra verte, viejo amigo —dijo en tono cálido.
—Lo mismo digo, Maestro del Fuego.
Josh miró a su alrededor, percatándose de repente de que justo cuando Prometeo había hecho su aparición junto al coche, las figuras de arcilla se habían alejado, desapareciendo entre los árboles y arbustos que abarrotaban ambos lados del estrecho sendero. Podía distinguirlos entre las hojas; rostros inexpresivos que observaban al Inmemorial pelirrojo, como girasoles observando el cielo.
Prometeo agachó la cabeza para contemplar los asientos traseros del coche.
—Bueno, veamos qué otras sorpresas hay por aquí —dijo—. ¿Es una sorpresa agradable…
Perenelle ayudó a su marido a salir del coche.
—… o una sorpresa no tan agradable? —acabó.
Después, enderezándose hasta alcanzar su altura completa, tomó a la Hechicera de la mano y se agachó para dedicarle un cordial saludo.
—Ojalá pudiera decirte que siempre es un placer volver a verte, señora Flamel, pero tú y las malas noticias siempre viajáis de la mano.
—Supongo que eso me convierte a mí en las malas noticias —anunció Nicolas.
El Alquimista tendió la mano, pero Prometeo la ignoró y abrazó cariñosamente Flamel; de hecho, incluso lo alzó del suelo.
—Tú siempre eres malas noticias —dijo en voz baja el Inmemorial con una sonrisa para quitar un poco de hierro al asunto. Al mirar al inmortal, su mirada verde se nubló y dijo—: Y, por lo que veo, hoy no será distinto. Has envejecido, Alquimista —reconoció. Después, se volvió hacia Perenelle y comentó—: Tú estás tan hermosa como siempre, Hechicera.
—Siempre has sido un pícaro encantador, Prometeo, y no, jamás deberías decirle a una mujer que ha envejecido —dijo Perenelle con una tierna sonrisa.
—Tenemos problemas —admitió Nicolas—. Te lo explicaré todo. Pero primero hay dos personas que quiero presentarte.
Nicolas dio media vuelta y el joven Newman de repente cayó en la cuenta de que el Alquimista lo estaba mirando. Tomando aire hondamente, abrió la puerta del copiloto… y en ese mismo instante sintió una presión en el aire, como si una fuerza invisible le estuviera empujando. Distinguió un halo rojo alrededor del Inmemorial pero, cuando se apeó del coche, vio que el resplandor se intensificaba hasta parecer que el Inmemorial estuviera envuelto por una nebulosa carmesí que se mecía sobre su piel. Detrás de Prometeo, Josh distinguió el aura gris de Aoife, que brotaba como humo de su cuerpo. Dio un paso hacia delante y su aura se iluminó. Le picaba la cabeza y se rascó el cabello con los dedos: unas chispas con aroma a naranjas chisporrotearon bajo su piel.
—Otro Oro —dijo Prometeo con voz triste. Al desviar la mirada hacia el matrimonio, ésta se tornó más severa, más dura—. Pensé que la última vez habíamos acordado que…
—No es sólo otro Oro —interrumpió Nicolas—, es el Oro —anunció señalando a Josh—. Míralo de cerca, Prometeo. Observa su aura. Es el mellizo dorado de la leyenda. Ha sido Despertado y ha aprendido la Magia del Agua de Gilgamésh. Ahora necesita conocer el Fuego.
—¿Y esperas que sea yo quién le instruya?
—Por favor. No tenemos mucho tiempo.
—Rotundamente, no —espetó el Maestro del Fuego—. Después del último te dije que nunca más volvería a formar a un humano.
Perplejo y desconcertado, Josh estaba volviéndose hacia Nicolas cuando sintió una brisa fresca que le recorría la espalda. Se dio media vuelta en el momento en que Sophie salía del automóvil.
El cosquilleo había empezado en el mismo instante en que la gigantesca cabeza de Prometeo se asomó en el coche. Fue como si miles de alfileres y agujas le recorrieran el cuerpo, empezando por los dedos de las manos y los pies hasta alcanzar la cabeza. Y con el hormigueo surgió una avalancha de recuerdos.
… un muchacho pelirrojo sobre un acantilado, un monstruo con tentáculos alzándose desde el embravecido mar…
… el muchacho, ahora ya adolescente, ataviado con una exótica armadura plateada, blandiendo una espada roja llameante para luchar contra un ejército de guerreros armados…
… el mismo jovencito arrojando una lluvia de bolas de fuego hacia una lejana flota de barcos metálicos relucientes…
… el hombre, más viejo ahora, alejándose de la Ciudad Sin Nombre, seguido por miles, decenas de miles, de humanos de nueva creación…
… el hombre, mayor todavía, terriblemente herido y encadenado a una roca en un Mundo de Sombras venenoso mientras unas salvajes criaturas con aspecto de pájaro le atacan…
En el instante que sus pies rozaron el suelo, el aura de Sophie floreció a su alrededor y, de inmediato, se endureció hasta solidificarse en una armadura plateada de aspecto exótico que revestía todo su cuerpo. Un casco ovalado y liso le cubría la cabeza y las aperturas para los ojos estaban protegidas con cristal verde. Aunque los guantes que le recubrían los dedos eran de metal, tenían la flexibilidad del cuero.
—¿Reconoces esta armadura?
La voz de Sophie retumbó ligeramente en el interior del casco, otorgándole una calidad de otro mundo. Aquella armadura era una copia exacta del traje que Prometeo había llevado cuando no era más que un muchacho.
Prometeo dio un paso atrás y su tez palideció hasta cobrar el mismo color de la tiza. Aoife cogió la mano de su tío.
—¿Recuerdas cuando fabricaste un traje como éste para mí con tu propia aura? Para mantenerme a salvo, dijiste.
El aroma a vainilla se distinguía claramente en el aire, aunque también se podía apreciar otro perfume: el olor a hojas quemadas. Un hilo marrón muy delgado empezó a manchar el metal plateado, imitando así la piel de un leopardo.
Sacudiendo la cabeza, Prometeo se retiró. Unas chispas habían destellado en su cabello y barba. Una armadura de color carmesí empezó a titilar y a cubrirle el pecho y los hombros.
—¿Quién eres? —preguntó en la lengua perdida de Danu Talis.
—Soy Sophie Newman —respondió en el mismo idioma antes de cambiar al inglés—, y tengo un mensaje de tu hermana.
El aura de Prometeo se intensificó, cobrando una luz del color de la sangre mientras creaba una armadura idéntica a la que Sophie llevaba alrededor de su cuerpo. Los dos trajes metálicos, uno rojo y el otro plateado, centellearon y vertieron hilos de aura de color al aire.
—Mi hermana está muerta para mí —retronó la voz de Prometeo, que se amplificó en el interior del casco—. Ella me traicionó… Nos traicionó a todos.
El aura de Sophie palideció, haciéndose más transparente y cristalina, dejando así al descubierto a la chica que había en su interior. Sus ojos eran dos monedas de plata, como un par de espejos.
—Hizo lo que era necesario —explicó Sophie.
De repente, su aura se desvaneció por completo, desprendiéndose de su alrededor en glóbulos plateados y, cuando volvió a hablar, se oyó la voz anciana y ronca de la Bruja de Endor.
—Hermanito, hice lo que tenía que hacer, y lo hice por ti. Te has pasado toda tu vida protegiéndome y pagaste un precio terrible. Y sí, acudí a Cronos y sacrifiqué mis ojos, pero lo hice para poder observar los hilos cambiantes del tiempo y así poder vigilarte siempre y mantenerte a salvo.
—Zephaniah… —susurró Prometeo.
La armadura se desprendió de su cuerpo formando alrededor de sus pie un charcos que finalmente se filtró entre la tierra. Alrededor del Inmemorial empezó a crecer una hierba de color verde muy brillante junto con diminutas flores alpinas.
Sophie se giró hacia el Inmemorial.
—El mundo se acabará —continuó con la voz de la Bruja—. Lo he visto en cada hilo del tiempo… en todos menos en uno. Existe una posibilidad, una remota posibilidad de supervivencia. ¿Recuerdas cuando tú y yo luchamos por los humanos de nueva creación, Hermanito?
Completamente mudo por el asombro, Prometeo sólo fue capaz de decir que sí con la cabeza.
—Ahora ha llegado el momento para que otro par de hermanos haga lo mismo. Y necesitan nuestra ayuda, Hermanito.
Prometeo empezó a mover la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Por favor, no me pidas…
En la voz de la Bruja ahora se distinguía enfado e ira.
—Tu aura suscitó vida en los humanos. Tú eres su padre, y como cualquier padre tienes una responsabilidad con tu familia. Si te niegas a hacerlo, condenarás a toda una raza a la destrucción.
Sophie empezó a balancearse y Josh salió disparado para agarrarla. Estelas de su aura dorada la envolvieron, siseando, crepitando y crujiendo al rozar su piel. Ella se estremeció y cuando abrió los ojos, éstos volvían a ser de color azul. Sus párpados aletearon y Sophie pestañeó mientras miraba a Prometeo y a Josh.
—No me decepciones. Siempre me he sentido muy orgullosa de mi Hermanito —balbuceó antes de caer inconsciente.