Amedida que la noche caía sobre el paisaje prehistórico, los sonidos se despertaban: aullidos y alaridos, gritos, llamadas y ladridos.
—Acabo de caer en la cuenta de por qué todos estos animales se extinguieron —dijo Scathach. Estaba sentada con las piernas cruzadas en la boca de una cueva y, tras ella, se alzaba una pila de rocas—. Murieron por extenuación. Ninguno lograba conciliar el sueño.
—Yo podría dormir un poco, si tú me dejaras —farfulló Juana.
La menuda inmortal francesa estaba en el interior de la cueva, tras la Sombra. Estaba acostada sobre una cama de paja y tapada con una manta de hierba y ramitas trenzadas que habían arrancado de los árboles. Abrigándose con la manta hasta la barbilla, cerró los ojos y anunció:
—Estoy durmiendo.
Casi de inmediato, su respiración estableció un ritmo tranquilo y sosegado.
Scathach alargó el brazo y tapó los hombros de su amiga. En aquella oscuridad absoluta, la guerrera distinguió un gigantesco escarabajo negro que caminaba sobre una hoja y lo colocó sobre el suelo, lejos de la cueva. El animal se deslizó hacia la oscuridad nocturna y, de inmediato, lo que parecía un diminuto zorro se abalanzó sobre Scathach meneó la cabeza: en este lugar y época, todo podía clasificarse como depredador o presa.
Distinguió un rastro de olor rancio y la Sombra cogió una piedra y la lanzó en la penumbra. Algo dio un gañido y se escabulló por la alta hierba.
—Los Lobos Gigantes han regresado —dijo en voz baja. Tras ella, Juana de Arco empezaba a roncar suavemente.
Scathach sonrió. Le producía una gran satisfacción saber que su amiga Juana se había quedado profundamente dormida, confiando que estaba a salvo. Scatty supuso que ésta debía de ser la confianza absoluta que un hijo tenía en sus padres. Entonces su sonrisa se desvaneció: nunca había tenido esa confianza con los suyos. Ambos habían sido casi desconocidos para ella, fríos y distantes, y aunque ella se dirigía a ellos como mamá y papá, estos términos carecían absolutamente de significado, estaban vacíos, no había emoción alguna tras esas palabras. Había estado más encariñada con su abuela y su tío pero, sin ninguna duda, la persona más cercana que jamás había tenido era su hermana.
Aoife de las Sombras: ahí estaba, el nombre en el que había evitado pensar durante tantos años.
Algo se movió entre la hierba y la guerrera lanzó otra piedra, enviando a la criatura hacia la maleza.
Ahora, Scathach apenas pensaba en sus padres. Los dos estaban vivos, o eso suponía; alguien la habría avisado si alguno de los dos hubiera fallecido. Ambos vivían en un lejano Mundo de Sombras que supuestamente había sido diseñado tras el hundimiento de Danu Talis. Hacía siglos que no ponía un pie en ese reino. No era la primero vez que le sorprendía el hecho de que, aunque no lo pareciera, Nicolas y Perenelle se hubieran convertido en los padres que nunca tuvo.
Frunció el ceño en un intento de recordar la primera vez que se topó con el matrimonio Flamel. Estaba casi segura de que fue en París, a mitades del siglo XIV, poco después de que éstos adquirieran el Libro de Abraham el Mago. Sabía, sin duda alguna, que se había encontrado con ellos en España, cuando intentaban traducir el Códex y, sin duda alguna, hizo acto de presencia en el funeral de Perenelle celebrado en París en el año 1402. A lo largo de los siglos se había encontrado con ellos muchísimas veces. Les había salvado la vida, del mismo modo que ellos le habían salvado la suya en más de una ocasión, y casi por accidente se convirtieron en su familia. Cuando necesitaba un consejo acudía a Perenelle, y cuando necesitaba dinero, se lo pedía a Nicolas.
Durante décadas, también conoció personas que, tarde o temprano, formaron parte de su nueva familia. Por ejemplo, Juana de Arco era como una hermana. Pero el problema de considerar a los humanos amigos era que envejecían y morían, así que durante los últimos siglos había sido muy cuidadosa y había evitado cultivar ese tipo de amistades. La última vez que contó con un íntimo círculo de amigos fue cuando formó parte de una banda de música gótico-punk, en Alemania, junto con tres vampiros de su mismo clan. Qué época tan salvaje. Dormía durante el día y por la noche sólo bailaba y salía de fiesta, antes de dar caza a los salvajes espíritus del agua, Nix y Nixe, en las horas del crepúsculo, justo antes del amanecer. Ahora enseñaba artes marciales en San Francisco. Tenía muchos estudiantes y el último viernes de cada mes quedaba con algunos de ellos en el restaurante de sushi local, donde también había un karaoke. Pero eso sólo lo hacía para mantener una vida normal: eran conocidos y no amigos de verdad.
Scathach no estaba realmente sola.
Sin embargo, estos últimos días le recordaron cómo disfrutaba de la compañía de los humanos. Le había hecho muchísima ilusión poder usar sus habilidades adecuadamente y no sólo en el dojo. Contaba con milenios de entrenamiento en artes marciales; debía usarlas para proteger a sus amigos y mantenerlos a salvo. Así, se sentía querida e indispensable. La aventura en París le hizo darse cuenta de que había llegado el momento de tomar un papel más activo en el mundo. Se había prometido a sí misma que, cuando todo esto acabara, haría lo que siempre había hecho por los humanos: defender a aquellos que necesitaran protección y castigar a los que lo merecieran.
Sin embargo, ahora mismo no creía que pudiera cumplir esa promesa.
La Sombra se había visto envuelta en situaciones difíciles antes, atrapada en Mundos de Sombras, rodeada por dificultades aterradoras, en disposición de luchar contra monstruos e incluso una vez enfrentándose sola a un ejército entero. Sin embargo, en ninguna de aquellas ocasiones había dudado que sobreviviría y volvería a casa. Un Mundo de Sombras tenía una entrada y una salida, así que todo lo que tenía que hacer era encontrar esa salida. Se puede luchar o engañar a los adversarios, derrotarlos o convencerlos para que abandonen su causa.
Pero esto era distinto.
Había muchísimos enemigos en este reino del Pleistoceno, y a ninguno lo podía engañar o convencer. La mayoría de la flora era venenosa o no comestible y toda la fauna estaba hambrienta.
Eran demasiados enemigos.
Después de su pequeño encuentro con los tigres de colmillos como sables, Scathach y Juana habían avistado leones, osos gigantes e incontables manadas de bisontes. Unas gigantescas y ensordecedores bandadas de cóndores batían las alas por el cielo. Al caer la noche, la pareja de inmortales vio a los primeros lobos, criaturas altas que les seguían muy de cerca.
—¿Lobos? —preguntó Juana.
—Lobos gigantes —corrigió Scathach—. Son los antepasados del lobo moderno, pero igual de mortíferos. Y por cada uno que veas, al menos hay doce más que permanecen invisibles.
—Distingo cuatro.
—Pues eso significa que hay unos cuantos vigilándonos.
Por primera vez en su larga y extensa vida, Scathach empezaba a considerar seriamente que tenía problemas. Problemas de verdad. Era una situación en la que ni su velocidad ni sus habilidades especiales le resultaban útiles. Lanzó una tercera piedra a la oscuridad y, por el ruido, la inmortal supuso que había topado con un cuerpo animal. Rápidamente arrojó otra piedra en la dirección que imaginaba que tomaría la criatura. Un lobo emitió un ladrido tembloroso.
—¡Dispara y anota! —susurró.
Habían estado merodeando por ese reino prehistórico durante unas pocas horas y ya habían llamado la atención de los grandes depredadores. A Scathach no le cabía la menor duda de que podía combatirlos. Además, Juana era casi tan buena como ella en la batalla. Pero tarde o temprano una de las dos resultaría herida y, si bien las dos eran inmortales, no eran invulnerables. Si la herida era lo bastante devastadora, morirían. El corte de una garra de tigre, un mordisco o incluso un arañazo podría infectarse en cuestión de segundos. El problema era que en este Mundo de Sombras, no tenía nada con que alimentarse… excepto de Juana, pero nunca lo haría.
El clan vampírico de Scathach no bebía sangre; tenía otras necesidades. Aunque casi nunca necesitaba comer, tarde o temprano el hambre llamaría a su puerta. Juana también necesitaría comida; era vegetariana, pero ¿quién podía saber qué era comestible en este lugar y época?
La Sombra respiró hondamente, inspirando el aire limpio de la noche, y extendió los brazos para inspeccionar el paisaje. Muy cerca, un león rugía y algo más pequeño chillaba alarmado.
Había vivido muchos más años de lo que jamás hubiera imaginado; había visto civilizaciones alzarse, caer y volver a levantarse. Había sido testigo de los mejores y peores momentos de la historia de la humanidad. A lo largo de su vida, había cometido errores y, aunque arrepentirse o pedir perdón no formaba parte de su naturaleza, había cosas que habría hecho de otra forma. Su mayor pesar era haber entrenado a Cuchulain; había tomado a un muchacho y lo había convertido en un guerrero para, al final, matarlo. Quizá debería haber encontrado un maestro Inmemorial que le hubiera otorgado la inmortalidad de antemano. Era curioso: hacía siglos que no pensaba en Cuchulain; su imagen estaba inextricablemente unida a los recuerdos de su hermana gemela y éstos le resultaban dolorosos.
Si tuviera la oportunidad de empezar su vida otra vez, nunca, nunca jamás, se hubiera peleado con su hermana. Cuando sus padres y hermano la ignoraban, Aoife siempre estaba allí; Aoife siempre la quiso incondicionalmente.
Llevándose las rodillas hasta el pecho, Scathach se abrazó las piernas y apoyó la barbilla en las rótulas. Hacía tiempo que no pensaba en su hermana. Se preguntaba si Aoife todavía caminaría sobre este reino. Creía que sí. En alguna ocasión le habían llegado rumores sobre una guerrera pelirroja de tez pálida, o había oído historias en que la confundían con Aoife, mezclando sus leyendas hasta el punto de no saber cuáles eran las propias.
Contemplando fijamente el paisaje, Scatty se dio cuenta de que era más que probable que muriera allí. Siempre que pensaba en la muerte, se imaginaba que ocurriría en una batalla dramática o durante una gloriosa guerra que aseguraría que su nombre fuera recordado durante generaciones. No le gustaba la idea de morir en ese lugar tan solitario, perseguida y atrapada por fauna prehistórica. Un pensamiento repentino la hizo enderezarse. Una vez le habían dicho que moriría en un lugar exótico. ¿Qué lugar más exótico y extraño que la época del Pleistoceno?
Scathach inclinó la cabeza para observar los cielos. No había ni una sola nube y las estrellas eran tan brillantes que incluso iluminaban tenuemente la tierra. Empezó a buscar las constelaciones. Durante los siglos que había habitado en ese reino, el cielo había sufrido cambios, pero si podía encontrar la Estrella Polar debería poder ubicar…
El gigantesco lobo gris saltó de la penumbra, mostrando sus salvajes colmillos y con hilos de saliva enmarañando su pelaje.
Scatty se cayó de espaldas y extendió las piernas, cogiendo así a la criatura por el pecho y lanzándola por los aires. Se produjo un único aullido de sorpresa antes de que el animal aterrizara en el suelo y emitiera un gruñido al intentar ponerse en pie.
La Sombra permaneció con la espalda en el suelo, mirando el cielo nocturno.
Había algo en las estrellas que no acababa de cuadrar.
Muy lentamente, se puso en pie y salió de la boca de la cueva para investigar con más detenimiento el arco de los cielos. Una gigantesca franja de luz que casi podía confundirse con la Vía Láctea iluminaba el cielo, pero algo no encajaba. Debería haber un arco, pero este cielo parecía plano. Y, mirara donde mirase, no lograba encontrar la Estrella Polar.
—¿Dónde…? —musitó.
Y entonces la luna apareció, enorme y amarilla, por el este. Escaló firmemente los cielos mientras emitía un resplandor blanquecino que bañaba todo el paisaje. El cielo estaba tan despejado que incluso podían distinguirse todos los cráteres de la superficie.
Un segundo más tarde, apareció una segunda luna. Después, una tercera.
Y una cuarta.