No ambientaste un par de obras de teatro en bosques muy parecidos a éste? —preguntó Saint-Germain.
—Sólo las comedias —respondió William Shakespeare en un susurro ronco—, y mis bosques estaban poblados de criaturas mucho más dulces y agradables; este lugar es malvado.
Palamedes se detuvo de manera repentina y tanto Francis como William tropezaron con él.
—¿Podéis estar calladnos? —musitó—. Estáis haciendo el mismo ruido que una manada de elefantes. Y creedme, hay ciertas cosas en este bosque que ni siquiera yo quiero despertar.
—Da lo mismo, Palamedes —murmuró Saint-Germain—. Estoy seguro de que saben que estamos aquí. Lo saben desde el momento que nos apeamos del coche.
—Oh, claro que saben que estamos aquí. Nos están siguiendo —añadió Shakespeare.
Los dos inmortales se giraron para mirarle. Aunque el bosque estaba sumido en una oscuridad absoluta, sus agudos sentidos les permitían ver con asombroso detalle los objetos, aunque no podían distinguir los colores. Palamedes miró al conde, quien meneó ligeramente la cabeza; ninguno de los dos sabía, hasta que Shakespeare lo anunció, que algo les estaba rastreando.
El dramaturgo se subió las gafas con el dedo índice y dibujó una sonrisa que rápidamente cubrió con la mano.
—Ahora mismo, un espíritu del bosque nos observa; tiene aspecto de mujer: bajita, con la piel muy morena y muy bella. Presumo que la ropa que lleva es de color verde militar.
—Impresionante —admitió Palamedes—. ¿Cómo sabes todo esto…? —Dejó la frase sin terminar—. Está detrás de nosotros, ¿verdad? —preguntó en latín.
El Bardo asintió con la cabeza.
—Y no está sola, ¿verdad? —Palamedes continuó en el mismo idioma, sin dejar de mirar a Shakespeare.
—No, no lo está —corroboró el Bardo.
Muy lentamente, el conde de Saint-Germain se volvió para mirar por encima del hombro del caballero.
—Apostaría que van armados con arcos —continuó Palamedes.
—Arcos y lanzas —corrigió Saint-Germain.
El caballero saludó al comité de bienvenida.
Su ropaje de tonalidades verdes era el camuflaje perfecto. Por ello, tardó unos instantes en identificar a la docena de mujeres distribuidas entre los árboles. Supuso que probablemente habría otra docena que no era capaz de ver. Eran bajitas pero esbeltas, con las extremdades demasiado largas, ojos amplios y sesgados y una boca que no era más que una línea horizontal. Las reconoció enseguida: eran dríadas, espíritus del bosque.
Una de ellas, un poco más alta que el resto, dio un paso adelante. Tenía un arco curvado y una lanza con punta negra colocada sobre el hilo.
—Identificaos.
Su voz recordaba el sonido del murmullo de las hojas.
Palamedes hizo una reverencia a la criatura.
—Encantado de conoceros —dijo utilizando el saludo tradicional—. No os había visto antes —añadió.
—Somos nuevas.
El caballero se irguió.
—Y sin duda tenéis un acento encantador. Puede que de Naxos… No, de la isla de Karpatos. ¿Se puede saber qué hacen dríadas griegas en un bosque inglés?
—Ella nos ha llamado.
Se produjo un movimiento tras la dríada y ésta se hizo a un lado, dando paso a una figura alta y extraordinariamente delgada. Tenía el rostro de una hermosa mujer, pero su cuerpo parecía haber sido tallado del tronco de un árbol. Sus brazos, que acababan con unas diminutas ramas como dedos, rozaban el suelo y unas raíces nudosas funcionaban como dedos de los pies.
Palamedes se giró, con el pretexto de presentar a la recién llegada.
—No la miréis a los ojos —susurró con urgencia—. Caballeros, es un honor para mí presentaros a la Señora Ptelea —anunció. Después, volvió a dirigirse hacia la criatura e hizo una elegante reverencia—. Siempre es un placer volver a verte —comentó utilizando la lengua de su juventud.
—Señor Caballero.
Ptelea se acercó hasta colocarse ante el inmortal. Palamedes tenía la cabeza gacha para evitar cualquier contacto visual. Si la miraba a los ojos, caería de inmediato bajo su hechizo. Ptelea era una hamadríada. El caballero no sabía si era el espíritu de un olmo o si era un árbol con vida.
Aunque ella siempre se había mostrado cortés y educada, sabía cuan mortíferas eran las hamadríadas.
—Estoy aquí para ver a tu maestro —dijo Palamedes fijando la mirada en la barbilla de la criatura.
—El Hombre Verde te está esperando —anunció. Alzó la cabeza para mirar a Shakespeare y Saint-Germain y, de inmediato, los dos la saludaron agachando la cabeza. Después preguntó—: ¿Sabe que traes compañía?
El caballero afirmó con la cabeza.
—Le dije que deseaba pedirle un favor.
La hamadríada se giró y el caballero siguió sus pasos, con sumo cuidado de no tropezar con la capa de hojas que se extendía sobre el suelo.
—Las dríadas son nuevas —dijo en voz baja—. Nunca las había visto antes aquí.
—Ha reunido a los espíritus del bosque y de los árboles en este lugar, en su Mundo de Sombras —explicó la hamadríada conduciéndolas hacia las profundidades del bosque de Sherwood—. Llevan meses congregándose en este reino.
Palamedes asintió.
—Me pregunto por qué no he tenido noticias suyas en tanto tiempo. Me llegaron rumores sobre sus largas estancias en los Mundos de Sombras.
Ptelea hizo una respetuosa reverencia al pasar junto a un antiguo roble y, durante un instante, la imagen de una preciosa mujer apareció en la madera; después se desvaneció y sólo los gigantescos ojos dorados permanecieron en el tronco del árbol, vigilándolos.
Shakespeare y Saint-Germain se miraron entre sí, pero no pronunciaron palabra. Tuvieron que realizar un gran esfuerzo para no quedarse mirando al árbol.
—¿Una hermana? —preguntó Palamedes.
—Balanos —respondió.
El caballero asintió. Sabía que Balanos era la hamadríada del roble, pero jamás la había visto en el bosque de Sherwood.
—¿Todos los espíritus del bosque están aquí? —preguntó Shakespeare—. Dríadas, hamadríadas, ninfas… Me encantaría verlas.
—Todos los espíritus están aquí —repitió Ptelea con un susurro.
—¿Por qué? —quiso saber Palamedes. Según tenía entendido, los espíritus del bosque eran criaturas solitarias que habitaban bosques aislados y selvas abandonadas de todo el mundo.
Cuando Ptelea habló, el caballero percibió una nota de emoción en su voz.
—El Hombre Verde se ha pasado los últimos cinco siglos recreando su Mundo de Sombras favorito, el bosquecilio de Eridú. Estará acabado en breve, y después nos alejará de este lugar nauseabundo y contaminado y nos conducirá a un mundo de árboles.
Mirando al Bardo, el Caballero alzó las cejas a modo de pregunta.
—¿Y qué pasará en este reino si el Hombre Verde desaparece? —preguntó Shakespeare.
La hamadríada ondeó sus largos brazos, mostrando así su indiferencia.
—No es asunto nuestro.
Giró la cabeza por completo, produciendo el mismo sonido de la madera al crujir y, de inmediato, los tres amigos inmortales desviaron la mirada hacia otro lado.
—He oído que este Mundo de Sombras pronto regresará a manos de sus maestros Inmemoriales. No queremos estar aquí cuando eso ocurra.
—¿Dónde has oído eso? —preguntó Palamedes.
—Yo se lo dije.
La voz era masculina: lenta y muy profunda, hizo vibrar incluso el suelo y retumbó en el aire, provocando así que todas las hojas temblaran.
Ptelea se abrigó con la capa de hojas y se apartó hacia un lado. Apoyándose contra un olmo, se hundió en él. Durante un instante, su precioso rostro perduró en la corteza del árbol; después cerró los ojos y se desvaneció.
La hamadríada había dirigido a los tres inmortales hacia un claro en el mismo corazón del bosque. Los árboles estaban retorcidos por el paso de los años. Robles y castaños, olmos y fresnos, espinos y manzanos, todos reunidos y todos recubiertos de hiedra. Arbustos de acebos con bayas rojas incomprensiblemente maduras abarrotaban la base de los árboles mientras las perlas blancas del muérdago adornaban las ramas. En el montículo que se erguía en el centro del claro se alzaba una columna de piedra blanca. Cada milímetro de la escultura estaba cubierto por un diseño de espirales y marcas en forma de caracol.
—Este mundo está llegando a su fin.
Durante un instante, todos creyeron que la voz salía de la piedra.
—Y no quiero que mis creaciones estén aquí cuando eso ocurra.
—Podríais quedaros y combatir —propuso Palamedes adentrándose en el círculo de árboles y acercándose así a la columna—. Ya lo hiciste en otro tiempo.
—Y perdimos —replicó la resonante voz masculina.
La silueta que emergió de detrás de la columna era alta y esbelta y lucía una capa larga y blanca con capucha cuyo estampado eran hojas metálicas de color plateado. Una máscara del mismo color fantásticamente decorada cubría por completo la cabeza y el rostro de aquella figura. Representaba el rostro de un jovencito asomándose por un espeso follaje que se extendía tras los bordes de la máscara, lo cual hacía que la cabeza de aquella figura pareciera gigantesca. Cada hoja había sido grabada con increíble detalle y esmero, dibujando las venas y los hilos que la recorrían.
Palamedes dio un paso hacia delante y realizó una exagerada reverencia antes de inclinarse ante la criatura apoyándose sobre una rodilla.
—Maestro Tammuz.
La mano que apareció del interior de la manga para posarse sobre el hombro derecho del Caballero estaba cubierta por un guante plateado bordado con bayas, hojas y parras retorcidas.
—Tu llamada ha sido inesperada e inoportuna —retumbó la voz.
Suavemente, el Caballero Sarraceno se puso en pie. Era unos pocos milímetros más bajito que su maestro y, tal y como le había ocurrido en otras ocasiones, podía verse reflejado en la máscara plateada. Unos ojos verdes con manchas marrones le miraban fijamente a través de los agujeros. Las pupilas eran dos óvalos estrechos en horizontal. No era la primera vez que Palamedes se preguntaba qué aspecto tendría realmente el Hombre Verde.
—¿Qué quieres? —preguntó Tammuz. Sus palabras agitaron las hojas de los árboles que había alrededor.
—Un favor —respondió Palamedes con simplicidad. Había ensayado esta conversación infinidad de veces durante el camino desde Londres, pero no tenía la menor idea de cómo reaccionaría su maestro. Tras siglos de servidumbre, Palamedes había descubierto que el Hombre Verde poseía la combinación más peligrosa: arrogancia e incertidumbre.
—No está en mi naturaleza conceder favores.
Tammuz se alejó de la columna tallada y miró el claro del bosque hasta encontrar a los dos inmortales, que permanecían al lado del árbol que se había tragado a la hamadríada.
—Y también has traído al Bardo —dijo. Después, se inclinó hacia delante y, subiendo la voz, añadió—: Francamente, le desprecio.
William Shakespeare dio un paso hacia delante y ejecutó una exagerada y elegante reverencia.
—Despreciamos aquello que tememos —dijo con tono sarcástico. Desvió la mirada hacia el caballero y le preguntó—: ¿Acaso no tengo razón?
—¡No irrites al todopoderoso Inmemorial! —murmuró el caballero.
—No me enfades —retumbó la voz de Tammuz.
Shakespeare soltó una carcajada.
—No tienes ningún poder sobre mí, Hombre Verde.
Tammuz se volvió para mirar al tercer inmortal y un profundo silencio se apoderó del bosque. Cuando volvió a hablar, su voz era suave, casi agradable, como el viento acariciando las hojas de otoño.
—Volvemos a encontrarnos, Saint-Germain.
El inmortal apareció de entre las sombras e hizo una ligera reverencia.
—Señor Tammuz —dijo con tono calmado.
—Ah, por fin. He esperado siglos a que llegue este momento; sabía que nuestros caminos volverían a cruzarse. De hecho, este mundo es muy pequeño —comentó el Inmemorial con una voz mucho más profunda y resonante que agitó las hojas de sus ramas—. Francis, le Comte de Saint-Germain. El mentiroso. El ladrón. ¡El asesino!
De repente, docenas de dríadas aparecieron del bosque, con las lanzas y los arcos preparados para disparar. Unos rostros se materializaron en los troncos de los árboles y después, una tras otra, las hamadríadas emergieron del círculo de árboles. Tammuz alzó la mano que tenía cubierta por el guante planteado y señaló al inmortal.
—¡Matadle! —gritó—. ¡Matadle ahora!