Matarme —dijo Billy el Niño muy lentamente—, o incluso intentarlo, sería un error. No había un ápice de humor en su voz y su acento era ahora más marcado y cortante.
—Muchos hombres lo han intentado, y ninguno lo ha conseguido.
Kukulkan resolló una risotada.
—Yo no soy un hombre.
El inmortal se alejó poco a poco del Inmemorial.
—Billy —llamó de repente Maquiavelo.
El joven enseguida reconoció una nota de advertencia en la voz del italiano y, al girarse hacia él, percibió un extraño movimiento a su espalda. Por el rabillo del ojo descubrió a un monstruoso lince en la puerta principal de la casa, con los ojos verdes clavados en él.
—A éste —dijo Kukulkan señalando a Nicolas Maquiavelo—, he decidido dejarlo con vida. Pero ¿por qué debería hacer lo mismo contigo?
—¿Has olvidado que te rescaté? ¿Qué te salvé la vida?
—¿Y tú has olvidado que pagué esa deuda concediéndote la inmortalidad?
—Desde entonces siempre he hecho el trabajo sucio —replicó rápidamente Billy.
—Y ahora me avergüenzas delante de mis compañeros Inmemoriales. Les aseguré que tú eras perfecto para esta tarea tan sencilla —explicó Kukulkan—. Me has decepcionado.
—Personalmente, creo que has sido tú el que me ha decepcionado a mí —espetó el norteamericano mientras se alejaba de la puerta—. Me enviaste a realizar un trabajo peligroso sin darme información de dónde me estaba metiendo.
Aún merodeando por la habitación, el joven inmortal señaló al Inmemorial con el dedo índice.
—Tú subestimaste a la Hechicera.
—No eres el primero —comentó enseguida Maquiavelo—. Perenelle decidió vivir bajo la sombra de su marido, aunque yo siempre estuve convencido de que ella era la más lista. Es una completa desconocida para todos.
Muy despacio, Kukulkan se puso en pie y miró fijamente al italiano.
—No vuelvas a pronunciar una sola palabra —siseó—, no sea que cambie de opinión y también te mate —amenazó. Después, se dio la vuelta y volvió a concentrarse en Billy—. Sólo tenías que cumplir tres tareas muy fáciles: acompañar a este hombre hasta la isla, matar a la Hechicera y liberar a las bestias. Fracasaste.
—Bueno, una de tres, ¡no está tan mal! —exclamó Billy.
De pronto, el inmortal norteamericano se lanzó hacia la estantería que contenía la colección de antiguos artefactos de Kukulkan y cogió el garrote de jade tachonado con cristal volcánico. Era un macuahuitl, una espada azteca. Cuando levantó el garrote, las esquirlas de color negro obsidiana destellaron.
—¿Cómo te atreves a alzar esa arma en mi presencia?
Inesperadamente, la cabeza del Inmemorial se estiró y una larguísima lengua culebrina negra salió disparada hacia el forajido. Sin embargo, en vez de alejarse, Billy dio un paso hacia delante y blandió el macuahuitl. El afilado cristal silbó al cortar el aire. De inmediato, Kukulkan recogió la lengua y, con precipitación, volvió a introducirla en la boca, tosiendo y atragantándose. El macuahuitl había estado a pocos milímetros de su lengua.
—¡Vuelve a hacerlo y te la cortaré a pedazos! —gritó Billy—. Sé que te crecerá una nueva, pero sin duda te dolerá.
El gigantesco lince caminaba silenciosamente hacia el joven y atrevido inmortal, mostrando unos dientes salvajes.
—Y te aconsejo que le digas a tu gatito que se mantenga al margen —añadió Billy sin apartar la mirada del Inmemorial. Inclinó el macuahuitl azteca, que envió unos destellos de luz por toda la sala, iluminando así la mirada del felino.
El lince se detuvo y fijó su estrecha cabeza en el Inmemorial; después, se dio media vuelta y abandonó silenciosamente la habitación.
—Te acabas de ganar un enemigo —confesó Kukulkan.
—Bueno, el sentimiento ahora mismo es recíproco. Hace unos instantes estabas dudando entre si matarme o dejarme con vida —recordó Billy al Inmemorial—. Es motivo suficiente para ofender a un hombre.
—¿Soy el único adulto aquí? —interrumpió de repente Maquiavelo. Había permanecido inmóvil en la silla mientras contemplaba al Inmemorial con fascinación: se estaba comportando como un crío consentido y malcriado—. Ya está bien de tonterías; se supone que estamos en el mismo bando.
—Ningún humano me amenaza… —empezó Kukulkan.
—Y nadie, ni Inmemorial, ni inmortal, ni humano, ni monstruo, me amenaza a mí —replicó Billy.
—De acuerdo, ya ha quedado claro que a ninguno os gusta sentiros amenazados —intervino Maquiavelo—, así que volvamos al asunto que tenemos entre manos. A mí me da la sensación —continuó enseguida sin dejar de mirarlas para obligarles a centrar su atención únicamente en él— de que todos hemos decepcionado a alguien. Sin embargo, tenemos la oportunidad de enmendarlo. —Miró a la Serpiente Emplumada y, sin alterar la 224 voz, dijo—: Estamos agradecidos, los dos, de seguir con vida. Sabemos que hemos fracasado; déjanos ver cómo podemos enmendar nuestro error.
—Yo no he fra… —empezó Billy, pero la fulminante mirada del italiano lo silenció.
—Somos conscientes de que nuestro fracaso te perjudica —prosiguió Maquiavelo. De forma deliberada, aceptaba la culpa en un intento de calmar a Kukulkan—. Pero ¿quién más sabe que Billy y yo no hemos logrado la tarea asignada?
El italiano sabía que si podía mantener al Inmemorial pensando y hablando, tendría la oportunidad de resolver esa incómoda situación.
Kukulkan volvió a acomodarse en su curvado taburete de piedra.
—¿Te refieres a otros Inmemoriales?
El italiano asintió.
—Entonces nadie más; estoy seguro de que las noticias todavía no se han filtrado por los Mundos de Sombras. Aunque no estoy convencido —añadió—, pues puede haber espías en esta ciudad que desconozca.
Billy el Niño volvió a colocarse detrás de Nicolas Maquiavelo.
—¿Confías en alguien?
—No —respondió secamente Kukulkan.
—Entonces, si Billy y yo volviéramos a Alcatraz, despertáramos al ejército y lo liberáramos en la ciudad, nuestra misión se consideraría un éxito. Y nadie se habría enterado de este alboroto.
La Serpiente Emplumada reflexionó durante unos instantes y después asintió con la cabeza.
—Es cierto.
Maquiavelo extendió los brazos.
—Y nadie sabría nada sobre nuestro fracaso… De este modo, tú quedarías libre de toda humillación y vergüenza.
—También os ordenamos que asesinarais a Perenelle, y ha escapado —recordó el Inmemorial—. ¿Cómo piensas encontrarla?
—No tendré que hacerlo —admitió el italiano con una sonrisa glacial—. Conozco al matrimonio Flamel. He pasado siglos estudiando al Alquimista y a su esposa, especialmente a ella.
Casi de forma inconsciente, Maquiavelo se frotó la mano izquierda, que mostraba una serie de cicatrices blancas: eran los recuerdos de su último encuentro con el matrimonio.
—Puedo garantizarte que regresarán a la isla para intentar pararnos los pies. Es su naturaleza, y todo hombre y mujer es esclavo de su naturaleza.
La cola emplumada de Kukulkan acarició una suave marca en el suelo mientras consideraba la idea.
—¿Estás seguro de que puedes vencer al Alquimista y a la Hechicera si regresan a Alcatraz?
Maquiavelo tuvo que morderse el interior de la mejilla para no mostrar expresión alguna. Sabía que había ganado.
—Los Flamel están débiles y envejecen rápidamente. Hay una esfinge en la isla que consumirá sus poderes. Además, puedo utilizar algunas de las criaturas encerradas.
Se inclinó hacia delante y bajó el tono de voz, lo cual obligó al Inmemorial a inclinarse también. Era un truco que había aprendido quinientos años atrás.
—Por supuesto, estaríamos muy agradecidos ante cualquier ayuda que pudieras ofrecernos.
Kukulkan dijo que sí con la cabeza.
—Claro que sí. Puedo echaros una mano.
Su sonrisa dejó al descubierto su lengua hendida de color negro. Acariciándose la barba blanca con los dedos, anunció:
—Puedo avisar a algunas criaturas para que os ayuden.
—¿Y yo? —preguntó Billy en voz baja.
—Irás con el italiano —ordenó la Serpiente Emplumada—. Quizá puedas aprender sus modales.
—Entonces hoy no vas a intentar matarme… —se burló Billy.
—¡Billy! —exclamó el italiano mirando fijamente al joven inmortal, que estaba a punto de volver a irritar al Inmemorial.
—Hoy no —musitó Kukulkan—. Pero algún día lo haré. Tengo buena memoria, y jamás olvidare lo que has hecho hoy aquí.
El Inmemorial se puso en pie y merodeó por la sala. De repente se detuvo y giró la cabeza hacia un ángulo imposible para dedicar una última mirada al norteamericano inmortal.
—Deja el macuahuitl donde lo encontraste. Y ten mucho cuidado; es más antiguo que la raza humana.
Con ese último comentario dio media vuelta y cruzó la sala a grandes zancadas hasta adentrarse en el inmenso campo de hierba. El descomunal lince no tardo en seguir sus pasos.
Billy dio unas suaves palmaditas en el hombro de Maquiavelo.
—Bueno, creo que ha ido bastante bien, ¿verdad?
El italiano se levantó del trono y se sacudió el traje, que estaba completamente destrozado y sucio.
—Podría enseñarte muchas cosas sobre la negociación.
—Yo nunca negocio —respondió Billy.
—Un pequeño consejo, joven amigo: enfadar a un Inmemorial siempre es un error. Ya le has oído: no va a matarte hoy.
—Bueno, ya que estamos dándonos consejos, deja que te dé uno —dijo Billy. Dejó el macuahuitl azteca en su correspondiente estantería y lo inclinó de forma que los rayos de sol destellaron en el cristal negro, enviando así un arco iris prismático por toda la sala, sumida en la penumbra—. Una vez, un viejo pistolero me dijo que nunca se desenfunda una pistola a menos que se tenga la intención de utilizarla, y que nunca, nunca, debes decirle a alguien que estás dispuesto a desenfundarla. Sólo hazlo, sin avisar.
El joven sonrió, dejando al descubierto sus prominentes incisivos.
—Es un terrible error advertir a alguien de lo que piensas hacer… pues quizá decida tomar las riendas y hacerlo él primero —comentó. Se volvió hacia la lejana figura de Kukulkan—. Cuando todo esto acabe, él y yo tendremos una pequeña charla, una seria conversación…
Maquiavelo hizo una pequeña reverencia.
—Me gusta cómo piensas —reconoció. Después, se encaminó hacia el exterior y la brillante luz del día lo cegó por completo—. Y bien, ¿cómo regresamos a la isla?
Billy sacó su teléfono móvil.
—Llamaré a Black Hawk. Estoy seguro de que se sorprenderá cuando descubra que los dos seguimos con vida. —Hizo una pausa, meneó la cabeza y añadió—: Quizá no se sorprenda tanto. Black Hawk sabe que es imposible matarme. Lo ha intentado demasiadas veces. —De repente, una idea le cruzó por la cabeza—. ¿Qué ocurre si tu maestro muere? ¿Pierdes tu inmortalidad?
Maquiavelo negó con la cabeza.
—No; sigues siendo inmortal. No habrá nadie que pueda darte órdenes, ni que tenga la capacidad de revocar tu inmortalidad.
—Interesante —dijo Billy mientras seguía al Inmemorial con su mirada azul hasta que éste desapareció entre la hierba—. ¿Alguna vez te has planteado asesinar a tu maestro?
—Jamás —respondió Maquiavelo.
—¿Por qué? —preguntó el joven inmortal.
—Porque quizá llegue un día en el que desee que revoque mi inmortalidad, un día en el que quiera envejecer y morir.