Zephaniah inspiró profundamente y abrió los ojos para contemplar la metrópolis Arconte sin nombre.
La ciudad había sido una ruina ancestral hasta que los Grandes Inmemoriales dieron con ella y la liberaron del bosque primigenio que la había engullido. Había pruebas que sugerían que los misteriosos Arcontes no habían construido la ciudad, sino que, sencillamente, habían ocupado los desérticos edificios de cristal y oro que databan del Tiempo antes del Tiempo. Cuando los Grandes Inmemoriales se trasladaron a la recién creada isla de Danu Talis, la ciudad sin nombre fue abandonada, una vez más, a la fuerza de la naturaleza. Ahora, las agujas metálicas estaban atrapadas entre parras gruesas y las paredes de cristal, junto con las calles de piedra negra y lustrosa, estaban cubiertas de enredaderas y plantas trepadoras. La metrópolis estaba desierta: ningún animal merodeaba por la ciudad en ruinas, ningún pájaro planeaba sobre los árboles y los ruidos habituales de una selva estaban totalmente ausentes.
—Este lugar me asusta —confesó en voz alta. Su descomunal compañero, con la cabellera y la barba rojas, permaneció en silencio. Protegiéndose los ojos del sol, contempló lentamente la ciudad, registrándola de arriba abajo en busca de alguna señal de vida o movimiento.
Zephaniah desenrolló un mapa dibujado sobre un pedazo de piel de una especie de lagarto extinguido hacía mucho tiempo y lo apoyó sobre una pared de cristal verde. Ladeando la cabeza, intentó dar sentido a los garabatos y caligrafía de origen arcano.
—Estamos aquí —dijo con voz dubitativa señalando el mapa.
Una mano gigantesca se posó sobre su hombro, aplastó el mapa contra el muro y, muy despacio, lo giró hasta colocarlo del revés. Un dedo con la uña mal cortada señaló un punto del mapa.
—¡Estamos aquí, hermana!
Zephaniah agarró el vello pelirrojo que asomaba por el brazo de su hermano y tiró de él con fuerza.
—¡Au! ¿Por qué lo has hecho? —preguntó Prometeo.
—Porque sí.
—¿Porque sí?
—Para recordarte que, además de ser mi hermano pequeño, yo estoy al mando de esta expedición.
La guerrera con armadura de cuero de color óxido sonrió.
—Eso es sólo porque le caes mejor a Abraham que yo —replicó Prometeo. La sonrisa de Zephaniah se desvaneció—. Si quieres que sea sincero, no creo que sienta aprecio por ninguno de nosotros dos —dijo en voz baja.
Prometeo posó la mano sobre el hombro de su hermana e inclinó la cabeza, mezclando su cabellera pelirroja con la de ella. Su mirada cobró un aire de preocupación.
—Sé que le aprecias, pero ten cuidado, hermana. He oído rumores de que está mezclando la tecnología de los Arcontes con la magia Inmemorial en formas que jamás habían sido usadas antes.
Prometeo percibió un ligero cambio en la verde mirada de su hermana y le acarició el rostro a la vez que le alzaba la barbilla.
—Lo sabías… —dijo con tono acusador.
—Un poco —admitió—. Me dijo que está creando una enciclopedia de la sabiduría mundial. Piensa llamarla Códex.
—Debe de ser un libro enorme —adivinó Prometeo con una sonrisa.
—Creo que tiene la intención de llenar solamente veintiuna páginas.
El guerrero pelirrojo empezó a menear la cabeza.
—Estaba a punto de decirte que era imposible, pero me he dado cuenta de que para Abraham nada es imposible. ¿Te ha dicho por qué? —preguntó Prometeo.
Pero antes de que su hermana pudiera responder miró a su alrededor, rastreando rápidamente cada rincón del bosque que invadía los edificios de la metrópolis. Durante toda la mañana le persiguió la sensación de que alguien los seguía. Aunque nada se movía ni un ápice en la ciudad, el campo de alrededor rebosaba vida: había visto serpientes que consideraba extinguidas desde hacía mucho tiempo, había lagartos gigantescos en los ríos y aves fénix planeando en los cielos. Pero no creía que fuera una bestia la que seguía su rastro. En dos ocasiones distintas percibió el olor de algo fétido y podrido, algo muerto desde hacía tiempo. No había visto nada, pero sabía que aquello no era fruto de su imaginación: en el bosque había algo que los vigilaba.
—Abraham cree que el mundo acabará —dijo la mujer pelirroja con enormes ojos color esmeralda. Prometeo se rio a carcajadas.
—Lleva siglos prometiendo eso. Si lo continúa diciendo, un día tendrá razón.
Aunque estaban solos en la gigantesca ciudad, Zephaniah bajó el tono de voz.
—Se ha aliado con Cronos…
La expresión de Prometeo mostró indignación y repugnancia.
—Creo que el Maestro del Tiempo le ha dado una fecha para el fin del mundo.
—No confiaré en ese viejo monstruo mientras pueda con él.
Zephaniah sonrió ante aquella imagen: su hermano, Prometeo, era inmensamente fuerte y corpulento; Cronos, en cambio, era enclenque y diminuto.
Enrolló el mapa y lo introdujo en un tubo metálico que llevaba atado a la espalda.
—¿Por aquí? —preguntó.
Prometeo dio un último vistazo por encima de su hombro antes de dirigirse a su hermana.
—No, por aquí. La biblioteca debería estar al final de esta calle.
Los dos Inmemoriales habían estado viajando durante los últimos diez días y ambos estaban exhaustos. Sin embargo, al fin, su objetivo estaba a la vista. La primera parte del viaje había sido relativamente sencilla. Tras abandonar Danu Talis habían viajado por todo el mundo, saltando entre líneas telúricas, transportándose de este a oeste, siguiendo el sol, hasta que finalmente llegaron al lugar donde, según las leyendas, los Amos de la Tierra, los Ancestrales y los Arcontes lucharon en el Tiempo antes del Tiempo. Nada crecía en aquel lugar devastado y el calor intenso había convertido la tierra en un cristal brillante. La batalla cataclísmica había alterado las fuerzas magnéticas de la Tierra, de forma que ni siquiera las líneas telúricas funcionaban adecuadamente. Ninguno de los que habían conseguido saltar por la última línea telúrica —un agujero perfectamente circular situado en un acantilado— había regresado; sus gritos aún retumbaban por las puertas, a pesar de todos los siglos que habían pasado desde entonces.
Zephaniah y Prometeo se dirigieron hacia el sur a pie. Las mismas fuerzas que habían alterado las líneas telúricas también habían absorbido sus auras, dejándolos así débiles y prácticamente exhaustos. Prometeo, Maestro del Fuego, tuvo que intentar hasta tres veces encender una débil llama para calentar agua. A medida que se alejaban de la línea telúrica, sus auras fueron recuperando su fuerza inicial, pero cuando se adentraron en el bosque que rodeaba la Ciudad Sin Nombre, éstas se descargaron otra vez.
Zephaniah estaba agotada. Era una sensación extraordinaria que jamás había experimentado en cientos de años. El desierto de huesos secos que rodeaba la línea telúrica junto con la humedad putrefacta de la selva había destruido su ropa de cuero y metal. Además, sus botas indestructibles habían demostrado no serlo tanto. El hecho de no tener acceso a su aura había sido una revelación aterradora. Tener que depender sólo de sus agudos sentidos era como estar sorda y ciega; incluso su sentido del gusto se había limitado, de forma que todo le sabía igual, o dulce o salado. Ahora sólo podía distinguir los olores más fuertes e intensos, a menudo también los más nauseabundos. Cuanto antes consiguieran lo que habían venido a buscar y salieran de la Ciudad Sin Nombre, más feliz sería. Pero las instrucciones de Abraham habían sido claras: no podía volver sin los archivos de la biblioteca. Necesitaba un libro en particular para completar la creación del Códex.
Inicialmente, Zephaniah se había planteado emprender el viaje sola: era fuerte y rápida y sus poderes áuricos eran increíbles. Sin embargo, su amiga Hécate le había rogado que alguien la acompañara y, sorprendentemente, Abraham había estado de acuerdo. Aún se asombró más cuando el mismo le sugirió que fuese su hermano menor, el aterrador guerrero Prometeo.
—Me alegro de que me acompañes —dijo de repente—. No sé si me hubiera gustado hacer este viaje sola.
—Tengo que cuidar de mi hermana —respondió el guerrero con una sonrisa que rápidamente se desvaneció—. Pero sé a lo que te refieres… Hay algo de este lugar… algo que no cuadra. No me extraña que sus habitantes lo abandonaran.
—Me pregunto por qué nunca bautizaron la ciudad con un nombre —dijo ella—. En las cartas de navegación aparece simplemente como la Ciudad y Abraham la denominó la Ciudad Sin Nombre.
La pareja de hermanos continuó caminando por el centro de una amplia calle, siguiendo misteriosas ranuras metálicas talladas en las primigenias piedras negras. Aunque la edad de la ciudad podría calcularse en milenios, ni una pieza metálica se había oxidado y, a pesar de que los muros de cristal estaban rayados, ni un vidrio se había roto.
—Aquí, creo… —señaló Prometeo. Se detuvo ante una gigantesca pirámide con las escaleras de cristal. La parte frontal del edificio estaba cubierta por ramas que se enroscaban formando espirales. Cerrando fuertemente los ojos, meneó la cabeza y ordenó—: Comprueba el mapa.
Zephaniah sacó el mapa de su estuche metálico; lo alzó y comparó los símbolos esculpidos en el cristal con el dibujo trazado sobre el trozo de cuero. Coincidían.
—Esta es la biblioteca —anunció mientras estiraba el cuello para observar la cima de la pirámide. La punta triangular estaba tapada con una pieza de oro macizo—. Las proporciones no son correctas —dijo súbitamente dando un paso hacia atrás para contemplar las puertas—. Los picaportes están colocados demasiado arriba y las puertas son demasiado altas.
Prometeo asintió.
—Y los peldaños demasiado llanos —añadió.
—Esta ciudad no se construyó para criaturas como nosotros —aseveró Zephaniah.
—Entonces, ¿para quién… o para qué? —se preguntó.
—¿Para los Ancestrales? —sugirió Zephaniah.
—No: ellos se parecían bastante a nosotros. Las leyendas cuentan que esta ciudad fue creada para los Amos de la Tierra.
—¿Qué aspecto tenían?
Prometeo se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Ninguno sobrevivió a la última batalla y cualquier registro sobre ellos se borró de la historia.
Extrajo dos hachas cortas de doble filo de su cinturón, caminó hacia la sólida puerta de cristal negro opaco y empujó con fuerza, pues pensaba que se habría atascado con los años.
La puerta se movió sin producir sonido alguno y se abrió de par en par.
Rápidamente, Prometeo entró y apoyó la espalda en una de las paredes. Permaneció a la espera hasta que sus ojos se ajustaron a la oscuridad que reinaba en el interior. Zephaniah se quedó fuera y sacó un látigo metálico que llevaba enroscado alrededor de la cintura. Si había algo allí dentro, no estaba dispuesta a que se entrometiera en el camino de su hermano. Además, su deber era protegerle.
—No sé si éste es el lugar correcto… —retumbó la voz de Prometeo—. No hay libros, sólo estatuas. Cientos; no, miles de estatuas.
Un extraño movimiento en el bosque llamó la atención de Zephaniah. Una rama había cambiado ligeramente de posición: no se movía en la misma dirección que el viento, sino hacia el otro lado.
—Creo que tenemos compañía —dijo en voz baja. Abrió las aletas de la nariz y distinguió el inconfundible olor a anís, el aroma del aura de su hermano—. Prometeo.
—Estatuas —repitió. El hilo de voz de Prometeo se iba perdiendo a medida que se alejaba de la puerta principal.
—Prometeo…
—Parecen estar hechas de arcilla…
El perfume a anís ahora era mucho más intenso y, cuando miró por encima del hombro, Zephaniah advirtió el pálido resplandor rojo que emitía el aura de su hermano gemelo en la penumbra del edificio. Pero ¿cómo era posible? Durante los últimos días, ninguno de los dos había sido capaz de iluminar su aura. Agarrando firmemente el látigo con su mano derecha, Zephaniah dio un paso hacia atrás, acercándose a la puerta abierta del edificio, se dio media vuelta… y se detuvo horrorizada.
Prometeo estaba en el centro de una sala de dimensiones extraordinarias. Las hachas yacían sobre el suelo y sus brazos estaban extendidos y la cabeza echada hacia atrás. Su aura ardía mientras unas serpentinas de fuego se desprendían de su piel. El cabello y la barba crepitaban con electricidad estática. Unas llamas líquidas formaban un charco bajo sus pies y en cada dedo de las manos chisporroteaban diminutos relámpagos. Sus ojos llameaban como un par de trozos de carbón ardientes.
Y estaba rodeado de estatuas.
Aquellas estatuas sutiles y hermosas y talladas con suma delicadeza en arcilla variaban de color, mostrando así una gama que iba desde el negro más oscuro hasta el blanco más níveo. Y si bien los cuerpos estaban esculpidos a la perfección, sus rostros estaban inacabados: no eran más que un óvalo sin ojos, orejas, nariz ni boca. Figuras masculinas y femeninas permanecían unas al lado de las otras en posturas idénticas. Todas las estatuas eran altas, con aspecto elegante, como si pertenecieran a otro reino. Guardaban cierto parecido con los Inmemoriales, o incluso con los legendarios Arcontes, pero resultaba evidente que eran de una raza muy distinta. Por último, cada centímetro de sus cuerpos esculpidos en arcilla estaba cubierto con la misma caligrafía en espiral que decoraba la parte frontal del edificio.
El aura en llamas de Prometeo iluminaba las estatuas más cercanas: chispas bermejas que recorrían el diseño ornamental y un fuego carmesí arrastrándose por las escrituras arcaicas, dando vida a las líneas de texto serpenteante.
—Prometeo… —susurró Zephaniah.
Entonces, la estatua más cercana a Prometeo, una figura escultural femenina, se movió. Un pedazo de arcilla reseca se desplomó al suelo y se hizo añicos, dejando así al descubierto una piel oscura. Tras el Inmemorial, una segunda estatua, esta vez masculina, se movió levemente y más trozos de barro se desprendieron para sacar a la luz una piel dorada.
—Hermanito…
El aura del Inmemorial ardió con más fuerza aún, iluminando cada una dé las estatuas, prendiendo fuego a las escrituras con hilos de fuego. Unas esferas de llamaradas crepitantes brotaron de la piel de Prometeo, como si se tratara de gotas de sudor, y empezaron a rodar por el suelo. Al rozar una de las estatuas produjeron un sonido sibilante y se hincharon al mismo tiempo que unas líneas llameantes se arrastraban por la arcilla hasta prender la antigua escritura. Cuando todas las palabras se incendiaban y la estatua brillaba entre las llamas, la figura se movía y unos trozos de barro se desprendían del cuerpo y se hacían añicos sobre el suelo.
De repente, Zephaniah se dio cuenta de que el aura de su hermano había cambiado de color. Ahora era más oscura, casi desagradable, y el aroma agridulce del anís se había tornado ácido y agrio.
—¡Prometeo! —gritó alarmada, pero su hermano no podía oírla. Sabía perfectamente qué estaba ocurriendo: su aura había empezado a consumirle.
El aura del Inmemorial era el mismísimo infierno personificado: una sólida columna de fuego que alcanzaba la cúspide de la pirámide. Y Prometeo apenas podía distinguirse en el centro de las llamaradas. El fuego rebotaba en el techo y rociaba las esculturas como lluvia abrasadora. El calor era abrumador. Bañaba a las miles de estatuas allí presentes, deshaciendo el barro para mostrar la piel que se escondía debajo.
Zephaniah sabía que debía distraer a su hermano, interrumpir el proceso que había emprendido su aura antes de que el fuego lo destruyera. Completamente desesperada, se abrió camino entre las esculturas. Algunas se volcaban y se desplomaban sobre el suelo; los caparazones de arcilla que el resplandor del aura de Prometeo no había rozado se convertían en mero polvo cuando se estrellaban en el suelo. Cuando Zephaniah estuvo lo suficiente cerca, desenrolló el látigo y arremetió contra su hermano, agarrándole así uno de los brazos que tenía extendidos. Los trozos de cuero y metal que contenía el arma se iluminaron de inmediato y empezaron a arder. Tiró con todas sus fuerzas y él se tambaleó. El aura de Prometeo parpadeó, se oscureció y después volvió a resplandecer con más fulgor. El aroma a anís se había convertido, sin duda alguna, en un hedor fétido. Amargo.
Zephaniah volvió a arremeter con el látigo ardiente, y esta vez lo agarró por la garganta. Cogiendo el arma con ambas manos, tiró con fuerza hasta lograr que su hermano perdiera el equilibrio. Volvió a bambolearse y rápidamente su aura destelló y se apagó mientras él se desplomaba sobre las rodillas.
—Prometeo…
Zephaniah se lanzó al suelo, acunó a su hermano e hizo caso omiso del calor que hacía arder su piel y chamuscaba toda su ropa. Prometeo abrió los ojos y la miró.
—¿Qué ha pasado? —masculló.
Zephaniah desvió la mirada hacia arriba. Lo que antes habían sido esculturas ahora eran seres vivos. Se arremolinaron a su alrededor y permanecieron inmóviles y en silencio. La Inmemorial se percató de que sus rostros, hasta entonces inexpresivos, se habían alterado para adoptar rasgos muy parecidos a los de su hermano.
—Creo que eres padre —dijo asombrada—. Hermanito, todas estas figuras se parecen a ti.
—Dios mío —tosió—, ¿las mujeres también?
—Sobre todo las mujeres —dijo Zephaniah cerrando los ojos.
Sophie Newman abrió los ojos y de inmediato reconoció el rostro que los fulminaba con la mirada a través de la ventana.
—Prometeo —musitó—. Hermanito.