El fantasma de Juan Manuel de Ayala flotaba silenciosamente entre las ruinas de Alcatraz. El teniente español había sido el primer europeo en descubrir la pequeña isla en 1775 y la había llamado así por el asombroso número de pelícanos que reclamaban la roca como propia: la isla de los Alcatraces. Cuando se vendió al Gobierno norteamericano en 1854, pasó a denominarse Alcatraz.
Cuando De Ayala murió, su espíritu regresó a la isla y, desde entonces, merodeaba por allí y la protegía.
Había sido testigo de los continuos cambios que había sufrido la naturaleza de la isla a lo largo de los siglos: fue el emplazamiento del primer faro de la costa de California; más tarde acogió un fuerte militar que enseguida se convirtió en una prisión, el hogar de algunos de los criminales más violentos y peligrosos de Norteamérica desde 1861 hasta 1963. Más recientemente había sido una famosa atracción turística y la verdad era que Ayala disfrutaba entremezclándose sin ser visto entre la multitud de visitantes mientras escuchaba sus comentarios. En particular, le encantaba seguir a aquellos que hablaban su lengua materna, el español.
En el último par de meses, sin embargo, la naturaleza de Alcatraz había vuelto a sufrir un cambio. La isla había sido vendida a una empresa privada, Enoch Enterprises, la cual, de inmediato, puso punto final a todas las visitas turísticas que recibía la isla. Poco después llegaron nuevos prisioneros; ninguno de ellos humano. Eran criaturas que De Ayala vagamente reconocía por las leyendas que relataban los marineros: hombres lobo, dragones heráldicos y lombrices. Otras formaban parte de antiguos mitos, como el Minotauro y la Esfinge. Sin embargo, no sabía qué eran la mayoría de las bestias.
Y entonces Perenelle Flamel había sido encarcelada en la isla.
De Ayala la había ayudado a escapar de su celda y se alegró mucho cuando ella se las arregló para huir de la isla, dejando a los recién llegados, Maquiavelo y Billy el Niño, atrapados en la roca con los monstruos. Esperaba que se quedaran a pasar la noche para que él, junto con los demás fantasmas de la isla, pudieran divertirse un rato. Pero los dos inmortales habían sido rescatados por un nativo norteamericano y al ver que el bote se dirigía hacia la ciudad, De Ayala se preguntó qué ocurriría con su querida isla de los Alcatraces. La Esfinge aún merodeaba por los pasillos de la cárcel, la espantosa araña Areop-Enap estaba envuelta en un gigantesco capullo en las ruinas de la Casa del Guardián y el Viejo Hombre del Mar y sus nauseabundas hijas, las Nereidas, vigilaban atentamente las aguas de la bahía.
El fantasma se deslizó hacia lo más alto de la atalaya y se giró para contemplar la ciudad que nunca pudo visitar. De Ayala se preguntaba cómo debía de ser esa gigantesca ciudad ubicada en un extremo del continente. Avistaba los rascacielos y el fantástico puente de color anaranjado que se extendía sobre la bahía. Observaba los barcos navegando por sus aguas y a los pájaros de metal que sobrevolaban el cielo. También podía distinguir los destellos de los faros cerca de la orilla. Cuando descubrió Alcatraz, Filadelfia era la ciudad más grande de Estados Unidos, con una población de treinta y cuatro mil habitantes. Ahora, más de ochocientas mil personas vivían en San Francisco, una cifra inconcebible, y más de treinta y seis millones se habían establecido en el estado de California.
¿Qué les ocurriría cuando los monstruos fueran liberados en las calles y alcantarillas de la ciudad?
De manera inconsciente, De Ayala emprendió su rumbo hacia el mar, hacia la ciudad de San Francisco, pero entonces las ligaduras invisibles que le mantenían atado a Alcatraz lo retiraron hacia la prisión. Él protegía la isla, pero ¿durante cuánto tiempo más?, se preguntaba. Las fuerzas de los humanos y los Inmemoriales se unían y, sin pensar en cómo acabaría, estaba convencido de que su querida Alcatraz no sobreviviría a la próxima guerra.
Y sin Alcatraz, De Ayala finalmente dejaría de existir.