Nicolás Maquiavelo se acomodó en el asiento del copiloto del jeep del ejército montado con piezas de distintos coches y se agarró firmemente a la barra metálica soldada en el salpicadero. Apretaba con tal fuerza que los nudillos se le habían emblanquecido. Billy se sentó en la parte trasera y brincaba alegremente con cada bache y agujero con que se topaba el vehículo en la calzada sin asfaltar. Black Hawk conducía con exceso de velocidad por las estrechas carreteras secundarias, apretando el pedal hasta el suelo y con una sonrisa feroz en el rostro.
—Creo —dijo Maquiavelo alzando la voz para superar el ruido del motor—, que tu maestro nos preferirá vivos para que el mismo pueda matarnos. Quizá le irrite que tú hagas su trabajo. Aminora la velocidad.
—Esto no es velocidad —replicó Black Hawk. El jeep avanzó dando bandazos y el motor aulló cada vez que las cuatro ruedas se despegaban del suelo—. Esto es velocidad.
—Me voy a marear —prometió Maquiavelo—. Y cuando me maree, vomitaré hacia tu dirección. Y hacia la tuya también —añadió mirando a Billy el Niño por encima del hombro.
A regañadientes, Black Hawk disminuyó la presión que ejercía sobre el pedal del acelerador.
—No he vivido más de quinientos años de historia turbulenta en Europa para morir en un accidente de coche.
—Black Hawk podría conducir por estas carreteras con los ojos vendados —aventuró Billy.
—No lo pongo en duda. Pero por qué querría hacerlo me sobrepasa.
—¿Nunca has hecho algo sólo por la emoción que comporta? —preguntó Black Hawk.
—No —respondió Maquiavelo.
Black Hawk parecía sorprendido.
—Pero eso es como desperdiciar tu inmortalidad. Te compadezco.
—¿Me compadeces?
—No vives, sobrevives.
Nicolas Maquiavelo se quedó contemplando al norteamericano nativo inmortal durante varios segundos hasta que, finalmente, asintió y miró hacia otro lado.
—Quizá tengas razón —murmuró.
La casa estaba apartada de la carretera.
A primera vista parecía una casita de madera normal y corriente, parecida a muchas otras que había repartidas por todo el país. Pero a medida que uno se acercaba, descubría la realidad: la casa era enorme y gran parte de ella estaba construida en la ladera de la colina.
En el momento en que el vehículo salió de la carretera sin asfaltar para adentrarse en un angosto camino repleto de surcos, Maquiavelo sintió un terrible picor en toda la piel: los inconfundibles síntomas de los hechizos de protección. Allí habitaba una magia antigua, un poder sobrenatural ancestral. Alcanzó a ver símbolos arcanos tallados en los árboles, espirales dibujadas sobre rocas y figuras construidas con ramitas pegadas en los postes de la valla. El camino atravesaba un campo de hierba cuya altura superaba las puertas del vehículo. Las briznas rozaban y siseaban contra el metal, como si miles de personas susurraran una advertencia. El inmortal italiano distinguió movimientos a su alrededor y vislumbró serpientes, sapos y lagartijas rápidas y escurridizas. Un espantapájaros deforme dominaba el campo en el costado izquierdo del sendero. Su cabeza era una gigantesca calabaza seca con ojos redondeados y una lengua protuberante.
El campo de hierba desapareció de repente, como si hubiera una línea dibujada en el suelo que lo recortara y el resto del camino hacia la casa era llano y sin baches. Maquiavelo asintió al confirmar que estaba en lo cierto: nada podía atravesar el campo sin encender las alarmas o ser atacado por un guardián venenoso acechante. Acercarse a la casa sin ser visto sería imposible. Un descomunal lince, más grande que cualquier otro que hubiera visto antes, yacía en el suelo frente a la puerta principal de la casa, que estaba abierta. Observaba el coche impasible y no hizo ademán de ponerse en pie.
—Final del trayecto —dijo el indio inmortal sin intención de sonreír.
Maquiavelo se apeó con gratitud y empezó a limpiarse el polvo y la suciedad de su carísimo traje hecho a medida, pero al final se rindió. El traje estaba destrozado. Tenía un armario entero de trajes idénticos en su casa, en París, aunque dudaba de que pudiera volver a llevarlos alguna vez.
Mirando a su alrededor, inspiró el aire cálido y grasiento.
Siempre que pensaba en la muerte, lo cual hacía con notable regularidad, se imaginaba que ocurriría en una ciudad europea, en París quizás, o puede que en Roma o incluso en su amada Florencia. Jamás creyó que acabaría sus días en California. Sin embargo, todavía no estaba muerto y no pensaba rendirse sin luchar.
En cuanto Billy saltó del jeep, Black Hawk lo puso en marcha y aceleró de tal forma que roció al joven y a Maquiavelo con piedras y arenilla, envolviéndolos así en una nube de polvo. Billy sonrió.
—Sabía que lo haría.
—Para saber que estás a punto de morir pareces muy contento.
—He visto cómo algunos hombres se enfrentaban a su muerte riéndose y otros, gimiendo y lloriqueando. Al final todos murieron, pero los que se reían parecían llevarlo mejor.
—¿Crees que vas a morir aquí hoy?
Billy se carcajeó.
—La muerte no es algo en lo que piense a menudo —respondió—. Pero lo cierto es que no, no creo que vaya a ocurrir hoy. No hemos hecho nada mal.
El italiano inmortal asintió pero no articuló palabra.
—El señor Maquiavelo no cree que yo tenga la autoridad de extirparle la inmortalidad. Pero está equivocado.
El hombre que salió de la casa era bajito y esbelto; tenía la piel del mismo color que el cobre recién pulido, una gigantesca nariz de halcón y una poblada barba blanca que le llegaba hasta el pecho. Sus ojos eran negros y sólidos, sin una mancha blanca. Llevaba ropa sencilla: unos pantalones de lino blanco y una camiseta del mismo color, e iba descalzo. Sonrió y dejó al descubierto todos sus dientes, que habían sido afilados para crear una serie de puntiagudos y punzantes colmillos.
—Soy Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada.
—Es un honor conocerte, Quez… Quet… Quaza… —empezó Maquiavelo.
—Oh, llámame Kukulkan, como hace todo el mundo —aconsejó el Inmemorial. Y se introdujo en la casa. Maquiavelo, perplejo, parpadeó: una cola de serpiente, con plumas multicolores, se arrastraba tras el Inmemorial.
Billy agarró a Maquiavelo por el brazo.
—Hagas lo que hagas —susurró apresuradamente—, no menciones la cola.