Con su larga cabellera recogida en una cola de caballo, la cabeza cubierta con una gorra desteñida de béisbol, los ojos escondidos tras unas gruesas gafas de sol y con ropa, al menos, dos tallas más grande, el conde de Saint-Germain caminaba distraídamente por el vestíbulo de llegadas del atestado aeropuerto londinense de Heathrow pasando completamente desapercibido. Adentrándose en el húmedo y fresco ambiente nocturno de la capital inglesa, sacó el teléfono móvil del bolsillo y revisó sus mensajes.
Sólo tenía uno. Procedía de un teléfono con número oculto y sólo indicaba unas coordenadas: NIVEL 3, ESPACIO 243.
Se volvió y se dirigió hacia el aparcamiento, tomando las escaleras mecánicas que lo conducían hasta el tercer nivel. Se desplazaba con rapidez, comprobando los números continuamente cuando, de forma inesperada, una silueta oscura emergió de entre las sombras y se puso a su lado.
—¿Busca un taxi, señor?
—Palamedes —murmuró Saint-Germain—, no vuelvas a hacerlo. Casi me da un ataque al corazón. —Sabías que rondaba por aquí, ¿o no? Saint-Germain asintió.
—Reconocí tu olor.
—¿Estás insinuando que huelo?
—Hueles a clavo. Ah, pero me alegro de verte, viejo amigo —dijo el conde francés utilizando un dialecto persa que se había extinguido el siglo pasado.
—Ojalá las circunstancias fueran otras —comentó el descomunal tipo con la cabeza rapada.
Hábilmente, le cogió el equipaje de mano y, aunque el conde intentó protestar, Palamedes simplemente le ignoró.
—He enviado un mensaje a mi maestro —continuó el caballero en la misma lengua antigua.
Los dos inmortales gozaban de una gran experiencia, así que no estaban dispuestos a permitir que alguien se acercara lo suficiente como para escuchar su conversación a hurtadillas. Además, los dos eran conscientes de que en Londres había más cámaras de seguridad que en cualquier otra metrópolis del mundo. Cualquier persona que los mirara sólo vería a un taxista londinense recogiendo a un pasajero.
—¿Y cómo está tu maestro? —preguntó Saint-Germain con prudencia.
—Todavía está enfadado contigo. Al parecer, tienes la extraordinaria capacidad de alterar y ofender a las personas —bromeó Palamedes con una amplia sonrisa.
—¿Me ayudará? —inquirió con cierto nerviosismo.
—No lo sé. Yo hablaré por ti. Y Shakespeare también, ya sabes que es un charlatán profesional.
Se detuvieron ante un taxi negro y Palamedes abrió la puerta trasera, invitando así al conde francés a entrar.
—Sabes que esto no será gratuito —dijo el caballero muy serio.
Saint-Germain agarró el brazo de su amigo.
—Lo que sea. Estoy dispuesto a recuperar a mi esposa cueste lo que cueste.
—¿Incluso tu inmortalidad?
—Incluso mi inmortalidad. ¿Qué sentido tiene vivir para siempre si no es junto a la mujer que amo?
El rostro del caballero se tiñó de una tristeza infinita.
—Te entiendo —dijo en voz baja.