Sophie recuperó el conocimiento, pero permaneció inmóvil y con los ojos cerrados. Concentrándose en sus sentidos recién Despertados, intentó crear una imagen mental del paisaje que la rodeaba a partir de los sonidos, los olores y las sensaciones que la asaltaban. Había sal en el aire, lo cual no era muy habitual en San Francisco. Sin embargo, se trataba de un aroma amargo, un olor ligeramente ácido, como si estuviera muy cerca del océano. En ese ambiente salado, también pudo distinguir una pizca del penetrante olor de gasolina diesel, lo cual le indicaba que, quizás, estaba en un puerto. Sin embargo, lo más extraño fue que también pudo apreciar el seco aroma de la madera y una estela de especias picantes en aquella cálida atmósfera. Antes de notar los balanceantes movimientos que se producían tras ella y oír las olas romper contra la madera supo que se encontraba en un barco. Estaba tumbada, aunque no sobre una cama, sino sobre algo blando que la mantenía sujeta y con la cabeza y los pies alzados.
—Sé que estás despierta.
Sophie abrió los ojos. ¡Scathach! Los reflejos de un cabello pelirrojo eran los únicos puntos de color en aquella oscura habitación y, por un solo segundo, Sophie creyó que la mujer estaba levitando. Se percató de que se encontraba tumbada en una hamaca y tuvo que hacer un gran esfuerzo para incorporarse y sentarse. Entonces descubrió que Aoife estaba sentada con las piernas cruzadas sobre una caja de madera. La ropa de la guerrera, de luto riguroso, armonizaba con el resto de la habitación, que estaba completamente a oscuras. Pero cuando Sophie se desperezó, una avalancha de recuerdos inundó su mente y supo que aquella mujer no era la Sombra. Era Aoife de las Sombras.
Sophie miró a su alrededor y se percató de que unas gruesas cortinas de tela oscura cubrían las ventanas. Una de ellas estaba tapiada con tablas de madera y el resto estaban entrecruzadas con sólidas barras metálicas.
—¿Cómo sabías que estaba despierta? —preguntó mientras intentaba mantener el equilibrio sobre la hamaca.
—Tu respiración cambió de repente —respondió Aoife con sencillez.
Sophie se las ingenió para colocarse al borde de la hamaca. Con las piernas colgando, observó fijamente la figura que permanecía sentada sobre la caja. Su parecido con Scathach era asombroso: el mismo cabello brillante y pelirrojo, la misma mirada deslumbrante de color verde y un rostro demasiado pálido. Pero había algo en su barbilla que la diferenciaba de su hermana. Si bien Scatty tenía unas diminutas líneas de expresión alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios de tanto reír, el rostro de Aoife era liso y terso, sin ninguna imperfección.
—¿No estás asustada? —preguntó Aoife ladeando ligeramente la cabeza.
—No —respondió Sophie—. ¿Debería estarlo?
—Quizá si me conocieras…
Sophie estuvo a punto de revelarle que lo sabía todo sobre ella, sobre Aoife de las Sombras, pero eso sería desvelarle que la Bruja de Endor le había entregado todos sus recuerdos, y Sophie todavía no quería que Aoife fuera consciente de ello.
—Conozco a tu hermana —anunció Sophie.
—Yo no soy como mi hermana —respondió Aoife con un acento algo distinto que recordaba su origen celta.
—¿A quién obedeces? —preguntó Sophie.
—A mí misma.
—¿Inmemoriales u Oscuros Inmemoriales? —persistió Sophie.
Las manos de Aoife se movieron realizando un gesto desdeñoso.
—Las palabras no significan nada. Qué está bien o qué está mal es cuestión de perspectiva. Una vez conocí a un humano inmortal, un hombre llamado William Shakespeare, que escribió que no hay nada bueno o malo, pero el pensamiento hace que lo sea.
Sophie se mordió el interior de la mejilla para mantener su inexpresividad. No estaba dispuesta a contarle a Aoife que había conocido al dramaturgo hacía tan sólo un par de días.
—¿Por qué me has secuestrado?
—¿Secuestrado? —repitió Aoife sorprendida, con los ojos abiertos de par en par. Después, sus labios se retorcieron para formar una sonrisa—. Supongo que sí. Sólo necesitaba hablar contigo sin interrupciones.
—Podríamos haber charlado en la calle.
—Quería hablar en privado. Podrías haberme invitado a entrar.
Sophie negó con la cabeza.
—No tenía intención de hacerlo. Mi hermano te encontrará —añadió.
Aoife se rio a carcajada limpia.
—Lo dudo. Tuve un breve encuentro con él. Es poderoso, pero le falta entrenamiento —reconoció. Entonces, con un tono de voz que denotaba asombro, preguntó—: ¿Es Oro?
—Y yo Plata —finalizó Sophie con orgullo.
—Los mellizos de la leyenda —comentó Aoife con desprecio e incredulidad.
—¿No lo crees?
—¿Sabes cuántos mellizos legendarios ha habido?
—Soy consciente de que ha habido otros —dijo Sophie con prudencia.
—Muchos otros. ¿Y sabes dónde están ahora?
Sophie empezó a negar con la cabeza pero enseguida se dio cuenta de que conocía la respuesta.
—Un aura dorada o plateada no es un don: es una maldición —dijo bruscamente Aoife—. Vuestras auras os destruirán tanto a vosotros como a quienes os rodean. He visto cómo ciudades enteras quedaban arrasadas para dar muerte a un mellizo.
—El Alquimista dijo que los Oscuros Inmemoriales…
—Ya te lo he dicho: los Oscuros Inmemoriales no existen —repitió malhumorada Aoife—. Sólo hay Inmemoriales, ninguno es bueno o malo. Sólo son una raza de criaturas que actualmente denominamos Inmemoriales. Algunos aprecian a la raza humana y otros la desprecian: ésa es la única diferencia. E incluso los guardianes de la humanidad suelen cambiar sus alianzas. ¿Crees que mi hermana siempre ha defendido esta nueva raza humana?
La pregunta dejó tan asombrada a Sophie que se quedó muda. Quería refutar la sugerencia, pero los insidiosos recuerdos de la Bruja se escurrían por su conciencia y pudo vislumbrar partes de la verdad sobre Scathach y la razón por la que recibía el apodo de «la Sombra».
—Necesito que me digas… —empezó Aoife.
—¿Vas a hacerme daño? —preguntó de repente Sophie.
La pregunta cogió a Aoife totalmente por sorpresa.
—Por supuesto que no.
—Bien.
Sophie se deslizó de la hamaca y se puso en pie. Se balanceó ligeramente.
—Necesito comer algo —interrumpió—. Me estoy muriendo de hambre. ¿Tienes galletas o algo de fruta?
Aoife parpadeó. Se puso en pie y se acercó a la joven.
—La verdad es que no. No como. Al menos no la comida a la que te refieres.
—Necesito algo de comer. Comida de verdad. Aunque carne no —añadió rápidamente, al sentir que su estómago protestaba ante la idea de ingerir carne—. Y tampoco cebollas.
—¿Qué hay de malo en las cebollas? —preguntó Aoife.
—No me gusta el sabor.
La casa flotante estaba amarrada en la bahía de Sausalito. Era una caja de madera rectangular instalada directamente sobre el agua. Se había pintado en varias ocasiones de color verde, aunque cada vez con un tono diferente, pero la atmósfera marina y el tiempo habían estropeado la superficie y la pintura colgaba en capas, dejando así al descubierto la madera manchada del interior. No tenía motor y resultaba evidente que aquella casa flotante no se había trasladado de ese amarradero durante años.
Sophie y Aoife se sentaron sobre el muelle en unas sillas de plástico. Sophie ya se había comido un par de plátanos, una naranja y una pera y ahora estaba mascando lentamente un racimo de uvas mientras arrojaba las semillas al agua.
—No soy tu enemiga —empezó Aoife—, pero tampoco tu amiga —añadió apresuradamente—. Sólo quiero saber qué le ha ocurrido a mi hermana.
—¿Por qué te importa? —preguntó Sophie con curiosidad mientras miraba de reojo a la mujer pelirroja.
Aunque la vampira llevaba unas gafas de sol que ocultaban su mirada, la joven pudo sentir sus ojos clavados en ella.
—Tenía entendido que hacía siglos que no os hablabais.
—Pero sigue siendo mi hermana. Ella es… mi familia. Mi responsabilidad.
Sophie asintió. Lo entendía perfectamente. Ella siempre había sentido la responsabilidad de velar por la seguridad de su hermano, aunque él era muy capaz de cuidarse solo.
—¿Qué sabes de todo lo ocurrido en los últimos días? —inquirió Sophie.
—Nada —respondió Aoife, lo cual dejó a la joven algo perpleja—. Sentí que Scathach se marchaba y vine aquí de inmediato.
—¿Dónde estabas?
—En el desierto de Gobi.
Sophie lanzó una semilla formando un arco en el aire hacia el agua.
—Eso está en Mongolia, ¿verdad? —Así es.
—Scatty desapareció ayer. Supongo que has utilizado líneas telúricas para llegar hasta aquí. Aoife asintió con un gesto.
—Utilicé un pequeño truco que tu amigo Saint-Germain me enseñó hace mucho tiempo: me mostró cómo ver las espirales doradas y plateadas que emergen de las líneas telúricas y las utilicé para saltar desde Mongolia hasta el santuario de Ise Shine, en Japón, hasta Uluru, en Australia, después hasta la isla de Pascua y finalmente hasta el monte Tamalpais —explicó. Se inclinó hacia delante y dio una suave palmadita en la rodilla de Sophie—. Detesto las líneas telúricas.
—Scatty decía que le hacían vomitar.
Aoife volvió a reclinarse y asintió con la cabeza.
—Sí, a mí también.
Sophie se volvió hacia el extraño japonés, quien si bien instantes antes había conducido la limusina, ahora arrancaba trozos de pintura de la pared de la casa flotante.
—¿Él ha venido contigo desde Japón?
—¿Quién? ¿Niten? No, él vive aquí, en San Francisco. Es un humano inmortal y somos viejos amigos —añadió con una sonrisa genuina—. Ésta es su casa flotante.
—Parece que no viene muy a menudo.
—Niten viaja —respondió simplemente Aoife—. Deambula por los Mundos de Sombras.
Sophie volvió a mirar al hombre de origen asiático. Al principio supuso que rondaba los veinte años, pero ahora podía distinguir unas leves arrugas alrededor de sus ojos y se percató de que tenía las muñecas y los nudillos muy hinchados: los inconfundibles rasgos de un experto en artes marciales. Desprendía la pintura vieja de la madera con movimientos ágiles y fluidos.
—Dime qué le ha ocurrido a mi hermana.
Sophie se giró hacia Aoife y dejó el racimo en el suelo.
—Todo lo que puedo decirte es lo que Nicolas y Josh me contaron ayer y que ellos supieron por Saint-Germain. Scathach y Juana de Arco estaban preparándose para saltar de París al monte Tamalpais en un intento de rescatar a Perenelle, que estaba atrapada en Alcatraz…
Aoife alzó la mano interrumpiendo así a Sophie.
—¿Qué tiene que ver Juana de Arco con todo esto?
—Está casada con Saint-Germain —le desveló Sophie. Al ver la expresión de asombro en el rostro de Aoife no pudo evitar sonreír—. ¿No lo sabías? Creo que se casaron hace poco.
—Juana de Arco y el conde de Saint-Germain —susurró Aoife sacudiendo la cabeza—. ¿Lo has oído? —dijo sin levantar la voz.
—Pensé que lo sabías —respondió desde lejos Niten, y aunque su voz apenas era un murmullo, ambas oyeron con claridad sus palabras. Continuó desprendiendo largas tiras de escamas de pintura de una de las paredes de la casa flotante.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —inquirió Aoife en tono grosero—. Nadie me cuenta nada —refunfuñó. Después se volvió para mirar a Niten y añadió—: ¿Por qué no me lo has explicado?
—Juana de Arco nunca ha sido santo de tu devoción, y sabía que ese sentimiento empeoraría al enterarte de que tu hermana le concedió la inmortalidad con su sangre.
—¿Eso hizo? —Aoife parecía horrorizada—. ¿Esa francesa lleva la sangre de mi hermana?
—¿No lo sabías? —preguntó Sophie algo extrañada.
La mujer pelirroja negó con la cabeza.
—No, no tenía la menor idea. ¿Qué ocurrió?
—Juana fue condenada a arder en la hoguera. Sin ayuda de nadie, Scathach cabalgó por la ciudad y la rescató, pero a Juana la hirieron en la huida. La única forma de salvarle la vida era mediante una transfusión de sangre —explicó Sophie.
Aoife se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y entrelazó sus pálidos dedos.
—Cuéntame lo de mi hermana. ¿Qué le ha ocurrido?
—No sé mucho más —admitió Sophie—. Al parecer iban a utilizar la línea telúrica de Notre Dame, pero alguien la saboteó. Saint-Germain encontró restos de huesos de mamut alrededor del punto cero, y Nicolas cree 120 que Maquiavelo es el responsable. Aparentemente, en vez de aterrizar en el monte Tamalpais actual han sido transportadas a alguna época del pasado.
—¿A qué época del pasado?
—Nicolas y Saint-Germain opinan que los huesos de mamut apuntan a la época del Pleistoceno. Eso nos sitúa entre 1,8 millones de años hasta once mil años atrás.
Sophie contemplaba estupefacta lo relajada que parecía Aoife.
—Oh, entonces no es tan grave. Si eso es todo lo ocurrido, podemos ponerle remedio y rescatarlas.
—¿Cómo? —preguntó Sophie.
—Existen varias formas de hacerlo —declaró Aoife mirando de reojo a Niten—. Quizás ha llegado el momento de hablar con el Alquimista y su esposa, a ver si ellos nos proporcionan algo más de información. ¿Sabes dónde están?
—Sí —confirmó Niten mientras seguía desconchando la pintura.
—¿Te importaría decírmelo?
Sophie se dio cuenta de lo irritada y molesta que estaba. El esbelto Niten alzó levemente la barbilla, señalando hacia la orilla, y Sophie y Aoife se volvieron a la vez para contemplar un Thunderbird rojo brillante que aparcaba junto al muelle dejando tras de sí una nube de polvo.
—Ahí tienes la respuesta.