Los cuervos vieron la esbelta figura femenina aparecía que de entre las penumbras, con un flauta de madera rozando sus labios. Casi de manera imperceptible —más bien fue una sensación que les recorrió los huesos que una vibración en el aire— notaron el fantasma de un sonido. Sus ancestrales instintos les obligaron a alzar el vuelo alejándose así cada vez más del ruido sepulcral.
Desde una gran altura, los dos pájaros negros fueron testigos de cómo los cucubuths se derrumbaban como hierba que sopla el viento.
Y entonces distinguieron la figura de Dee, que caminaba a grandes zancadas para evitar el contacto con lo cuerpos de las criaturas, alejándose, sin prisa alguna, d aquel caos. Y no estaba solo. La silueta que antes habían avistado lo acompañaba.
En su Mundo de Sombras, Odín veía a la pareja a través de los ojos de los cuervos. ¿Quién era aquella mujer cómo había logrado dejar completamente inconscientes los cucubuths?
El Inmemorial frunció el ceño. Intentaba concentrarse únicamente en la humana. Había algo en ella, algo que le resultaba familiar.
Evidentemente se trataba de una aliada de Dee y, al parecer, poseía uno de los antiguos artefactos de poder.
Entonces, de forma inesperada, el nombre le vino junto con una oleada de amargos recuerdos. Echó la cabeza atrás y, satisfecho, emitió un aullido aterrador. Virginia Dare: una de las pocas inmortales que había dado muerte a su maestro y había sobrevivido. Él había conocido a su maestro y lo había considerado un amigo. Ahora podría vengarse de la muerte de su amada y de su amigo.
—Traedme a Dee —ordenó a los cuervos—. Matad a la chica.
Planeando sobre los tejados de la ciudad, los cuervos siguieron los pasos de los humanos inmortales mientras e Inmemorial los vigilaba a través de sus ojos.