Los cucubuths rodearon a Dee. Docenas de aquellas criaturas abarrotaron el Covent Garden londinense en un abrir y cerrar de ojos; veintenas de ellas vigilaban desde los tejados de los edificios de alrededor, y sus aullidos primigenios aún retumbaban por todos los rincones de la ciudad. El líder cabeza rapada extendió los brazos, exponiendo así los tatuajes negros que serpenteaban por el interior de éstos.
—¿Qué vas a hacer ahora, doctor? Dee introdujo la mano bajo su abrigo y rozó la empuñadura de la espada de piedra que llevaba escondida bajo el brazo. Había fabricado una funda a partir de dos cinturones de cuero. No tenía ni la menor idea de qué ocurriría si, finalmente, decidía utilizar el arma. Había llevado consigo a Excalibur durante siglos, pero aún no había logrado conocer ni una mínima parte de su supremacía. Su limitada experiencia con Clarent le sugería que era incluso superior que su espada gemela. Pero ahora que se habían fusionado suponía que debían de ser más poderosas… ¿acaso invalidaban sus poderes entre sí?
Rápidamente, el Mago consideró sus opciones. Sabía sin la menor duda que si blandía la espada encendería e cielo londinense y lo más probable era que el resplandor iluminara los Mundos de Sombras más cercanos. Pero si no utilizaba el arma o sus poderes, los cucubuths le atraparían y lo llevarían ante el tribunal de sus maestros, los Oscuros Inmemoriales. Y eso era lo último que quería: i oil avía no había cumplido su quinientos cumpleaños. Era demasiado joven para morir.
—Acércate lentamente, doctor —dijo el cucubuth en la antigua lengua eslava del este de Europa.
La mano de Dee apretó la empuñadura de la espada. El frío del metal le entumeció los dedos y, al instante, unos pensamientos desconocidos y extraños invadieron cada rincón de su conciencia.
Cucubuths ataviados con una armadura de cuero y pieles… vampiros con malla de cadenas y metal… vadeando desde barcos estrechos y metálicos, combatiendo a orillas de una playa, luchando contra bestias primitivas, peludas y con un único ojo…
El sonido que irrumpió en la noche londinense era tan agudo que quedaba fuera del alcance del oído humano: una sola nota modulada cuyo tono iba subiendo de manera gradual.
Los cucubuths se derrumbaron como si algo les hubiera golpeado. Los más cercanos a Dee se desplomaron primero y después, como fichas de dominó, las criaturas fueron cayendo al suelo tapándose los oídos con las manos, retorciéndose de dolor.
Virginia Dare emergió de entre las sombras, con la flauta apoyada en sus labios, y dedicó una sonrisa a John Dee.
—Estoy en deuda contigo —reconoció el doctor. Hizo una elegante reverencia, un gesto pasado de moda que se utilizó por última vez en la corte de la reina Isabel I.
Virginia contuvo la respiración.
—Considéralo como un pago por la vez que me salvaste la vida en Boston.
Uno de los cucubuth alargó el brazo para coger a Dee por el tobillo, pero éste lo alejó de una patada.
—Deberíamos irnos —dijo.
Algunas criaturas empezaban a tambalearse en un intento de ponerse en pie, pero otra melodía de la flauta de Dare volvió a arrojarlas al suelo.
Esquivando hábilmente la masa de cuerpos doloridos, Dare y Dee lograron salir de Covent Garden. Dee se detuvo en la entrada de la calle King y se volvió para echar un último vistazo. La plaza adoquinada no era más que una aglomeración de cuerpos que se retorcían y hacían aspavientos. Algunas de las criaturas empezaban a perder 104 su apariencia humana, ya que sus manos y rostros volvían a su forma monstruosa habitual.
—Es un truco fantástico —dijo apresurándose en alcanzar a Virginia, que continuaba caminando por la calle, tocando la flauta—. ¿Cuánto tiempo dura el hechizo? —preguntó Dee.
—No mucho. Cuánto más inteligente sea la criatura, más perdura el hechizo. En bestias primitivas como éstas, unos diez o veinte minutos.
La calle estaba cubierta de cucubuths retorciéndose de dolor tapándose los oídos con las manos. Dos se desplomaron del tejado de un edificio justo delante de Dee y Dare, golpeando con tal fuerza el suelo que incluso agrietaron las losas del pavimento. Sin dejar de andar, Virginia pasó por encima de los cuerpos. Dee prefirió rodearlos; sabía que una simple caída no heriría a las criaturas, sólo las debilitaría un poco.
—Aprendí la melodía de un tipo alemán —dijo entre respiración y respiración—. Un cazador de ratas.
—¿Qué te ha hecho ponerte de mi lado? —pregunto Dee.
—Me has prometido un mundo —respondió Virginia Dare con seriedad—. Te aconsejo que cumplas tu promesa. Aprendí otras melodías del cazador de ratas y, créeme, no te gustaría nada que las tocara.
El Mago intentó soltar una carcajada.
—Bueno, eso ha sonado como una amenaza…
—Y lo es —finalizó Dare. Después, sonrió abiertamente y agregó—: De hecho, es algo más que una amenaza. Es una promesa.