Nicolás Maquiavelo inspiró el salobre aire de la brisa marina y se llevó las manos al estómago con cierta molestia. Antes de convertirse en inmortal había teñido problemas de úlcera y, aunque su maestro Inmemorial le había curado de todas las enfermedades humanas, en momentos de estrés su estómago aún se resentía. Ahora, de pie en el muelle de Alcatraz, contemplando la ciudad de San Francisco, su estómago parecía estar ahogado en llamas.
—Todo va a ir bien, perfectamente bien —dijo por décima vez el jovencito con vaqueros desteñidos y botas de vaquero estropeadas—. Todo va a ir bien.
—William —interrumpió Maquiavelo con cuidado, sin alzar la voz—, ¿desde cuándo eres inmortal?
—Desde hace ciento veintiséis años —respondió Billy el Niño con orgullo.
—El don de la inmortalidad se me concedió en el año 1527 —dijo el italiano mirando de reojo al norteamericano—. Yo estaba vivo cuando Colón se atribuyó el descubrimiento de este país. No soy el inmortal más anciano: aunque soy mayor que Dee, el Alquimista Flamel es mayor que yo, Duns Scotus lo es aún más y Mo-Tzu todavía más. Gilgamésh es el inmortal más viejo de todos nosotros. Pero yo he tenido más contacto con los Inmemoriales que todos los demás. Y permíteme decirte que nuestros maestros Inmemoriales no toleran un fracaso. Exigen una obediencia sumisa, esperan resultados. Y nosotros hemos fracasado. —Alzó un puño y extendió el dedo meñique—. Nos enviaron aquí para matar a la hechicera Perenelle —extendió otro dedo— y para liberar a las criaturas encerradas de las celdas en la ciudad de San Francisco. —Mostró un tercer dedo—. Perenelle escapó en nuestro propio bote —alzó el cuarto dedo—, dejándonos atrapados aquí, en una isla repleta de monstruos. Hemos fracasado. Definitivamente, todo no va a ir bien.
Los dos inmortales se giraron súbitamente al percibir el zumbido de un motor. Maquiavelo entornó los ojos, del mismo color que una piedra, y avistó un bote que se aproximaba dejando tras de sí una estela de espuma blanca en la bahía.
Billy señaló su teléfono móvil.
—He pedido ayuda —dijo como si quisiera disculparse—. ¿Qué crees que pasará? Maquiavelo suspiró.
—Nos citarán ante nuestros maestros y nos despojarán de nuestra inmortalidad. Moriremos. Rápido, si tenemos suerte, pero nuestros maestros suelen ser crueles…
Billy se estremeció.
—No sé si me gusta cómo suena. Me he acostumbrado a ser inmortal —reconoció. Después empezó a negar con la cabeza y añadió—: Mi maestro es… —hizo una breve pausa en busca de la palabra adecuada—: Es distinto a algunos Inmemoriales. Puedo explicárselo.
Ondeó distraídamente la mano en dirección a la cárcel que se alzaba tras él.
—Todo va a ir bien.
—Por favor, deja de decir eso.
Una lancha de color rojo brillante se detuvo en el muelle y un impactante nativo americano, alto, con la piel de color cobrizo y facciones marcadas y angulosas le dedicó una amplia sonrisa a Billy el Niño.
—Nuestro maestro quiere veros, a los dos —anunció mirando a Maquiavelo—. No sabéis el lío en que estáis metidos.