Vingt… vingt-et-un… veintidós. Juana de Arco se deslizó por la hierba que cubría la pendiente y se reunió con su compañera, a orillas de un estrecho riachuelo.
—¿Cómo llamarías tú a veintidós tigres con colmillos como sables? —preguntó jadeando la esbelta mujer de mirada gris—. ¿Una jauría, una manada?
—Yo los llamaría problemas —respondió Scathach bruscamente. Se enderezó y alzó la mirada, contemplando la pendiente de la colina—. Y estás a punto de decirme que vienen hacia aquí. Juana asintió.
—Así es, se dirigen hacia nosotras —respondió.
Scathach chapoteba en la orilla del arroyo a la vez que encajaba la mano en el interior de una gigantesca huella marcada en el barro.
—Éste es su abrevadero —reconoció. Cerró los ojos, inspiró profundamente y, con una de sus espadas cortas, señaló en una dirección—. Y vienen más desde el sur.
—Y desde el este —añadió Juana.
Scatty abrió los ojos y miró a su amiga. Los últimos rayos de sol del día teñían el rostro pálido de Juana con tonalidades doradas.
—¿Cómo lo sabes?
La francesa cogió a la guerrera pelirroja por el hornillo y le hizo dar la vuelta. Tres monstruosos tigres con increíbles colmillos habían emergido de entre la hierba. Permanecían inmóviles, con la mandíbula abierta y mostrando sus quijadas salvajes, con los ojos abiertos de par en par, sin pestañear; sólo sus colas batían ligeramente.
—¿Lucha o huida? —preguntó Juana.
—Si huimos, nos perseguirán —dijo Scatty con toda naturalidad—. Si luchamos, no podremos con ellos. Son demasiados, quizá treinta en total.
El tigre de mayor tamaño se movió casi en cámara lenta y dio un paso hacia delante algo indeciso. Unos gigantescos ojos dorados con delgadísimas pupilas se clavaron en Scathach.
—Creo que le gustas —susurró Juana.
Rozó la espada que llevaba amarrada con una correa en el hombro y fue consciente de que, si todas las criaturas atacaban juntos, su arma no serviría de nada.
—Siempre he preferido los perros —respondió Scathach observando a la criatura con atención—. Uno sabe cómo pueden reaccionar.
Deslizó las espadas de combate en sus correspondientes fundas tras su espalda y extrajo el nunchaku de la bolsa que llevaba colgada en la cadera.
—Quédate aquí —ordenó. Y entonces, antes de que Juana pudiera responder, salió disparada hacia el tigre.
La descomunal criatura no se movió ni un ápice.
La guerrera corrió a zancadas con el nunchaku vibrando y dando vueltas en su mano derecha. El tigre se encorvó, con la cola agitándose de forma salvaje mientras unos hilos de saliva se escurrían de su titánica mandíbula… y en ese preciso momento, la criatura saltó con las garras completamente extendidas.
—¡Scatty! —exclamó Juana en un grito ahogado.
La guerrera pelirroja se lanzó hacia al aire como una nadadora sumergiéndose en el mar. El salto la envió directamente sobre el tigre y de repente apareció su nunchaku; la contundente punta del objeto, de unos veinte centímetros de madera tallada, golpeó a la criatura en la parte trasera de la cabeza. Scatty giró en el aire y aterrizó de manera ágil y ligera sobre el suelo. El tigre, aturdido por el golpe, se desplomó sobre el suelo. De inmediato, la bestia intentó enderezarse temblorosamente, se tambaleó y volvió a derrumbarse.
Scatty se volvió para posicionarse justo enfrente de las otras dos criaturas mientras golpeaba suavemente su nunchaku en la palma de la mano izquierda. Las bestias la observaron, echaron un vistazo a su compañero y retrocedieron, introduciéndose así entre la alta hierba.
Cuando Juana se dio media vuelta descubrió que los demás tigres también habían desaparecido.
—Asombroso —anunció.
—Sólo tienes que enseñarles quién manda —respondió Scatty al mismo tiempo que se arrodillaba junto al tigre de dientes asesinos. Acarició la imponente cabeza de la criatura y ésta alzó el párpado para observar a la guerrera. La bestia gruñó pero no hizo ademán de levantarse.
Juana se agachó junto a su amiga y observó la mandíbula de aquel monstruo. Los colmillos eran tan largos como su mano y tenían unas marcas que apuntaban a mordeduras en la superficie de una armadura.
—El truco es golpearles justo en la base del cráneo donde éste se une a la columna vertebral. El golpe los deja completamente aturdidos. —¿Y si fallas?
—Entonces se enfadan —respondió Scatty con una sonrisa también salvaje—. Pero yo nunca fallo —presumió mientras acariciaba a la enorme bestia—. Se despertará con dolor de cabeza.
Juana de Arco se puso en pie y dio unas suaves palmaditas en el hombro de su amiga.
—¿Qué? —preguntó Scatty alzando la vista.
Juana señaló la colina con la barbilla. Los veintidós tigres con colmillos como puñales se habían reunido en la cima. Dos más se unieron a ellos y, momentos más tarde, otros cuatro. Todos parecían ejemplares adultos y sus gruñidos hacían vibrar incluso el suelo.
—¿Crees que éste era el líder de la manada? —vaciló Juana.
La manada se dividió en dos y otra criatura salvaje se dejó ver. Era descomunal y avanzaba de manera parsimoniosa, con la cabeza amenazante. Medía al menos una cabeza más que sus compañeros y era mucho más largo. Su pelaje, en vez de ser pardusco, era de un blanco níveo que sólo se veía manchado por antiguas cicatrices. Uno de sus colmillos inferiores estaba roto y de él sólo quedaba un trozo desigual. Además, su ojo izquierdo no era más que un globo vidrioso de color blanquecino.
—Ese es el líder de la manada —dijo Scatty dando un paso hacia atrás.
El único ojo útil de la criatura se desvió del tigre que yacía en el suelo a Scatty y, después, otra vez hacia la bestia. Entonces abrió la mandíbula y gruñó. El sonido fue inverosímil, un estruendo tan intenso que los pájaros de varios kilómetros a la redonda huyeron revoloteando. Lentamente, casi con delicadeza, el tigre empezó a abrirse camino por la colina.
Scatty dio un paso hacia delante, hacia la criatura, pero Juana enseguida le agarró el brazo.
—¿Recuerdas algo que tú misma me enseñaste cuando estaba combatiendo contra los ingleses? —preguntó.
Scatty la miró sin saber la respuesta.
—Me dijiste que luchar contra guerreros llenos de cicatrices era un tremendo error. Ellos eran los supervivientes —le recordó la francesa mientras señalaba la bestia que se acercaba—. Mira a esa criatura. Ha sobrevivido a muchas batallas.
Scathach observó al gigantesco tigre.
—Yo soy la Sombra —dijo—. Puedo vencerla.
Juana le apretó todavía más el brazo.
—También me dijiste que nunca participara en una batalla a menos que fuera absolutamente necesario. No tienes que hacerlo.
—Supongo que tienes razón —admitió Scatty. Suspiró y, casi con arrepentimiento, preguntó—: Entonces, ¿qué hacemos?
—¡Huir!