Los tres jóvenes de cabeza rapada rodearon a Dee.
—Ofrecen una recompensa por ti —anunció la figura con la cabeza tatuada dirigiéndose directamente al doctor.
Aunque el Mago no era especialmente alto, el joven era, al menos, cinco centímetros más bajito, pero mucho más corpulento y musculoso. Movía los labios en un intento de imitar la sonrisa humana, pero su boca apenas se torció para crear un gruñido salvaje que dejó al descubierto unos dientes cortos y afilados, además de amarillentos.
—Una gran recompensa.
—Vivo —añadió otro. Se había colocado a la derecha de Dee.
—Aunque no necesariamente ileso —agregó el tercero desde su izquierda. Era el más corpulento de los tres y llevaba una mugrienta camiseta verde de camuflaje que le ceñía el robusto y fornido pecho.
—Qué curioso puede ser el mundo —comentó el líder. Su acento era una peculiar mezcla de dejes: del norte de Londres y de Europa del Este. Tras una breve pausa, añadió—: Ayer estábamos trabajando para ti, persiguiendo al Alquimista. Hoy, en cambio, te buscamos a ti —amenazó mientras se frotaba las manos—. Y por el doble de dinero. Me da la sensación de que querías timarnos por la captura de Flamel y los mellizos —dijo el joven sonriendo—. Siempre has sido muy barato, doctor Dee.
—Prefiero el término «frugal».
—Frugal. Me gusta esa palabra. Apuesto a que significa «bajo».
Miró a sus dos compañeros y ambos dijeron que sí ron la cabeza.
—Bajo —repitió uno.
—Miserable —añadió el más alto de los tres.
—Alguien frugal no puede comprar la lealtad. Quizá si nos hubieras pagado algo más, nosotros habríamos mirado hacia otro lado justo ahora.
—Si os hubiera pagado más, ¿lo habríais hecho? —preguntó Dee con mucha curiosidad.
—Probablemente no —admitió la criatura—. Somos cazadores. En general, siempre cazamos a nuestras presas.
Los finos labios del Mago se retorcieron formando una desagradable sonrisa.
—Pero no conseguisteis capturar a Flamel y los mellizos ayer.
La nauseabunda criatura se encogió de hombros con incomodidad.
—Bueno, sí…
—Fracasasteis —recordó Dee.
El tipo tatuado se acercó más al Mago, bajando el tono de voz mientras miraba de reojo a derecha e izquierda.
—Seguimos el rastro de su esencia hasta la catedral de Marylebone. Entonces aparecieron las Dearg Due —explicó con una pizca de terror en su voz.
Dee asintió y se esforzó por mantener el rostro impasible. El hedor que desprendían aquellas criaturas era atroz, una mezcla de carne rancia, ropa mugrienta y cuerpos sucios. Los cucubuths eran cazadores, hijos de un vampiro y un Torc Madra, más bestias que hombres. Estaba casi convencido de que al menos una de las criaturas que le rodeaba tenía una cola escondida en los pantalones. Pero incluso los salvajes mercenarios temían a las Dearg Due, las Bebedoras de Sangre Roja.
—¿Cuántas eran?
—Dos —susurró el cucubuth líder—. Mujeres —añadió.
Dee asintió una vez más. Las mujeres eran más peligrosas y mortales que los hombres.
—Pero tampoco atraparon a Flamel ni a los mellizos —añadió.
—No —comentó la criatura con una amplia sonrisa, mostrando su asquerosa dentadura—. También estaban ocupadas persiguiéndonos a nosotros. Las perdimos en el parque Regent. Fue bastante vergonzoso que dos chicas con aspecto de colegialas nos pisasen los talones —admitió—. Pero cazarte a ti lo compensará.
—Todavía no me habéis capturado —susurró Dee.
El cucubuth dio un paso atrás y abrió completamente los brazos.
—¿Qué piensas hacer, doctor? No te atreverás a usar tus poderes. Tu aura atraería a cualquier cosa, y con esto me refiero a cualquier cosa que esté ahora en Londres. Y si los utilizas e intentas escapar, la peste a azufre persistirá durante horas. Enseguida podremos seguirte la pista hasta tu guarida.
El cucubuth tenía razón, y Dee lo sabía. Si utilizaba ahora su aura, cualquier Inmemorial, Oscuro Inmemorial y humano inmortal en Londres conocería su paradero.
—Así que puedes venir tranquila y pacíficamente con nosotros… —sugirió el cucubuth.
—O podemos sacarte de aquí por la fuerza —añadió la criatura más corpulenta.
El doctor John Dee suspiró y comprobó la hora. Se estaba quedando sin tiempo.
—¿Tienes prisa, doctor? —preguntó el cucubuth con una sonrisa.
Dee agitó la mano derecha. Empezó a moverla desde la cadera, con la palma mirando hacia arriba, la fue subiendo poco a poco, girándola, y finalmente agarró a la criatura por la barbilla. Los dientes del cucubuth tatuado se hicieron pedazos y la fuerza del golpe le hizo despegar del suelo y derrumbarse sobre los adoquines. De repente, la pierna derecha de Dee salió disparada; pateó con tal fuerza el interior del muslo de la criatura más corpulenta que la pierna entera le quedó entumecida y la bestia se desplomó sobre el suelo, concretamente sobre un charco de agua sucia, con una expresión de asombro en su amplio y bruto rostro.
El tercer cucubuth se alejó rápidamente de Dee.
—Error, doctor —gruñó—, gran error.
—No he sido yo quien ha cometido el error —farfulló Dee.
Dio un paso hacia delante. El Mago había sobrevivido durante siglos porque la gente tendía a subestimarlo. Ellos sólo veían a un hombre menudo de cabello canoso. Incluso aquellos que conocían su reputación le consideraban poco más que un erudito. Pero Dee era más, mucho más que eso. Había sido un guerrero. Cuando aún era completamente humano y más tarde, cuando le concedieron el don de la inmortalidad, Dee había viajado por toda Europa. Era una época sin leyes, cuando los bandoleros y forajidos deambulaban por las carreteras y ni siquiera las ciudades eran seguras. Si un hombre quería sobrevivir, debía ser capaz de protegerse. Muchas personas habían cometido el error de subestimar al doctor inglés. Era un error que jamás les permitía repetir.
—No necesito mi aura para acabar contigo —dijo el Mago en voz baja.
—Soy un cucubuth —anunció la criatura con cierta arrogancia—. Puede que hayas sorprendido a mis hermanos, pero no podrás utilizar el mismo truco conmigo.
El Mago oyó unos gruñidos tras de sí y miró de reojo por encima del hombro. El cucubuth líder estaba poniéndose en pie torpemente al tiempo que se sujetaba la mandíbula con ambas manos. Parecía tener la mirada perdida.
—Has herido a mi hermano pequeño.
—Estoy seguro de que se recuperará —dijo Dee.
Los cucubuth eran casi imposibles de matar. Incluso poseían la habilidad vampírica de regenerar partes heridas de su cuerpo.
El tercero, con lentitud y mucho dolor, empezaba a levantarse del suelo. Mantenía el equilibro apoyándose sólo en su pierna izquierda mientras se frotaba con vigor la derecha, intentando así desentumecerla.
—Y me has destrozado los tejanos —gruñó. Tenía las perneras y la parte trasera del pantalón completamente mojadas.
—¿Qué piensas hacer ahora, doctor? —preguntó el cabeza rapada que quedaba ileso.
—Acércate un poquito y te lo mostraré.
La sonrisa de Dee era tan horrorosa e inhumana como la del cucubuth.
De repente, la criatura echó la cabeza atrás y su boca emitió un sonido que jamás podría salir de una garganta humana. Era una mezcla de ladrido y aullido. Todas las palomas congregadas sobre el techo de Covent Garden alzaron el vuelo en una explosión de alas. Desde todos los lugares cercanos, lo que sonó como un aullido de lobo retumbó en los tejados de Londres. Fue seguido por otro bramido, y después por otro más hasta que el aire empezó a temblar con aquellos aterradores sonidos primigenios. Mientras el cucubuth se carcajeaba perdió cualquier gesto de humanidad.
—Ésta es nuestra ciudad, doctor. Hemos gobernado Trinovantum desde antes que los romanos la reclamaran como suya. ¿Te puedes hacer una idea de cuántos somos ahora?
—Supongo que más que un puñado.
—Muchos, muchísimos más —gruñó la criatura—. Y todos se están acercando. Absolutamente todos.
Por el rabillo del ojo, Dee percibió un movimiento. Echó un vistazo al cielo y avistó una figura moviéndose sobre el tejado triangular de la catedral de St. Paul, justo al otro lado de la calle. Inesperadamente apareció un cabeza rapada cuya silueta se dibujaba en el cielo vespertino de Londres. Junto a él apareció otro, y después otro. Se produjo un alboroto al otro lado de la plaza cuando seis cabezas rapadas se adentraron en ella. Un instante más tarde, en la entrada opuesta, aparecieron otros tres.
Los turistas, al comprobar la repentina afluencia de cabezas rapadas y con miedo a presenciar una pelea, empezaron a dispersarse. Las tiendas cerraron apresuradamente. En cuestión de segundos, en la plaza adoquinada de Covent Garden sólo quedaron los horripilantes cucubuth.
—¿Qué piensas hacer ahora, doctor Dee?