Los dos gigantescos cuervos, Huginn y Muninn, llegaron a Londres. Aunque parecían pájaros, eran criaturas tan antiguas como la raza humana y no estaban vivas ni muertas, sino entre los dos mundos. Prácticamente inmortales, tenían el poder del habla humana y habían sido creadas por la diosa de las tres caras, Hécate, como regalo al Inmemorial tuerto Odín.
Pero ahora Hécate ya no existía, por primera vez en generaciones alguien había dado muerte a un Inmemorial, y su Mundo de Sombras y los reinos colindantes de Asgard y Niflheim habían sido destruidos. Y Dee era el culpable de todo ello. Muchos Inmemoriales habían pedido la cabeza del Mago, pero tras la destrucción del Yggdrasill y de los Mundos de Sombras, los poderosos maestros Inmemoriales de Dee lo habían protegido. Sin embargo, después de la carnicería que provocó en París y la huida del Alquimista y los mellizos de Inglaterra, tal protección se había revocado. Cuando Dee fue declarado utlaga, las reglas del juego cambiaron por completo para todos.
Odín había jurado una terrible venganza sobre Dee, a quien culpaba de la muerte de Hécate, la mujer que antaño había amado. El Inmemorial tuerto sabía que su repugnante rival, Hel, había logrado escapar de la destrucción de su propio Mundo de Sombras, Niflheim, y ahora también iba a la caza y captura de Dee, pero Odín estaba decidido a encontrarle y enfrentarse con el Mago primero. Así que envió a sus mensajeros al Mundo de Sombras de la raza humana.
Los pájaros peinaban la ciudad con unos ojos capaces de ver más allá de lo puramente físico, y estaban alerta a cualquier actividad inusual. Se percataron de la miríada de criaturas que ahora circulaban por las abarrotadas calles de la ciudad y así se lo hicieron saber a Odín. Sobrevolando las ruinas aún humeantes de un desguace de coches usados en Londres, cruzando la atmósfera grasienta que se respiraba allí, las criaturas sintieron tenues indicios de poderes extraordinarios a la par que ancestrales. Planeando por la llanura de Salisbury, empezaron a rodear el antiguo emplazamiento de Stonehenge, donde el aire olía a naranja y vainilla y el suelo enfangado estaba lleno de marcas de pezuñas y dientes.
Entonces cambiaron el rumbo, dirigiéndose a la ciudad, y volaron perezosamente dejándose llevar por las corrientes y torbellinos de aire. Sobrevolaban tan alto que el ojo humano apenas podía distinguirlas en el cielo. Las criaturas aleteaban en gigantescos círculos, esperando, esperando, esperando…
Y porque no conocían el significado del tiempo, eran infinitamente pacientes.