Ningún turista nocturno de los que abarrotaban ruidosamente Covent Garden en Londres prestó atención a la alta y esbelta mujer con una castada de cabello negro azabache. Se había situado entre dos de las columnas que había delante de un pub en cuyo cartel se leía Punch & Judy Pub y, sobre los adoquines, colocó Un trozo cuadrado de piel con un estampado de espirales rojas. Finalmente, sacó una flauta de madera tallada de una funda de cuero, se la acercó a los labios, cerró los ojos V sopló con delicadeza.
Amplificada por las columnas de piedra, la música, evocadora y etérea, se esparció por todo Covent Garden, envolviendo los adoquines y llamando la atención de sus visitantes. Todos detuvieron su rumbo. En cuestión de minutos, una multitud se había agolpado en semicírculo alrededor de la mujer.
De pie, sin moverse ni un ápice, la mujer tocaba con los ojos cerrados. Era una melodía que ninguno de los asistentes lograba reconocer, aunque a muchos les resultaba familiar.
De repente, la mayoría de ellos empezó a tamborilear los dedos al ritmo de la música. Incluso algunos no pudieron reprimir las lágrimas.
La música, sin voz que la acompañara y con un sonido ancestral, finalizó con una única nota aguda que fácilmente podía confundirse con el piar de los pájaros que sobrevolaban el famoso lugar. Se produjo un largo silencio y la mujer abrió los ojos e hizo una reverencia. El gentío aplaudía y ovacionaba a la intérprete y, casi de inmediato, la mayoría se dirigió hacia el mercado de artesanía Apple Market. Algunos le dejaron algo de dinero (libras esterlinas, monedas de dólar y euros) sobre el cuadrado de cuero y dos personas le preguntaron si tenía algún CD de música a la venta, pero ella negó con la cabeza y explicó que cada actuación era diferente y única. Les agradeció su interés con un suave susurro que dejaba entrever el acento norteamericano de la Costa Este.
Al final, sólo quedó un oyente: un hombre mayor que la observaba con atención. Sus ojos vigilaban cada movimiento que ella realizaba con la flauta mientras la guardaba en la funda de cuero cosida a mano. Esperó hasta que la mujer se agachó a recoger el cuadrado de cuero rojo con las monedas.
Después el hombre dio un paso hacia delante y arrojó un billete de cincuenta libras esterlinas al suelo. Ella lo recogió y miró al desconocido, pero éste se había colocado de tal forma que la luz brillaba tras él, dejando así su rostro en la sombra.
—Te doy otro billete de cincuenta si me dedicas unos minutos de tu tiempo.
La mujer se enderezó.
—Hete aquí una voz de mi pasado.
Era más alta que él y, si bien su rostro elegante y refinado permaneció impasible, sus ojos, de un color gris pizarra, danzaron con regocijo.
—Doctor John Dee —murmuró con un acento que no se había oído en Inglaterra desde la época de la reina Isabel, en el siglo XVI.
—Miss Virginia Dare —respondió Dee con el mismo acento. Movió la cabeza y los últimos rayos de sol le iluminaron el rostro—. Es un placer volver a verte.
—No puedo decir lo mismo —contestó la mujer mientras miraba de reojo a derecha e izquierda y abría las aletas de la nariz. Al igual que una serpiente, sacó la lengua, como si realmente pudiera saborear el aire. Después, continuó—: No estoy segura de querer que me vean contigo. Te han marcado con la señal de la muerte, doctor. Los mismos mercenarios que ayer daban caza al Alquimista ahora están detrás de ti. —Sonrió, aunque no había nada de divertido en aquel gesto—. ¿Cómo sabes que no te mataré y reclamaré la recompensa?
—Bueno, básicamente por dos razones. La primera es que sé de buena tinta que mis maestros me quieren vivo, y la segunda, porque nuestros Oscuros Inmemoriales poco pueden ofrecerte que no tengas ya —respondió Dee con una sonrisa—. Ya eres inmortal y no tienes un maestro a quien obedecer.
—Ofrecen una gran recompensa por tu cabeza —insistió Virginia Dare mientras se guardaba las monedas en los bolsillos de su gigantesco abrigo largo. Introdujo el trozo de cuero en otro bolsillo y se colgó la flauta sobre el hombro, como si fuera un rifle.
—Yo puedo ofrecerte más —dijo Dee con seguridad y Confianza—. Mucho más.
—John —interrumpió Virginia en tono cariñoso—, siempre has sido un fanfarrón.
—Pero nunca te he mentido.
Virginia pareció sorprendida por la última intervención de Dee. Tardó unos segundos en contestar.
—Eso es cierto —admitió finalmente.
—¿Y no sientes ni la más mínima curiosidad? —preguntó.
—John, sabes que siempre he sido curiosa. Dee sonrió.
—¿Qué es lo que más ansias en el mundo?
Una expresión de terrible pérdida se apoderó del rostro de Virginia Dare y su mirada se nubló.
—Ni siquiera tú puedes ofrecerme lo que más deseo.
El Mago se inclinó levemente hacia delante. Conocía a Virginia Dare desde hacía más de cuatrocientos años Hubo una época en que incluso hablaron seriamente de matrimonio, pero lo cierto era que sabía muy poco sobre esa misteriosa humana inmortal.
—¿Puedes ofrecerme un Mundo de Sombras? —preguntó.
—Creo que puedo superar eso. Es posible que pueda ofrecerte el mundo.
Virginia Dare se detuvo en el centro de Covent Garden.
—¿Qué mundo?
—Éste.
La mujer, de apariencia juvenil, deslizó su brazo hacia el de Dee y lo condujo hacia una cafetería que había al otro lado de la plaza.
—Invítame a una taza de té y hablamos sobre el tema La verdad es que siempre le he tenido un cariño especial a este mundo.
Virginia dio la vuelta, abriendo otra vez las aletas de la nariz. Un trío de jóvenes con la cabeza rapada se habían adentrado en la plaza. Todos iban vestidos con un uniforme de camisetas de camuflaje desteñidas y mugrientas, tejanos y botas de trabajo muy pesadas. Los brazos y los hombros los llevaban completamente tatuados y uno de ellos, el más bajito, mostraba un tatuaje negro y rojo en forma de espiral que se enroscaba alrededor de la garganta y el cuello.
—Cucubuths —murmuró el Mago—. Quizá con algo de suerte podamos pasar desapercibidos… —Dee detuvo su discurso cuando uno de los tres jóvenes se volvió para observar a la pareja, y añadió con un suspiro—: O quizá no.
Virginia Dare dio un paso atrás y después otro, dejando así al doctor John Dee solo.
—Arréglatelas por tu cuenta, doctor.
—Por lo visto, no has cambiado, Virginia —farfulló.
—Así es como he sobrevivido tanto tiempo. Nunca me involucro. Nunca escojo un bando.
—Quizá deberías hacerlo.