Puedo oler la peste de Dee en todas partes —se quejó Perenelle.
Se había duchado y vestido con ropa limpia: un par de tejanos lavados a la piedra, una preciosa camiseta de algodón egipcio con bordados y un par de botas hechas a mano especialmente para ella en Nueva York, en el año 1901. Su cabello, aún un poco húmedo, estaba recogido en una cola de caballo muy tupida. Sacó un jersey muy grueso de lana de la cómoda, se lo llevó al rostro e inspiró profundamente.
—¡Ugh! Huevos podridos.
Nicolas asintió. Él también se había dado una ducha y ahora lucía una de sus casi idénticas combinaciones de tejanos oscuros y camiseta negra, ésta mostraba el diseño icónico del disco The Dark Side of the Moon de Pink Floyd en la parte frontal.
—Todo lo orgánico está empezando a pudrirse —anunció el Alquimista mientras alzaba una asquerosa camiseta desteñida.
Tenía esporas esparcidas por toda la tela y casi toda la mitad inferior estaba podrida y deshecha. Mientras la mantenía alzada para inspeccionarla, una de las mangas se desprendió.
—Me la compré en Woodstock —se quejó.
—No es cierto —le corrigió Perenelle—. La compraste en una tienda estilo vintage en el bulevar Ventura hace unos diez años.
—¡Oh! —exclamó Nicolas mientras volvía a levantar la camiseta hecha trizas—. ¿Estás segura?
—Segurísima. Tú no estuviste en Woodstock.
—¿Ah, no? —dijo Nicolas un tanto sorprendido.
—Decidiste no asistir al enterarte de que Jethro Tull no iba a tocar y de que Joni Mitchell se había retirado. Dijiste que sería una pérdida de tiempo. —Perenelle sonrió. Estaba entretenida intentando abrir la cerradura de un pesado baúl que había a los pies de la cama. Después añadió—: De hecho, lo dijiste varias veces.
—Algo más en lo que también me equivoqué.
Miró a su alrededor, contempló la habitación y pisó con cierta fuerza las tablas de madera del suelo.
—No creo que sea conveniente quedarnos mucho tiempo por aquí. Me da la sensación de que el suelo podría derrumbarse de un momento otro.
—Sólo necesito un minuto.
El candado, del tamaño de un puño, por fin se abrió con un chasquido y la Hechicera alzó la tapa. Un ligero aroma a rosas y especias exóticas cubrió el ambiente. Nicolas se acercó a su esposa y observó cómo, con sumo cuidado, apartaba los pétalos de rosa secos del fardo cubierto con pieles que yacía en su interior.
—¿Recuerdas la última vez que empaquetamos esta caja? —preguntó en voz baja sin apenas darse cuenta de que estaba hablando en francés.
—Nuevo México, 1945 —respondió él de inmediato.
Perenelle afirmó con un movimiento de cabeza. Deslizando el pedazo de piel que la cubría destapó una caja de madera tallada de aspecto muy antiguo.
—En aquel entonces tú querías enterrarla en Trinidad para que la primera bomba atómica la destruyera.
—Y tú no me lo permitiste —recordó Nicolas a su esposa.
Perenelle desvió la mirada hacia su marido y una sombra se movió tras sus ojos.
—Soy la séptima hija de una séptima hija. Yo sé… —Hizo una pausa y su mirada cobró una tristeza horrible—. Sé algunas cosas.
Nicolas apoyó su mano sobre el hombro de Perenelle con ternura.
—¿Y sabías que, en el futuro, necesitaríamos estos artículos?
Perenelle volvió a clavar su mirada en la caja sin responder y después levantó la tapa. En su interior había un látigo de cuero de color plateado y negro enrollado. Rodeó con sus finos dedos el mango negro del látigo y lo extrajo de la caja. Las cintas de cuero al rozarse y crujían suavemente entre sí.
—Bien, aquí tenemos a un viejo amigo —susurró.
Nicolas se estremeció.
—Es detestable.
—Ah, pero nos ha salvado la vida en más de una ocasión —dijo Perenelle mientras se lo enroscaba alrededor de la cintura, ensartando las distintas tiras de cuero en sus lejanos como si fuera un cinturón. El mango le quedó colgando sobre la pierna derecha.
—Está tejido con las serpientes que le arrancaste a Medusa de la cabeza —le recordó Nicolas—. ¿Eres consciente de que aquel día estuvimos al borde de la muerte?
—Bueno, técnicamente no habríamos muerto —comentó la Hechicera—. Medusa habría solidificado nuestras auras…
—… convirtiéndonos en piedras —finalizó Nicolas.
—Además —continuó Perenelle con una amplia sonrisa mientras acariciaba la caja de madera—, conseguimos lo que queríamos, y valió la pena ver la expresión del rostro de la Gorgona cuando escapamos.
Alargó el brazo hacia el baúl y sacó otra caja.
—Y ésta es tuya.
De repente, Nicolas se frotó las palmas húmedas en los pantalones, pero no hizo ademán de tomar la caja que su esposa le ofrecía.
—Perry —dijo en tono suave—, ¿estás segura sobre esto?
Los ojos verdes de la Hechicera se tornaron vidriosos.
—¿Segura sobre qué? —contestó con brusquedad.
Se puso en pie con la elegancia que la caracterizaba y con la caja de madera descansando entre sus brazos.
—¿Segura sobre qué? —preguntó otra vez con un tono claramente de enfado—. ¿Qué estamos esperando, Nicolas? Hemos aguardado durante tantas décadas que ahora el tiempo se nos echa encima. A ti te quedan semanas de vida…
—No digas eso —la interrumpió enseguida el Alquimista.
—¿Por qué no? Es cierto. Yo tendré suerte si consigo sobrevivir una semana o diez días más que tú. Pero que no se te olvide esto: los dos vamos a vivir el tiempo suficiente para ver el final del mundo tal y como lo conocemos. Los Oscuros Inmemoriales tienen la mayor parte del Códex y Litha se acerca. Hay Oscuros Inmemoriales vagando libremente por el mundo y tú mismo me dijiste que viste a un Arconte en Londres. —En ese instante señaló hacia la bahía de San Francisco y agregó—: Y Alcatraz está repleta de monstruos listos para ser liberados en la ciudad. Hay criaturas que hacía siglos que no veía.
Nicolas levantó las manos, imitando un gesto de rendición, pero Perenelle aún no había acabado.
—¿Qué crees que ocurriría si las más terribles y sombrías pesadillas de los rincones más oscuros de la mitología humana invaden la ciudad de San Francisco? Dime —exigió—. Has estudiado historia y naturaleza humana, dime qué ocurriría. —La ira hizo que unas ondas estáticas le recorrieran el cabello—. ¡Dime!
—Se produciría el caos —admitió Nicolas.
—¿Cuánto tiempo pasaría hasta que la ciudad quedara destruida? —La goma elástica que le sujetaba el pelo se partió inesperadamente y su melena de cabello oscuro ion mechones plateados se alzó como una espiral sobre su cabeza—. ¿Semanas, días u horas? Y cuando de esta ciudad sólo queden sus ruinas, sabes perfectamente que las criaturas se extenderán por toda Norteamérica como una plaga. ¿Cuánto tiempo crees que los humanos, incluso con todo su armamento y su sofisticada tecnología, serán capaces de sobrevivir contra esos monstruos?
El Alquimista negó con la cabeza y se encogió de hombros.
—Han derribado otras civilizaciones antes —continuó Perenelle—. La última vez que los Oscuros Inmemoriales liberaron monstruos en este mundo, los Inmemoriales se vieron obligados a destruir Pompeya.
Nicolas alargó la mano y, sin articular palabra, cogió la caja de madera de los brazos de su esposa.
—Antes de que la vejez y la muerte nos reclamen hay una última cosa que debemos hacer: destruir el ejército refugiado en Alcatraz. Y para ello, necesitamos a nuestros aliados —comentó Perenelle mientras acariciaba la tapa de la caja con la palma de su mano—. Necesitamos esto.
El Alquimista se volvió y colocó la caja sobre la cama. Nicolas rozó los diseños que adornaban los costados de la caja, que se habían tallado con una espiral triple. Había comprado la caja en una callejuela de Delhi, en la India, hacía unos trescientos años, y después había dibujado el diseño en espiral con carboncillo. Un artesano local había tallado esa figura en los cuatro costados de la caja y, después, sobre la tapa y la base de ésta.
—En mi país, éste es un antiguo y poderoso símbolo de protección —le había susurrado el arrugado anciano en hindi sin esperar que el extranjero europeo le entendiera. Se había quedado completamente asombrado cuando el occidental alzó la caja y, en el mismo idioma respondió:
—En el mío también.
La caja no tenía ningún candado, ninguna cerradura, y Nicolas, meticulosamente, la colocó sobre la cama. Una esencia a jazmín y especias picantes impregnó el ambiente: era el inconfundible aroma de la India.
Nicolas estaba a punto de rozar el interior revestido de la caja cuando, de repente, Perenelle lo agarró por el brazo con fuerza. La Hechicera se recogió el cabello e inclinó la cabeza hacia un lado. Estaba escuchando algo.
Y entonces Nicolas también lo oyó: había alguien caminando a hurtadillas en la tienda, en el piso de abajo.