Agnes escuchó el sonido seco de la puerta al cerrarse y salió de la cocina arrastrando los pies. Parpadeó mirando la puerta y después ladeó la cabeza, esforzándose así en captar todos los sonidos.
—¿Josh? —llamó.
La casa estaba en silencio absoluto.
—¿Josh? —llamó otra vez con la voz quebrada—. ¿Dónde está este chico? —farfulló—. Josh Newman, ¡baja aquí ahora mismo! —gritó.
Pero no obtuvo respuesta alguna.
Sacudiendo la cabeza, la anciana se dispuso a subir las escaleras cuando, de repente, pisó algo en el suelo: un trozo de barro seco y duro. Agnes entornó los ojos hacia los peldaños. Tan sólo unos minutos antes, cuando bajó de ll habitación de Josh, las escaleras no tenían ninguna mancha: estaban impolutas, y ahora estaban cubiertas con pedacitos de barro hasta el segundo piso. Alguien había bajado las escaleras con unas botas enfangadas. Giró la cabeza bruscamente y descubrió el inconfundible rastro del barro hasta la puerta principal.
—Josh Newman —susurró, con voz apenas perceptible—, ¿qué has hecho?
Tan rápido como sus caderas le permitieron se dirigió hacia el piso de arriba y abrió la puerta de la habitación de Josh de golpe, sin llamar. De inmediato vio la ropa sucia que su sobrino había metido en el cesto y las zapatillas deportivas mugrientas escondidas debajo de la cama. Abrió el armario y encontró vacío el espacio donde habían estado guardadas las botas.
De pie, en el centro de la habitación, se giró lentamente, consciente de que había algo extraño en la atmósfera. Sus sentidos ya no eran tan finos y perspicaces como antes; la vejez le había arrebatado la agudeza de su vista y su oído… Sin embargo, el del olfato permanecía intacto. El aire seco de la habitación tenía el vago perfume dulzón de las naranjas.
La anciana suspiró y sacó su teléfono móvil del bolsillo. Lo que menos le apetecía en estos momentos era contarles a Richard y a Sara Newman que sus hijos se habían esfumado. Otra vez. ¡En qué guardián se había convertido!