Cuando Josh llegó cojeando a casa, la tía Agnes estaba ante la entrada, esperándole. Tenía el ceño fruncido y los labios apretados.
—Has tirado el teléfono al suelo y después has salido deprisa y corriendo de casa —comentó con tono brusco mientras empezaba a subir los peldaños de la escalera—. Exijo una explicación, jovencito.
—No la tengo. Sophie estaba… —vaciló—. Me estaba llamando.
—Pero no tenías por qué tirar el teléfono al suelo.
—Lo siento —se disculpó Josh. Tomó aliento, decidido a no pronunciar ni una palabra más. Estaba preocupado por su hermana melliza y lo último que necesitaba era que su tía le diera la lata.
—Los teléfonos cuestan dinero…
El joven Newman se escabulló de su tía.
—Voy a acabar de hablar con papá.
—Ya no está al teléfono. Había interferencias, y todavía había más cuando tú lanzaste el aparato —añadió—. Me ha encargado que te diga que llamará más tarde. Vuestra madre me ha dejado claro que ninguno de los dos saldréis de casa hasta que hable con vosotros. Está muy decepcionada con ambos —agregó con tono inquietante.
—De eso no me cabe la menor duda —murmuró Josh. Cruzó el pasillo y se dirigió a las escaleras.
—¿Dónde está tu hermana? —exigió la tía Agnes.
—No lo sé —contestó Josh con toda sinceridad.
La anciana se cruzó de brazos y lo miró con los ojos entornados.
—¿Quieres decir que se ha ido sin ni siquiera asomarse a saludar?
—Supongo que ha debido de ocurrir algo importante —respondió Josh con una sonrisa fingida, pues en su interior estaba completamente abatido.
—No sé qué os ha pasado —susurró la tía Agnes—. Os vais de casa durante días… sin ni siquiera molestaros en llamar por teléfono… Los jóvenes de hoy en día no tenéis ningún tipo de respeto.
Josh emprendió su camino escaleras arriba.
—¿Adónde crees que vas?
—A mi habitación —dijo Josh. Sabía que debía alejarse de su tía antes de decir algo de lo que se arrepintiera.
—Está bien, puedes quedarte allí, jovencito. Me da la sensación de que los dos vais a estar castigados durante mucho tiempo. Tenéis que aprender a respetar a los mayores.
Josh intentó ignorar el comentario de su tía mientras se dirigía hacia su habitación; entró y cerró la puerta tras él. Apoyó la espalda en la madera fresca, cerró los ojos e inspiró profundamente en un intento de calmar el nudo que tenía en el estómago.
Sophie había desaparecido y estaba en peligro.
Aoife había secuestrado a su hermana y no tenía ni la menor idea del porqué, aunque suponía que no era por nada bueno. ¿Aoife trabajaba a las órdenes de los Oscuros Inmemoriales? ¿Por qué se había llevado a Sophie? ¿Y por qué había huido de él? Aunque estaba asustado y agolado, Josh no pudo evitar sonreír irónicamente. Cuando salió corriendo de la casa, Aoife no parecía asustada, sino que se mostró arrogante. Y cuando él le había exigido que le devolviera a su hermana, ella contestó automáticamente que no, pero entonces algo asustó a la vampira. Quizá fue la forma en que su aura se transformó en una armadura dorada alrededor de su cuerpo. Josh alzó sus manos para contemplarlas: las tenía en carne viva y ensangrentadas. La piel de las palmas estaba arañada y amoratada por el golpe recibido al desplomarse en el suelo. Además, tenía las uñas rotas y sucias, pero hacía tan sólo unos minutos habían estado cubiertas por guantes dorados. Ahora recordaba cómo los hilos dorados se habían deslizado por sus manos para cubrir los dos pedazos rotos del bastón y convertirlos en barras metálicas. Cuando había golpeado el coche, las barras habían roto el cristal y el hierro con facilidad, pero en el momento en que las arrojó contra el coche, en el preciso instante en que las soltó, se convirtieron en madera. De repente, Josh recordó la historia del rey griego Midas: todo lo que tocaba se convertía en oro. Quizás el antiguo rey también había poseído un aura dorada.
Y entonces su sonrisa se desvaneció: le había fallado a MI hermana. Debió haber seguido corriendo: quizás hubiera alcanzado el coche. Tal vez, si hubiera logrado de algún modo focalizar su aura, podría haber hecho algo… aunque no estaba muy seguro de qué exactamente.
Se juró a sí mismo que la encontraría. Apoyándose en las manos y en las rodillas, Josh sacó su mochila de debajo de la cama. Entonces se puso en pie y empezó a abrir cajones, cogiendo ropa a diestro y siniestro y lanzándola en la mochila: calcetines y ropa interior, unos tejanos de repuesto, un par de camisetas. Se quitó la ropa sucia que llevaba puesta desde París, la arrojó en el cesto de mimbre que había a los pies de la cama y se puso una muda limpia. Antes de quitarse su camiseta roja, donde podía leerse 49ERS FAITHFUL, se sacó cuidadosamente la bolsa de tela que llevaba colgada en el cuello y se sentó en el borde de la cama. Abrió la bolsa y echó un vistazo a su interior: contenía las dos páginas que el mismo había arrancado del Códex la semana anterior. Según el Alquimista, en ellas se hallaba la Evocación Final que Dee necesitaba para traer a los Oscuros Inmemoriales de vuelta a este reino.
Josh extrajo las páginas de la bolsa y las puso sobre la cama junto a él, de forma que estuvieran una al lado de la otra. Medían alrededor de quince centímetros de ancho por veintidós de largo. Daba la sensación de que el papel estaba fabricado con corteza de árbol prensada y fibras de hojas.
La última vez que realmente había visto esas páginas había sido en el suelo de la librería, y tanto él como su hermana se habían sentido aturdidos y confundidos por todo lo que acababan de presenciar. En aquel momento, al mirar las páginas hubiera jurado que las palabras se movían, pero ahora estaban estáticas.
Las dos páginas estaban cubiertas, por ambas caras, con una escritura irregular, como recortada. Había visto inscripciones parecidas en utensilios antiguos que había en la oficina de su padre y estaba convencido de que aquella escritura se parecía mucho a la sumeria. Una letra, que él creía que podía ser la capitular, estaba coloreada de una forma extraordinaria, con dorados y rojos muy vistosos. El resto, en cambio, estaba escrito con una tinta negra que todavía parecía estar fresca, después de innumerables siglos. Escogió una página y la acercó a la luz. Y parpadeó asombrado.
Las palabras estaban realmente en movimiento. Se arrastraban, se retorcían y se colocaban en la página para formar palabras, frases y párrafos en incontables lenguas distintas. Algunas de ellas eran casi reconocibles —distinguió pictogramas y runas e incluso fue capaz de diferenciar letras griegas sueltas—, pero la mayor parte de la escritura le resultaba desconocida.
De repente, una frase en latín le llamó la atención: «Magnum opus». Sabía que significaba «obra maestra». Recorrió las palabras con su dedo índice… y en el mismo instante en que su piel rozó la página, sintió un profundo ardor en el estómago y su dedo empezó a humear mientras desprendía un brillo naranja y cálido. Entonces cayó en la cuenta de que mientras todo el resto de las letras de alrededor de la frase se retorcían para formar escrituras de otras lenguas, las diez letras que había bajo su dedo permanecían fijas, inmóviles. En el momento en que alejó su mano, las letras desaparecieron. Mientras recorría las páginas con las yemas de sus dedos, contempló con cierto sobrecogimiento cómo frases enteras se formaban bajo su tacto. En ese momento deseó que su madre o su padre estuvieran con él: podrían ayudarle a traducir frases en algunas lenguas antiguas. Había algunas trazas de latín y griego esparcidas por el texto, y también logró reconocer unos pocos jeroglíficos egipcios y uno de los pictogramas cuadrados característicos de la cultura maya.
Consciente de la advertencia de los Flamel sobre el uso de su aura, Josh alejó lenta y cuidadosamente la mano de las páginas y el texto volvió al caos. Deslizó las páginas hacia el interior de la bolsa de tela cosida a mano y se la colgó del cuello. Aquella bolsita desprendía un calor que Josh enseguida notó en la piel. No sabía exactamente qué acababa de descubrir, pero recordó que cuando Flamel había rozado la página la semana anterior, las palabras no habían cesado de moverse. Josh dobló los dedos: era evidente que tenía algo que ver con su aura. Arrojó de una patada sus deportivas debajo de la cama, abrió el armario, sacó un par de botas de montaña que solía utilizar cuando iba de excursión con su padre y se las calzó. Después se colocó la mochila en los hombros y acercó el oído a la puerta de la habitación para escuchar atentamente.
Oyó a su tía en la cocina… el agua en el hervidor… la puerta de la nevera abriéndose… el sonido metálico de una cuchara al golpear el borde de una taza de porcelana china… la emisora NPR en la radio.
Josh echó la cabeza atrás. La cocina estaba en la parte trasera de la casa; no había modo alguno de oír todos aquellos sonidos. Y entonces se percató de que una diminuta espiral de humo dorado se había formado en su palma. Acercando su mano al rostro, se maravilló de la señal física de su aura. Se parecía al hielo seco que había estudiado en clase de química, excepto en que su espiral mostraba una tonalidad dorada y olía intensamente a naranjas.
Mientras observaba con atención, el humo se zambulló en su palma y desapareció. Josh cerró la mano en un puño, y apretó con fuerza. Había visto a su hermana crear un guante plateado alrededor de la mano y, tan sólo unos minutos antes, en plena calle, el mismo había sido testigo de la aparición de un guantelete similar alrededor de la suya sin tan siquiera pensarlo. ¿Qué pasaría si, de forma deliberada, se concentrara en ver su mano izquierda revestida por un guantelete? De inmediato, en su piel destellaron motas doradas. Una vaga e indefinida impresión de un guante dorado le cubrió la mano. Sin apartar la vista de ella, un guantelete metálico con tachuelas se formó alrededor de su piel. Las puntas de los dedos estaban recubiertas con afiladas uñas metálicas y de color dorado. Josh volvió a cerrar la mano y el guante se cerró con el sonido del metal chirriando contra sí mismo.
—¡Josh Newman!
El grito de la tía Agnes al otro lado de la puerta le hizo sobresaltarse. Se había concentrado tanto en crear el guante que no la había oído subir las escaleras. Su aura se desvaneció y el guante se esfumó en forma de espirales de humo dorado. Agnes empezó a aporrear la puerta.
—¿No me has oído llamarte?
Josh suspiró.
—No —respondió sinceramente.
—Bien, he preparado té. Baja antes de que se enfríe. —Hizo una breve pausa y después añadió—: También tengo magdalenas, sacadas del horno esta misma mañana.
—Genial —dijo Josh. Le sonaban las tripas; la tía Agnes preparaba las mejores magdalenas del mundo—. Me estoy cambiando. Bajo enseguida.
Esperó hasta que oyó a su tía alejarse, arrastrando sus zapatos de suela plana sobre la moqueta. Entonces volvió a mirar su mano y, tras una idea repentina, sonrió de oreja a oreja. Si era capaz de moldear su aura sin recibir ningún tipo de aprendizaje significaba que era más poderoso que su hermana.
Colocó la mochila sobre sus hombros, entreabrió lentamente la puerta de la habitación y escuchó con atención con sus sentidos aguzados. Podía oír a la perfección a su tía vertiendo el té en una taza, distinguir el ácido tánico del té negro y el rico aroma de bollería casera recién salida del horno. Le sonaron las tripas una vez más y la boca se le llenó de saliva: casi podía saborear el pastelito de mantequilla. Se preguntaba si sería capaz de detenerse en la cocina para coger uno… pero eso significaba sentarse con tía Agnes y, sin duda, ella querría saber lo ocurrido en los últimos días con todo detalle. Llevaba en casa una hora y no podía permitirse el lujo de perder el tiempo.
Bajó en silencio los peldaños enmoquetados, abrió la puerta principal con un chasquido y se deslizó hacia el exterior, hacia la fresca mañana de San Francisco.
—Lo siento, tía —susurró mientras cerraba con cuidado la puerta tras él. Se iba a poner furiosa cuando descubriera que se había ido. Probablemente llamaría a sus padres y esta vez Josh no tenía ninguna explicación que darles. Lo único que sí sabía de cierto es que no regresaría a la casa de Pacific Heights sin su hermana.