He pasado por momentos peores —se dijo a sí mismo el doctor John Dee, aunque no podía recordar cuándo.
Después del desastre en Stonehenge, donde los mellizos lograron escapar gracias a la línea telúrica, el Mago había decidido pasar el resto de la noche y parte del día siguiente en las ruinas del granero donde, sólo unas horas antes, Flamel y los mellizos habían permanecido escondidos. Escuchaba el zumbido de los helicópteros sobre su cabeza, junto con el aullido de las sirenas de la policía y las ambulancias que pasaban cerca de la carretera A344. A primera hora de la tarde, cuando toda la actividad policial terminó, Dee abandonó el granero y empezó a caminar en dirección a Londres sin alejarse de las carreteras secundarias. Bajo su abrigo, envuelta en una tela hecha jirones, llevaba la espada de piedra que, antaño, habían sido dos, Clarent y Excalibur. El arma latía y vibraba con fuerza, como si tuviera un corazón propio. Apenas había tráfico en los estrechos y serpenteantes senderos, así que empezó a plantearse la posibilidad de robar un coche en cuanto llegara al pueblo más cercano. De repente, un párroco muy anciano que conducía un Morris Minor, igual de viejo que su conductor, se detuvo y le ofreció subirse.
—Has tenido suerte de que pasara por aquí —le advirtió el anciano con acento gales—. Poca gente utiliza hoy en día estas carreteras secundarias con la autopista a un paso.
—Mi coche se ha averiado y necesito regresar a Londres para asistir a una reunión —explicó Dee—. Me he perdido un poco.
De forma consciente moduló su acento para que se asemejara al del párroco.
—Si quieres puedo llevarte. Me gusta viajar acompañado —admitió el anciano—. He estado oyendo la radio y todo este tema de la amenaza a nuestra seguridad me está poniendo nervioso.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Dee manteniendo un tono ligero y casual—. Me ha parecido ver mucha actividad policial.
—¿Dónde has estado las últimas doce horas? —preguntó el párroco con una sonrisa que dejó al descubierto su dentadura postiza.
—Ocupado —respondió Dee—. He estado con unos viejos amigos; hacía tiempo que no nos veíamos y teníamos que ponernos al día.
—Entonces te has perdido todo el alboroto… Dee no tuvo que esforzarse para mantener su rostro impasible.
—Una operación de seguridad nacional cerró la ciudad ayer. El canal de noticias de la BBC informaba que la misma célula terrorista que había operado en París estaba en Londres —explicó mientras sujetaba el volante con fuerza y miraba de reojo a su copiloto—. Supongo que sí sabes todo lo que pasó en París, ¿verdad?
—He leído todo sobre el asunto —murmuró el Mago sacudiendo la cabeza de forma inconsciente.
Maquiavelo controlaba París; ¿cómo pudo permitir que Flamel y los mellizos desaparecieran tan fácilmente?
—Son tiempos difíciles y peligrosos.
—Así es —comentó Dee—, pero no hay que creer todo lo que publica la prensa.
Había controles policiales en todas las carreteras principales que conducían a la capital, pero los agentes apenas echaron un vistazo al coche abollado en el que viajaban aquellos dos hombres.
El párroco dejó a Dee en Mayfair, en el corazón de la ciudad, y el doctor caminó hasta la parada de Green Park. Tomó la línea de metro Jubilee y se detuvo en Canary Wharf, donde Enoch Enterprises tenía su oficina central. Dee estaba jugándosela. Su maestro Inmemorial podría tener el edificio bajo vigilancia, pero el Mago tenía la esperanza de que todos estuvieran convencidos de que había huido y de que no sería tan estúpido como para regresar a su propia oficina.
Entró sin ser visto a través del aparcamiento subterráneo y se encaminó hacia su despacho, en lo más alto del edificio. Allí, en su cuarto de baño privado, le esperaba una lujosa ducha donde pudo despojarse de toda la suciedad y mugre de los últimos días. El agua caliente le alivió el dolor del hombro derecho, el cual pudo empezar a mover con cuidado. Josh le había lanzado a Clarent durante la batalla en el granero, y aunque Dee se las había apañado para transformar su aura en una armadura antes de que la espada de piedra le golpeara, la fuerza del impacto le había enviado al suelo. Sin duda, se había dislocado el hombro; más tarde descubrió que tenía un enorme cardenal con muy mala pinta pero no se había roto ningún hueso, así que estaba agradecido. Una fractura no era grave, su metabolismo mejorado trabajaría rápidamente para reparar cualquier tipo de daño. También podía utilizar un poco de su aura para curarse de forma instantánea, pero eso atraería a los Oscuros Inmemoriales y a sus subordinados directamente hacia él.
El Mago se puso ropa limpia: un traje azul marino bastante discreto de dos piezas, una camisa del mismo color y una sobria corbata con un estampado dorado de la flor de lis característica de la prestigiosa universidad de St. John, en Cambridge. Mientras en la diminuta cocina el hervidor calentaba el agua, Dee vació su caja fuerte, repleta de fajos de libras esterlinas, euros y dólares, y los introdujo en un cinturón que llevaba alrededor de la cintura, escondido bajo la camisa. En el fondo de la caja fuerte había al menos una docena de pasaportes con nombres distintos. Dee se los metió en los bolsillos interiores del traje. Había estado reuniéndolos durante años y no estaba dispuesto a dejarlos allí ahora.
El hervidor empezó a pitar y el Mago se preparó una taza de Earl Grey. Tras sorber un poco de aquel té aromatizado, finalmente se giró para observar el fardo que estaba sobre su escritorio. Una extraña sonrisa se formó en sus labios. Puede que hubiera perdido la batalla pero, sin duda, se había llevado el premio gordo.
Clarent y Excalibur juntas. Justo ayer las había empuñado a ambas y había sido testigo de cómo se fusionaban para crear una única espada de piedra.
Incluso desde el otro lado de la habitación Dee notaba el poder que irradiaba aquel objeto en ondas largas y lentas. Si bajaba la guardia, alcanzaba a percibir el suave susurro de pensamientos en innumerables lenguas, de las cuales sólo conseguía reconocer algunas.
De pronto se percató, casi sorprendido, de que finalmente, después de una vida entera de búsqueda, tenía en sus manos las cuatro antiguas Espadas de Poder. Dos de ellas, Durandarte y Joyosa, estaban escondidas en su apartamento de San Francisco, y las dos restantes estaban justo allí, en la mesa que tenía ante él… ¿o era sólo una? ¿Qué ocurriría, se preguntaba el Mago, si ponía esta espada en contacto con las otras dos espadas de piedra? ¿Y por qué nunca se fusionaron? Habían estado una junto a la otra durante siglos.
El doctor se tomó su tiempo para acabarse el té, calmando sus pensamientos y colocando barreras protectoras antes de acercarse al fardo y desenvolverlo. Algunos magos utilizaban combinaciones de palabras, hechizos y encantamientos para proteger sus pensamientos, pero Dee prefería el sonido mágico más ancestral: la música. Mirando fijamente su escritorio, empezó a tararear Greensleeves, la canción preferida de la reina Isabel I. Ésta creía que había sido compuesta por su padre, Enrique VIII, para su madre y reina consorte, Ana Bolena. Dee sabía que se trataba de una leyenda falsa, pero nunca tuvo el valor de confesárselo. A pesar de esto, la sencillez de su melodía y su ritmo antiguo creaba un hechizo protector perfecto. El Mago empezó a murmurar las palabras en voz alta a medida que se acercaba al escritorio.
—«¡Ay! Mi amor, me haces tanto daño cuando me repudias cortésmente…».
Sus dedos temblaron claramente cuando, con sumo cuidado, desplegó la tela mugrienta y grisácea que había recogido en el granero en ruinas para dejar al descubierto el objeto que contenía.
—«Y yo os he amado tanto tiempo, deleitándome con vuestra compañía…».
Sobre el escritorio de mármol negro yacía uno de los objetos más antiguos del planeta. Parecía una vulgar espada de piedra, pero era más, mucho más que eso. La leyenda aseguraba que estas armas gemelas unidas eran anteriores a los Inmemoriales, incluso previas a los Arcontes, puesto que pertenecían a la mítica era del Tiempo antes del Tiempo. Era conocido por todos que Arturo había empuñado a Excalibur y que Mordred, su hijo, le había asesinado con Clarent, pero el Rey y el Cobarde tan sólo constituían dos de las varias generaciones de héroes y villanos que habían tenido el privilegio de blandir estas espadas, las cuales habían sido testigo, individual o colectivo, de cada acontecimiento histórico de la tierra.
—Greensleeves era mi alegría, Greensleeves era mi deleite, Greensleeves era mi corazón de oro…
Todavía le costaba creer que finalmente hubiera encontrado la pareja de Excalibur. Quinientos años antes, cuando Enrique VIII gobernaba Inglaterra, Dee emprendió la búsqueda de la legendaria Espada del fuego.
—«Me has tenido en tu mano, dispuesto a concederte cualquier cosa que se te antoje…».
El Mago inspiró profundamente y alzó la espada. Aunque sólo medía unos cincuenta centímetros de longitud, pesaba muchísimo. La hoja y la empuñadura parecían haber sido talladas de una sola pieza de brillante granito. En el instante en que sus dedos rozaron la cálida piedra, el poder de la espada le inundó…
Voces que se alzaban furiosas.
Gritos de terror.
Lamentos de dolor.
Dee se estremeció cuando todos los sonidos se introdujeron en su cabeza, amenazándolo con abrumarlo. Su canto melodioso empezó a titubear.
—«He… he apostado tantas vidas y… y tierras, para conseguir tu amor y tu… tu buena voluntad…».
La espada era poderosa, increíblemente poderosa, envuelta en misterios y leyendas. Ayer, cuando Gilgamésh vio la espada con sus propios ojos, utilizó las palabras de la antigua profecía, «los dos que son uno, el uno que lo es todo», para describirla. Dee siempre había creído que la profecía hacía referencia a los mellizos, aunque ahora no estaba tan seguro.
—«Greensleeves, una despedida, adieu…».
De hecho, ahora ya no estaba seguro de nada. En los últimos días, su modo de vida, su mundo, absolutamente todo había cambiado de forma inesperada. Y todo por culpa de Flamel y los mellizos; ellos le habían hecho quedar como un imbécil, además de haberlo puesto en un peligro terrible. Los cortos dedos de Dee recorrieron todo el filo de la espada de piedra, que aún estaba caliente.
Secretos susurrados…
Promesas imprecisas…
Vestigios de un conocimiento ancestral, de tradiciones populares ocultas…
El Mago agitó bruscamente la mano y las voces se desvanecieron en su conciencia. Sus delgados labios dibujaron una sonrisa cruel: quizás esta espada fuera su salvación. Los Oscuros Inmemoriales pagarían cualquier cosa por conseguir un arma como ésta: se preguntó si incluso llegaría a valer su propia vida inmortal.
De repente, el teléfono móvil del Mago vibró en el interior de su bolsillo, lo cual le sobresaltó. Dio un paso atrás para alejarse de la espada, que seguía sobre la mesa, sacó con cuidado el teléfono del bolsillo y observó la pantalla, completamente manchada de huellas. Esperaba ver el larguísimo número de teléfono de su maestro en la pantalla, pero sólo leyó «número privado». Durante un breve instante barajó la posibilidad de no contestar, pero la curiosidad (que siempre había sido su mayor virtud a la vez que su peor defecto) pudo con él y apretó el botón de responder.
—¿Reconoces mi voz?
El doctor John Dee parpadeó sorprendido. La voz al otro lado de la línea telefónica pertenecía a Nicolas Maquiavelo, que llamaba desde San Francisco.
—Sí —respondió prudentemente.
—Se supone que es una línea segura, pero ya conoces mi lema… No confíes en nadie.
—Un buen lema —murmuró Dee.
—Por lo visto, has sobrevivido.
—A duras penas.
El doctor se apresuró a encender la pantalla de seguridad y rápidamente recorrió todos los canales. Su mente desconfiada y perspicaz le indicaba que quizá fuera una trampa: ¿Maquiavelo estaba hablando con él para distraerle mientras rodeaban el edificio? Pero las oficinas y todos los pasillos estaban vacíos y el aparcamiento, desierto.
—¿Por qué me llamas? —preguntó Dee.
—Para advertirte.
—¡Advertirme!
Aunque tenía siglos de experiencia, aún era incapaz de mantener impasible su voz sin mostrar sorpresa.
—Hace unos minutos, unos mensajeros empezaron a circular por Xibalbá para acceder a los Mundos de Sombras. ¿Sabes lo que significa eso?
Casi inconscientemente, Dee asintió con la cabeza.
—¿Xibalbá? —preguntó en voz alta.
Al otro lado del planeta, un tono de impaciencia se adueñó de la voz de Maquiavelo.
—Sí, el Cruce, el Lugar del Miedo. Es uno de los Mundos de Sombras ancestrales.
—Lo sé —contestó lacónicamente Dee—. Morrigan me llevó allí durante el último Gran Cónclave.
—¿Has estado allí? —Maquiavelo parecía asombrado.
—Así es.
Xibalbá era un territorio neutral que se utilizaba cuando los Inmemoriales y los Oscuros Inmemoriales de distintos Mundos de Sombras necesitaban reunirse. Dee era uno de los poquísimos humanos que habían pisado aquel lugar. El Mago había escogido el inconfundible aroma de su aura para que coincidiera con el hedor a azufre que desprendían los Mundos de Sombras.
Si los Oscuros Inmemoriales estaban enviando mensajeros a través de Xibalbá sólo podía significar una cosa: querían asegurarse de que cada Mundo de Sombras, incluso el más lejano y apartado, conociera sus órdenes.
—¿He sido juzgado? —preguntó Dee.
Tras los disturbios que provocó su fracaso, al Mago no le cabía la menor duda de que su sentencia había sido dictada, y sabía perfectamente que sus maestros se asegurarían de que no fuera capaz de esconderse ni en el más recóndito Mundo de Sombras. Estaba encerrado en la Tierra. Alejándose de las pantallas de seguridad, contempló su reflejo en un espejo: se dio cuenta de que estaba viendo a un muerto.
—Juzgado y declarado culpable.
Dee asintió pero no pronunció palabra. Había dedicado a los Oscuros Inmemoriales toda una vida de servicio y ahora ellos le condenaban a muerte.
—¿Me has oído? —preguntó Maquiavelo con tono brusco.
—Sí —respondió el Mago inmortal en voz baja. Una oleada de agotamiento le invadió y tuvo que alargar el brazo para apoyarse en la pared y no perder el equilibrio.
En la línea transatlántica se produjeron interferencias;
—Todos los Inmemoriales de la Última Generación o humanos inmortales a quienes pediste ayuda en Londres para dar caza a Flamel y los mellizos se volverán contra ti… Sobre todo cuando descubran que tu recompensa dobla la que ofreciste por el Alquimista.
—No sé si debería sentirme halagado o no.
—Sólo hay una diferencia.
Hubo interferencias otra vez, de forma que la voz de Maquiavelo se desvanecía y aparecía por momentos.
—Nuestros amos aceptarán a Flamel vivo o muerto, pero a ti te quieren vivo. Han sido muy claros con eso: si alguien se atreve a matarte, le esperará un destino atroz.
Dee se estremeció. Sabía por qué le querían vivo: para poder arrebatarle su inmortalidad, observar con sus propios ojos cómo envejecía y después devolverle el don otra vez. Estaría condenado a soportar una eternidad de sufrimiento como un humano muy anciano.
—¿Cómo lo sabes? —se preguntó Dee.
La voz de Maquiavelo se convirtió en un suave susurro.
—El amo de mi compañero norteamericano contactó con él.
—¿Y por qué me avisas?
—Porque, al igual que tú, yo tampoco he cumplido la tarea que me designaron —explicó rápidamente Maquiavelo—. Perenelle logró escapar de la isla; de hecho, soy yo quien está atrapado en Alcatraz.
Dee no pudo evitar esbozar una amplia sonrisa, pero se mordió el interior de la mejilla para no decir ni una sola palabra sobre el asunto.
—Llegará un momento en que tú y yo nos necesitaremos, doctor —continuó Maquiavelo.
—El enemigo de mi enemigo es mi amigo —respondió Dee utilizando el antiguo dicho.
—Exactamente. Doctor John Dee, es momento de que huyas y te escondas; tus amos te han declarado utlaga.
De repente, la llamada telefónica se cortó. Dee deslizó el móvil en su bolsillo y se miró en el espejo por última vez. Era un utlaga, un cabeza de lobo, un fugitivo. Y entonces empezó a reírse: el último ser que los Inmemoriales habían declarado utlaga había sido el Inmemorial Marte Ultor.