Nunca pensé que volvería a ver este lugar —dijo Sophie con una gran sonrisa mientras miraba a su hermano.
—Nunca pensé que me alegraría tanto de volver a verlo —respondió Josh—. Parece… No sé, diferente.
—Está igual que siempre —comentó su hermana—. Somos nosotros los que hemos cambiado.
Sophie y Josh caminaban por la calle Scott, en Pacific Heights, en dirección a la casa de su tía Agnes, justo en la esquina con la calle Sacramento. La última vez que habían visto la casa había sido tan sólo seis días antes, el jueves 31 de mayo, cuando habían salido para ir a trabajar: Sophie en la cafetería y Josh en la librería. Aquel día había empezado como cualquier otro, pero se convirtió en el más extraordinario que jamás vivirían.
Aquel día, su mundo cambió para siempre y ellos también lo habían hecho, tanto física como mentalmente.
—¿Y qué le decimos? —preguntó Josh con cierto nerviosismo. La tía Agnes tenía ochenta y cuatro años y, aunque ellos la llamaban «tía», en realidad no estaban emparentados. Sophie creía que quizás era la hermana de su abuela, o su prima, o quizá sólo una amiga; nunca lo había sabido de cierto. La tía Agnes era una anciana dulce pero gruñona que enseguida se preocupaba si llegaban cinco minutos tarde. Volvía locos a los gemelos y rápidamente avisaba a sus padres sobre todo lo que hacían o dejaban de hacer.
—No nos compliquemos —resolvió Sophie—. Mantendremos la misma historia que le contamos a mamá y a papá: primero la librería cerró porque Perenelle no se encontraba muy bien y entonces los Flamel…
—Los Fleming —la corrigió Josh.
—Los Fleming nos invitaron a pasar unos días con ellos en el desierto.
—¿Y por qué cerró la librería?
—Por un escape de gas.
Josh asintió con la cabeza.
—Escape de gas. ¿Y dónde está la casa de los Flamel en el desierto?
—En Joshua Tree. —Vale, lo tengo.
—¿Estás seguro? Eres un mentiroso horrible. Josh se encogió de hombros.
—Lo intentaré. Sabes perfectamente que nos va a hacer un interrogatorio.
—Lo sé. Y después nos tocará hablar con mamá y papá.
Josh dijo que sí con la cabeza y desvió la mirada hacia Sophie. Había estado reflexionando sobre algo durante los últimos días y creyó que éste sería el momento idóneo para plantearlo.
—He estado pensando… —empezó con voz suave—. Quizá deberíamos contarles la verdad.
—¿La verdad?
La expresión del rostro de Sophie se mantuvo impasible y los mellizos continuaron caminando. Al cruzar la calle Jackson avistaron la casa de madera blanca y de estilo Victoriano de su tía Agnes, que estaba a tan sólo tres manzanas de distancia.
—¿Qué opinas? —preguntó Josh al advertir que su hermana no decía nada más.
Finalmente, Sophie asintió.
—Claro, podríamos hacerlo —dijo. Se apartó unos mechones de cabello rubio de los ojos y miró directamente a su hermano antes de añadir—: Déjame que lo entienda. Quieres que les digamos a mamá y a papá que todo el trabajo que han hecho durante toda su vida no sirve para nada. Que todo lo que han estudiado, historia, arqueología y paleontología, ha sido en vano porque es mentira. —Los ojos de Sophie brillaban intensamente—. Sí, creo que es una idea excelente, pero, si no te importa, se lo dices tú mientras yo miro.
Josh se encogió de hombros con incomodidad.
—Vale, vale, entonces no se lo contamos.
—En cualquier caso, todavía no.
—De acuerdo, pero tarde o temprano tendremos que hacerlo. Ya sabes que es imposible tener secretos con ellos. Siempre acaban por saberlo todo.
—Eso es porque la tía Agnes se lo cuenta todo —murmuró Sophie.
Una limusina negra y brillante con ventanas polarizadas pasó lentamente junto a ellos. El conductor estaba ligeramente inclinado hacia delante, como si quisiera comprobar las direcciones de aquella calle adornada con árboles alineados.
Josh señaló la limusina con la barbilla.
—Qué raro. Parece que vaya a aparcar delante de la casa de la tía Agnes.
Sophie alzó la mirada sin mostrar ningún tipo de interés.
—Lo único que quiero es poder hablar con alguien —susurró—, alguien como Gilgamés.
De repente, las lágrimas inundaron su mirada azul.
—Espero que esté bien.
La última vez que había visto al inmortal estaba herido por el impacto de una flecha lanzada por el Dios Astado. Molesta e irritada, miró a su hermano.
—No me estás prestando atención.
—El coche está aparcando delante de la casa de la tía Agnes —dijo Josh lentamente. De repente, una señal de advertencia empezó a zumbar en su cabeza—. Sophie…
—¿Qué ocurre?
—¿Cuándo fue la última vez que la tía Agnes recibió una visita?
—Nunca recibe visitas.
Los mellizos contemplaron cómo el delgado conductor, ataviado con un traje negro, se apeaba del coche y subía los peldaños de la casa mientras deslizaba suavemente la mano, cubierta por un guante negro, por la barandilla metálica. Los oídos de los chicos, muy agudizados tras el Despertar, percibieron los golpes en la puerta y, de forma inconsciente, aceleraron el paso. Vieron a su tía Agnes abrir la puerta: era una mujer menuda, de extrema delgadez. Todos y cada uno de los huesos de su cuerpo podían distinguirse perfectamente bajo su piel, pues sobresalían de una forma pasmosa, y la artritis le había hinchado todos los dedos. Josh sabía que, durante su juventud, su tía había sido hermosa, pero de aquello hacía ya mucho tiempo. Nunca había estado casada y en la familia corría el rumor de que el amor de su vida había muerto en la guerra, aunque Josh no estaba seguro de en cuál.
—¿Josh? —preguntó Sophie.
—Algo no anda bien —murmuró el joven. Empezó a correr hacia la casa de su tía y Sophie le siguió sin esfuerzo. Los mellizos observaron cómo el conductor alargaba la mano y le entregaba algo a la tía Agnes. Se inclinó ligeramente y entornó los ojos hacia lo que parecía ser una fotografía. Pero cuando ella se acercó un poco más para mirarla mejor, el conductor se deslizó con habilidad tras ella y se coló en el interior de la casa.
Josh salió disparado.
—¡No dejes que el coche se vaya! —le gritó a Sophie.
Corrió a toda prisa hasta llegar a la casa y subió los peldaños velozmente.
—Hola, tía Agnes, ya estamos en casa —anunció mientras pasaba corriendo junto a ella.
La anciana dio un giro completo mientras la fotografía se agitaba entre sus dedos.
Sophie siguió a su hermano, pero se detuvo tras el vehículo; se agachó y apretó las yemas de sus dedos contra el neumático derecho trasero. Rozó el pulgar con el tatuaje de su muñeca izquierda y sus dedos se iluminaron. Presionó la rueda; de repente, percibió el olor a goma quemada y, rápidamente, se escucharon cinco sordos chasquidos: el neumático estaba pinchado. El aire empezó a sisear por los pinchazos y en cuestión de segundos la rueda quedó apoyada tan sólo sobre la llanta metálica.
—¡Sophie! —chilló la anciana al ver a la joven subir las escaleras a toda prisa—. ¿Qué está pasando? ¿Dónde habéis estado? ¿Quién era ese joven tan amable? ¿Es Josh a quien acabo de ver pasar?
—Tía Agnes, acompáñame.
Sophie alejó a su tía de la puerta principal por si acaso Josh o el conductor salían corriendo de la casa y se llevaban accidentalmente a la pobre anciana por delante. Se arrodilló y recogió la fotografía que su tía había tenido entre sus manos tan sólo un momento antes. Rápidamente llevó a su tía a una distancia prudencial de la casa. Sophie miró la fotografía: se trataba de la imagen en tono sepia de una jovencita que iba vestida con un uniforme de enfermera. En la esquina derecha de la foto estaba escrita con tinta blanca la palabra YPRES, junto con la fecha 1914. Sophie contuvo la respiración; no cabía la menor duda de quién era la persona de la fotografía: aquella mujer era Scathach.
Josh se adentró por el pasillo, completamente a oscuras, y se apoyó en la pared a la espera de que sus ojos se adaptaran a la penumbra. La semana pasada no habría tenido ni idea de cómo hacerlo, aunque lo cierto es que tampoco hubiera sido capaz de entrar en una casa tras los pasos de un intruso. Habría hecho lo más sensato: llamar al 911. Alargó la mano hasta el paragüero que había detrás de la puerta y extrajo uno de los bastones de su tía. No era Clarent, pero no tenía otra opción.
Josh permaneció quieto, con la cabeza un poco inclinada, intentando percibir cualquier sonido. ¿Dónde estaba el desconocido?
Se oyó un crujido en el rellano y un hombre aparentemente joven y vestido con un sencillo traje negro, camisa blanca y corbata oscura empezó a bajar las escaleras a toda prisa. Disminuyó la velocidad al ver a Josh, pero no se detuvo. Esbozó una sonrisa, aunque ésta pareció más bien un reflejo que un gesto voluntario. Ahora que veía al extraño más de cerca, Josh pudo percatarse de que era de origen asiático: ¿japonés, tal vez?
Josh dio un paso hacia delante con el bastón ante él como si se tratara de una espada.
—¿Dónde crees que vas?
—Pasaré por encima de ti si es necesario —respondió el desconocido en inglés con un evidente acento japonés.
—¿A qué has venido? —le exigió Josh.
—Estoy buscando a alguien —respondió sencillamente.
El intruso bajó el último peldaño de la escalera y emprendió el camino por el pasillo en dirección a la puerta principal. Sin embargo, Josh enseguida se cruzó en su camino amenazándole con el bastón.
—No tan rápido. Me debes una respuesta.
El hombre del traje negro agarró el bastón, se lo arrebató de las manos y lo partió en dos golpeándolo con la rodilla. Josh hizo una mueca de dolor; eso tenía que hacer daño. El desconocido arrojó los restos del palo en el suelo.
—No te debo nada, pero tendrías que estar agradecido. Hoy estoy de buen humor.
Hubo algo en el tono de voz de aquel hombre que hizo que Josh retrocediera: algo frío y calculador que, de repente, le hizo preguntarse si era completamente humano. Josh permaneció en la entrada y observó cómo el intruso descendía con ligereza los peldaños de la casa. Iba hacia la puerta del coche cuando se dio cuenta del neumático trasero.
Sophie sonrió y movió la mano en forma de saludo.
—Parece que tienes un pinchazo.
Josh bajó a toda prisa los peldaños y se colocó junto a su hermana y su tía.
—Josh —dijo Agnes con expresión quejumbrosa—, ¿qué está pasando?
Sus ojos grises parecían enormes tras aquellos cristales tan gruesos.
La ventanilla trasera de la limusina descendió lentamente y el japonés enseguida se asomó al interior para comunicar algo a una persona mientras señalaba el neumático.
De repente, la puerta se abrió y una joven se apeó del vehículo. Iba con un precioso traje negro, confeccionado a medida, que lucía sobre una camisa de seda blanca. Llevaba un par de guantes de piel negros y unas diminutas gafas de sol redondas sobre la nariz, pero su cabello pelirrojo y su tez pálida repleta de minúsculas pecas la traicionaron.
—¡Scathach! —gritaron ambos hermanos al mismo tiempo.
La mujer sonrió y dejó así al descubierto una mandíbula de dientes vampíricos. Deslizó las gafas de sol hacia delante y reveló su mirada verde esmeralda.
—Casi —respondió secamente—. Soy Aoife de las Sombras, y quiero saber qué le ha ocurrido a mi hermana gemela.