Cogidos del brazo, Nicolas y Perenelle Flamel paseaban por la isla. Habían envejecido muchísimo y cada año de sus seiscientos años de edad se hacía evidente tanto en su piel como en sus huesos.
El sol empezaba a asomarse por el este y la brisa fresca que soplaba desde el océano Pacífico estaba disipando la nauseabunda niebla que quedaba, llevándose consigo el hedor a carne chamuscada, a madera abrasada y a piedra fundida. El aire empezaba a oler a sal una vez más.
Pasaron junto al embarcadero y siguieron el muelle que rodeaba la isla hasta llegar al mismo sitio donde, doce horas antes, habían llegado. El banco estaba húmedo, así que Nicolas se agachó para frotar la madera con la manga antes de dejar que su esposa se sentara.
El Alquimista se acomodó junto a Perenelle y la Hechicera posó la cabeza sobre su hombro. Él la rodeó con el brazo y notó un cuerpo más delgado, más frágil, más anciano. Justo delante del matrimonio Flamel, la ciudad de San Francisco aparecía como un fantasma bajo la luz del amanecer.
—¿No hay sirenas en el agua? —preguntó Perenelle.
—Sin Nereo por aquí, no hay nada que las retenga.
—Bueno, al menos la ciudad sigue en pie —dijo la Hechicera en francés—. No veo ni una sola columna de humo.
Nicolas miró a ambos lados.
—Y los puentes están intactos, lo cual es una buena señal.
—Prometeo y Niten no nos han fallado. Sin duda, habrán sobrevivido —murmuró—, o eso espero —añadió con toda sinceridad—. Esta noche ya hemos perdido a mucha gente.
—Sacrificaron su vida haciendo lo que creían correcto —le recordó Nicolas—. Entregaron su vida para que otros sobrevivieran y el mundo continuara su curso. No existe acto más generoso. Y San Francisco sigue ahí, como si no hubiera pasado nada, así que no murieron en vano.
—¿Y qué hay de nosotros, Nicolas? ¿Siempre hicimos lo correcto?
—Quizá no —murmuró—, pero siempre actuamos pensando que sí. ¿Es lo mismo?
—Últimamente me he estado preguntando si deberíamos haber iniciado nuestra búsqueda de los mellizos legendarios.
—Piensa que, si no lo hubiéramos hecho, jamás habríamos encontrado a Sophie y a Josh —respondió Nicolas—. Desde el mismo instante en que compré el Libro de Abraham, nuestras vidas se convirtieron en un viaje que nos ha traído a este lugar y a esta época de la historia. Era nuestro destino, y nadie puede escapar a su destino.
—¿Dónde deben estar los mellizos? —musitó la Hechicera—. Me gustaría saberlo… saberlo antes del fin. Necesito saber si han sobrevivido.
—Están a salvo, eso no lo dudes —dijo Nicolas con convencimiento—. No tengo más remedio que creer eso, puesto que este mundo continúa.
Perenelle asintió.
—Tienes razón.
La Hechicera apoyó la mejilla en el brazo de su marido.
—Qué tranquilidad —suspiró—, la isla está en silencio esta mañana.
—No hay gaviotas. Los monstruos se las comieron o las asustaron. Ya volverán.
El césped ondeaba con la brisa marina y las olas rompían contra las piedras creando una melodía apaciguadora. Perenelle cerró los ojos.
—Qué solecito tan agradable —murmuró Perenelle.
Nicolas posó la mejilla sobre la cabeza de su esposa y puntualizó:
—Muy agradable. Va a ser un día memorable.
El sol se fue alzando lentamente hacia el cielo, bañando con una luz dorada la bahía de San Francisco. La ciudad pareció despertarse de repente y empezaron a escucharse los primeros ruidos del tráfico.
—Ya sabes que siempre te he querido —dijo Nicolas en voz baja.
Se produjo un largo silencio y, más tarde, Perenelle contestó con un susurro:
—Lo sé. ¿Y tú sabes que te amo?
El Alquimista asintió con la cabeza.
—Nunca lo he dudado.
—Me habría encantado que me enterraran en París —confesó de repente Perenelle—, en aquellas tumbas vacías que nosotros mismos diseñamos hace tantos años.
—Qué importa donde estemos siempre y cuando estemos juntos —dijo Nicolas, cerrando los ojos.
—Toda la razón —contestó Perenelle, y entonces también cerró los ojos.
Una sombra cayó sobre la pareja.
Los dos abrieron los ojos y encontraron ante sí a un jovencito de ojos azules. La figura lucía una capa de cuero que le llegaba hasta los pies. El sol estaba tras el desconocido, ocultándole el rostro. Una media luna metálica muy brillante ocupaba el lugar de su mano izquierda.
—Me preguntaba si vendrías —dijo Nicolas Flamel.
—Estaba aquí al principio, cuando te vendí el Libro hace ya muchos años y te inicié en esta gran aventura. Sería muy descortés por mi parte no regresar al final.
—¿Quién eres? —quiso saber el Alquimista.
El hombre con la hoz se deslizó la capucha. Se agachó frente a Nicolas y Perenelle Flamel, les cogió de la mano y les miró directamente a los ojos.
—Ya me conocéis.
Nicolas escudriñó el rostro de aquel joven, lleno de arañazos y cicatrices mientras su mujer, Perenelle, le acariciaba la barbilla y la frente.
—¿Josh? ¿Josh Newman?
—Me conocisteis como Josh Newman —explicó con tono amable—, pero eso era antes de esto —dijo alzando la media luna—, lo cual es una larga historia.
—¿Qué hay de Sophie?
—Para vosotros, solo ha pasado una noche. Para ella, casi setecientos años, aunque no ha envejecido ni un ápice. Ha vivido muchísimas aventuras durante todos esos años, pero esta misma mañana ha regresado sana y salva a San Francisco.
—¿Y tú, Josh? ¿Cómo estás?
—Josh ha dejado de existir. Ahora soy Marethyu. Soy la Muerte, y he venido para llevaros a casa.
Movió el garfio y creó un arco dorado sobre el banco. De repente, el aire se cubrió del aroma a naranjas y sonrió.
—Has dicho París, ¿verdad?
La puerta telúrica se abrió y todos desaparecieron.