La abarrotada vímana despegó de la cima de la Pirámide del Sol en plena noche para llevar a los supervivientes a un lugar seguro.
Josh Newman permanecía en el tejado y, moviendo la mano, se despedía de los que hasta entonces habían sido sus compañeros de batalla. Contempló a Sophie que, apoyada sobre Scathach y Juana, trataba de levantar una mano para decirle adiós. Había dejado de llorar; ya no le quedaban más lágrimas.
Uno para salvar el mundo…
Josh se sentó con las piernas cruzadas en el centro de la pirámide. Buscó bajo su armadura y extrajo el Codex, el mismo que Tsagaglalal le había entregado ese mismo día. Lo giró varias veces entre las manos y notó la superficie metálica fría en la piel. El libro se quedó abierto por el final, donde se podía distinguir dos páginas rasgadas, las mismas páginas que él arrancaría del Codex diez mil años después.
Agachó la cabeza y Josh sacó las dos últimas páginas de la bolsa que llevaba atada alrededor del cuello. Las colocó dentro del libro, en el lugar donde debían estar. De repente, las páginas cambiaron y aparecieron unas hebras que envolvieron las cubiertas como si fueran larguísimos gusanos y cosieron de nuevo el Codex, convirtiéndolo en una sola pieza una vez más.
Después abrió el libro al azar y, tras posar el dedo índice sobre una página cualquiera, observó cómo palabras en infinidad de idiomas se retorcían bajo su yema. Y, a medida que el texto iba cobrando forma ante sus ojos, Josh leyó la historia del mundo después del Hundimiento.
Durante los próximos días y semanas Sophie y los demás se reunirían con el resto de supervivientes para sacarles de la isla maldita y guiarles hacia el mundo.
El pueblo de Danu Talis, incluyendo Inmemoriales y humanos, seguiría a Aten y a Virginia Dare, un Inmemorial y una humana, por todo el globo terrestre. La pareja establecería colonias en todos los reinos que, con el paso del tiempo, se convertirían en grandes naciones que, algún día muy lejano, llegarían a gobernar la Tierra.
Sophie y Virginia, junto con Juana y Scathach, recibirían nombres distintos y serían veneradas como diosas, maestras y salvadoras de la humanidad.
Y algún día, Sophie Newman, después de vivir un sinfín de aventuras, hallaría el modo de guiar a los inmortales a través de una serie de puertas telúricas secuenciadas para que pudieran regresar a su hogar, a su época; es decir, para que pudieran llegar a San Francisco, donde empezó todo.
Josh cerró el Codex y volvió a guardarlo bajo su armadura. No quería seguir leyendo. No todavía. Tenía que mantener a salvo ese libro durante nueve mil quinientos años, hasta que se lo vendiera a un librero de origen francés sin un centavo en el bolsillo.
Uno para destruir el mundo.
Danu Talis debía hundirse para que el nuevo mundo pudiera florecer.
Y Josh tenía que destruir la ciudad.
Las cuatro espadas ancestrales estaban en el suelo, justo delante de él. Abraham le había revelado que las espadas le darían el poder; lo único que debía hacer era empuñarlas y dirigir la energía hacia la pirámide.
Solo tenía que recogerlas del suelo.
Abraham también le había dicho que podía elegir. Sin embargo, el muchacho era consciente de que, en realidad, no tenía elección. Si no arrasaba la ciudad, su hermana, y todos los demás, morirían. Y no estaba dispuesto a permitir que ocurriera eso.
Josh se sentó sobre la cima de la pirámide y colocó las cuatro espadas ante él.
Pero ¿cómo debía colocarlas? ¿Acaso había un orden establecido?
Y de repente, le vino algo a la mente. Recordó un consejo que Dee le había dado antes de despedirse. Josh pronunció las palabras en voz alta.
—Cuando dudes, sigue tu corazón. Las palabras pueden ser falsas y las imágenes y sonidos pueden manipularse. Pero esto… —dijo señalando su propio pecho—, siempre te dirá la verdad.
Sin titubear un ápice, cogió a Clarent, la Espada del Fuego, con la mano izquierda. Cuando la colocó sobre su palma, notó un calor escalofriante y, durante unos segundos, pensó en los orígenes de aquellas Espadas de Poder. «Qué importa», pensó; tendría tiempo de sobra en el futuro para investigar ese asunto.
Con la mano derecha, alcanzó a Joyeuse, la Espada de la Tierra, y la posó sobre su mano izquierda. La espada quedó encima de Clarent y, de inmediato, se desvaneció, convirtiéndose en un puñado de tierra y arena que la Espada del Fuego enseguida absorbió.
Clarent empezó a emitir un resplandor carmesí, y Josh distinguió el aroma de carne quemada en el ambiente. Era él.
Sin perder un segundo, el muchacho colocó a Durendal sobre Clarent. La Espada del Aire se disolvió al instante en una bruma blanquecina que se evaporó sobre el filo de la Espada del Fuego.
Y, por último, Excalibur, la Espada del Hielo.
Josh la alzó con la mano derecha y la sostuvo durante un segundo en el aire, pues sabía que en cuanto tocara a Clarent todo a su alrededor cambiaría… y entonces se puso a reír como un histérico. En realidad, todo ya había cambiado. Hacía mucho tiempo que había cambiado.
El joven se puso en pie, con Clarent en la mano izquierda y Excalibur en la derecha. Empuñando las dos espadas, toda la pirámide aulló como si de una bestia gigante se tratara. Y entonces juntó ambas manos frente a su rostro y unió la Espada de Hielo con Clarent. Las dos espadas se fundieron en una columna de humo explosiva que envolvió su mano izquierda. Las cuatro Espadas de Poder, Fuego, Tierra, Aire y Agua se combinaron para crear un quinto poder: Éter. A medida que la sustancia se iba consumiendo, Josh se veía embriagado por una nueva sabiduría y, con tales conocimientos, alcanzó un poder inimaginable; cientos de miles de años de historia y aprendizaje pasaron por su mente.
Josh sabía… ¡todo!
El aura del joven se encendió y, de repente, una lanza sólida de luz naranja salió disparada hacia el cielo.
Josh echó un vistazo a su mano. Las cuatro espadas de piedra habían desaparecido. Se habían unido en una única barra metálica que en ese preciso instante estaba fundiéndose con su piel, tragándosela, pasando a formar parte de él, doblándose, retorciéndose, enroscándose hasta adoptar la forma de una hoz metálica.
Y sintió dolor; un dolor que no podía compararse con nada de lo que había experimentado hasta entonces. Gritó a pleno pulmón y lo que empezó como un tormento intolerable se convirtió en un aullido triunfante. Josh podía notar la increíble energía que se estaba acumulando en la pirámide, que hacía sacudir la edificación y que esperaba a ser liberada. Arrasaría la isla y destruiría por completo el mundo de los Inmemoriales y, justo en ese instante, nacería el reino de la humanidad.
—Adiós, Sophie —susurró Josh Newman.
Y entonces Marethyu clavó el gancho en la pirámide que se alzaba bajo sus pies. Y recitó en voz alta las últimas palabras que había leído en el Codex.
—En este día, me convierto en la Muerte, en el destructor de los mundos.