Sophie yacía sobre las gélidas baldosas de la pirámide; su hermano estaba sentado de piernas cruzadas junto a ella.
Los dos se sentían enfermos, vacíos.
Excalibur y Clarent estaban tiradas sobre el suelo, justo donde Josh las había dejado caer; las hojas de las dos espadas de piedra seguían desprendiendo unas llamas oleaginosas que soltaban chispas. Al lado de las espadas había un par de charcos burbujeantes de un líquido dorado. Era el lugar donde Isis y Osiris se habían consumido.
Sophie tenía la mirada clavada en la distancia.
—¿Ya ha acabado? —preguntó la joven. Se estaba concentrando en curar las heridas, y el aire rezumaba a vainilla.
—No —contestó Josh con tono triste—. Aún queda algo por hacer. Existe una profecía.
La joven asintió con la cabeza.
—Los mellizos legendarios —murmuró—. Uno para salvar el mundo, el otro para destruirlo.
Josh se inclinó hacia delante y notó que algo se movía bajo su armadura. Era la tableta de esmeralda que Tsagaglalal le había entregado horas antes. A primera vista, parecía una simple losa de piedra. La giró varias veces en las manos.
—No pone nada —dijo.
—Ten paciencia —aconsejó Sophie.
El joven frotó la superficie con el dedo pulgar, como si quisiera limpiar la tableta… y, de repente, empezaron a formarse unas palabras doradas que contrastaban con el verde de la esmeralda.
Soy Abraham de Danu Talis, a veces llamado el Mago, y envío cordiales saludos al Oro.
Sé muchas cosas sobre ti. Sé cómo te llamas y cuántos años tienes. Y sé que eres un chico. He seguido el rastro de tus ancestros a lo largo de diez mil años. Eres un jovencito maravilloso, el último de un linaje de hombres extraordinarios.
Te escribo este mensaje desde una torre situada en el límite del mundo conocido en la isla de Danu Talis. En cuestión de horas, la torre de cristal y la isla sobre la que está construida dejarán de existir. El pulso de energía que la destruyó se está expandiendo hacia la Pirámide del Sol, hacia ti. Puedes elegir. Puedes aprovechar esta energía y utilizarla a tu favor, o puedes dejar que se filtre en la tierra.
Debes saber una cosa: tu mundo empieza con la muerte del mío.
Danu Talis debe hundirse.
Siempre he sabido que el destino de nuestros mundos, el tuyo y el mío, está a merced de un puñado de individuos. Las acciones y decisiones de una única persona pueden cambiar el curso de un mundo y crear historia.
Y tú, al igual que Plata, eres uno de esos individuos.
Eres poderoso. Un Oro, el más poderoso que jamás he visto. Y, además, eres valiente. Lo has demostrado con creces. Sabes qué debe hacerse, y las espadas te darán el poder para hacerlo pues, en este preciso instante, en este hermoso atardecer, aún tienes elección. Y no es necesario que te diga que pagarás un precio por ello, un precio terrible, escojas lo que escojas.
A estas alturas, ya habrás oído hablar de la profecía. Los dos que son uno deben convertirse en el uno que lo es todo. Uno para salvar el mundo, uno para destruirlo.
Tú sabes quién eres, Josh Newman.
¿Sabes qué tienes que hacer?
¿Tienes el coraje para hacerlo?
Las palabras se difuminaron lentamente en la tableta, que una vez más se convirtió en un trozo inútil de piedra verde. Josh la giró en la mano y, con sumo cuidado, la deslizó bajo su armadura.
El joven echó un vistazo a la chica que no era su hermana pero seguía siendo su melliza y ambos asintieron.
—Ha llegado el momento —susurró Josh.
—¿El momento de qué? —preguntó Sophie algo desconcertada. La joven se incorporó con cierta dificultad y con la mano apoyada sobre el estómago.
—Uno para salvar el mundo —repitió—, uno para destruirlo.
La pirámide gruñó cuando otro terremoto sacudió el edificio. El volcán entró en erupción tras un ruido sordo, rociando la ciudad de chispas encendidas. De repente, los mellizos escucharon unos pasos a su alrededor. Josh agarró a Clarent y Excalibur y se puso de pie… en el mismo instante en que Prometeo y Tsagaglalal, después Scathach y Juana de Arco y por fin Saint-Germain y Palamedes, que llevaba en brazos a un quejicoso William Shakespeare, aparecieron sobre la cima de la pirámide. Todos estaban ensangrentados y llenos de moretones y rasguños, con las armaduras abolladas y las armas rotas. Pero, al menos, todos estaban vivos.
—Tenemos que irnos de aquí —ordenó Prometeo—. El terremoto derribará la pirámide.
El grupo de inmortales se dirigió hacia la vímana de Isis y Osiris, que seguía sostenida en el aire.
Josh ayudó a Sophie a levantarse y la acompañó hasta la aeronave. Scathach y Juana hicieron el amago de echar una mano al joven, pero Saint-Germain las frenó.
—No. Dejadles solos —dijo en francés—. Necesitan este momento para ellos.
Sophie estaba llorando.
—Josh, somos poderosos, podemos hacer algo más…
—Sabes qué se debe hacer —replicó—. Por eso estamos aquí. Por eso todos nosotros estamos aquí. Nos trajeron aquí para hacer eso. Nacimos para esto. Es nuestro destino.
—Yo debería hacerlo —insistió Sophie—. Soy la mayor.
—No, no lo eres —dijo Josh con una sonrisa en los labios—. Ya no. Tengo unos treinta mil años más que tú. Y, además, estás herida. Yo no.
El joven tenía los ojos llenos de lágrimas sinceras, aunque no era consciente de ello.
—Además, creo que te vas a ocupar del trabajo más difícil —añadió dándole un abrazo—. Déjame hacer esto —prosiguió—, y, si lo consigo, vendré a buscarte.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo. Y ahora vete —rogó.
—Nunca te olvidaré —susurró Sophie.
—Siempre te recordaré —juró Josh.