Scathach y Virginia Dare se arrodillaron junto a John Dee. Aten se agachó a los pies del Mago. Estaban rodeados por una banda protectora de humanos. Todos iban cargados con armas que habían arrebatado a los guerreros caídos.
El resto de la muchedumbre se había adentrado en la cárcel para arrasar con todo aquel que se encontrara por el camino y liberar a los prisioneros. De las ventanas superiores empezaban a salir columnas de humo y varios humanos pedían derribar la pirámide. Otros, en cambio, habían salido corriendo de la plaza para hacer correr la voz por toda la ciudad. Ningún anpu u otro híbrido superviviente había conseguido escabullirse de la cárcel.
Dee estaba muriéndose. Había utilizado hasta la última gota de su aura para ayudar a Virginia a crear el gigantesco escudo de aire para proteger a la población y enviar las lanzas de vuelta a los guardias. Antes ya había envejecido; ahora era demasiado viejo y sus rasgos antaño característicos se perdían entre una masa de arrugas y líneas de expresión.
Virginia cogió la mano del Mago. La sostuvo entre las suyas como si fuera la mano de un recién nacido, diminuta y delicada.
Tras un esfuerzo tremendo, el doctor John Dee abrió los ojos y miró a Virginia y Scathach.
—Nunca pensé que mi último aliento sería junto a vosotras —farfulló. Después, volvió la cabeza hacia Scathach y continuó—: Aunque siempre sospeché que tú acabarías con mi vida. Habías estado a punto de matarme en demasiadas ocasiones.
—Me alegro de no haberlo hecho —respondió Scathach—. Sin tu ayuda, nunca habríamos podido conseguir lo de esta noche.
—Te agradezco el cumplido, pero no es cierto. Virginia hizo todo el trabajo.
La inmortal americana sacudió la cabeza.
—Scathach tiene razón. No hubiera tenido la fuerza de hacerlo sola. Y recuerda que fue idea tuya.
—Podría curarte —susurró Aten—, podría restablecer parte de tu buena salud. Podría devolverte la vista y el oído, también. Sin embargo, tu cuerpo seguiría siendo como es ahora.
Dee negó con la cabeza.
—Gracias, pero no. He envejecido y rejuvenecido bastantes veces por hoy. Y, tal y como el señor Shakespeare diría, me ha llegado la hora. Dejadme morir en paz. Es la única gran aventura que me queda por vivir; no temo a la muerte.
—John —rogó Virginia en voz baja—, no te vayas todavía. Quédate con nosotros un poco más.
—No, Virginia. Tienes mucho trabajo que hacer en las próximas semanas y meses. Te has convertido en un símbolo para los mortales… para los seres humanos de aquí —corrigió—. El pueblo te exigirá mucho esfuerzo y no podrás permitirte el lujo de que un viejo cansado como yo te distraiga y ocupe tu tiempo. —Después, el inglés se volvió hacia Scathach para hacerle una última pregunta—. ¿Por qué has venido hoy aquí, Sombra?
—Obviamente para rescatar a Aten —dijo con tono alegre.
—¿Por qué viniste realmente aquí? —insistió.
—Porque quería ver a Ard-Greimne —musitó.
—Tu padre.
Scathach asintió.
—Mi padre.
Aten meneó la cabeza. Parecía confuso y desorientado.
—Pero no tiene ninguna hija.
—Todavía no, pero la tendrá —explicó Scathach—. De hecho, tendrá dos hijas gemelas. De pequeñas, mi hermana y yo no tuvimos la oportunidad de conocer a nuestros padres. Sin embargo, sí nos llegó alguna que otra historia sobre nuestro padre. Todos le consideraban como una bestia monstruosa.
—Oh, y lo es —confirmó Aten—, no tengas ninguna duda sobre eso.
—Y cuando mi hermana o yo nos portábamos mal, mi madre, que siempre estaba pendiente de nuestro hermano y no tenía tiempo para nosotras, nos decía que éramos clavaditas a nuestro padre. Crecí preguntándome si era un monstruo, como él. —La Sombra esbozó una triste sonrisa y después, continuó—: Y cuando me crecieron los colmillos y me di cuenta de mi verdadera naturaleza, llegué a pensar que era verdad, que era realmente un monstruo. En cuanto puse un pie aquí, en este lugar, en esta época de la historia, supe que tenía que verle, mirarle para saber cómo era.
—¿Y has encontrado lo que estabas buscando? —preguntó Aten.
Scathach asintió con la cabeza.
—He descubierto que nunca he sido como él. Ni tampoco mi hermana, Aoife. Y, solo por eso, agradezco haber venido hasta aquí.
—Ayúdame a levantarme —dijo de repente Dee.
Scathach y Virginia enseguida le alzaron del suelo. El rostro del Mago parecía húmedo y, cuando Virginia pasó un pañuelo por las mejillas del doctor inglés, preguntó:
—¿Por qué lloras? ¿Te arrepientes de lo que has hecho?
—En realidad, no —contestó el Mago—, me arrepiento más de lo que no he hecho. —Después, miró a la Sombra y preguntó—: ¿Tienes noticias de los Flamel?
Scathach negó con la cabeza.
—No tengo ni idea de dónde están o qué les ha ocurrido.
—Si alguna vez vuelves a verles, diles… diles lo que he hecho hoy, aquí.
—Lo haré.
—Quiero que sepan que, al final, hice lo correcto. Puede que así pueda compensar algo de todo el daño que les he hecho.
El doctor inglés levantó la mano y la observó con detenimiento. Su piel empezaba a desintegrarse, y el viento soplaba las motas de polvo en finos zarcillos.
—Ayudaste a liberar a toda una raza y a salvar el mundo —resumió Virginia—. Eso contará, sin duda.
—Gracias —farfulló Dee, que levantó la cabeza por última vez para mirar a Aten—. Tu mundo acaba esta noche.
—Danu Talis acaba… Y el mundo moderno empieza.
Aten miró a lo lejos y las dos inmortales siguieron su mirada, clavada en la Pirámide del Sol.
—Ahora todo depende de los mellizos.
—Josh hará lo correcto —suspiró John Dee—. El muchacho tiene un buen corazón.
Y el viento arremolinó los restos del Mago y los esparció por la inmensa ciudad de Danu Talis.